Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
La condena del fiscal general: una mancha que solo el Constitucional puede borrar
El sábado 13, Jordi Nieva, en un artículo publicado en El País con el título 'Adiós a las armas en la Justicia Española', y tras afirmar que “derrocar a un presidente es un objetivo legítimo de la oposición, pero no debe alcanzar jamás a los jueces”, argumenta que esto último es lo que ha ocurrido en la sentencia mediante la que se ha condenado Álvaro García Ortiz. Se trata de una “sentencia que pasará a la historia como un esfuerzo sobrehumano para justificar lo injustificable”.
El domingo 14, José Antonio Martín Pallín enumeraba y explicaba en Público las “patologías constitucionales y legales” que en ella se contienen, llegando a la conclusión de que existe una “metástasis generalizada en el cuerpo de la sentencia”.
Y el lunes 15, Tomás de la Quadra reprochaba en El País a los autores de la sentencia haber omitido en el relato de hechos probados la acusación calumniosa por parte de Alberto González Amador y Miguel Ángel Rodríguez al fiscal general del Estado de haber cometido un delito de revelación de secretos imposible, ya que en el momento en que se redacta la nota informativa por la Fiscalía de Madrid con el aval del fiscal general del Estado, no había secreto alguno que pudiera ser revelado. La conducta de Álvaro García Ortiz es un ejercicio de legítima defensa ante la falsedad, que no bulo, puesta en circulación por González Amador y MAR, lo que excluye que pueda ser constitutiva de delito.
Al haber omitido esta circunstancia, la sentencia no puede no ser considerada nula de pleno derecho.
Si los magistrados que condenaron sin explicar por qué condenaban pensaron que con dicha estratagema iban a anestesiar a la opinión pública y conseguir apartar la mirada de la ignominia que habían cometido, estarán comprobando que el tiro les ha salido por la culata.
Los tres artículos a los que acabo de hacer referencia dejan meridianamente claro que la sentencia que condena al fiscal general del Estado supone un ejercicio tan desviado de la función jurisdiccional que resulta imposible ver en ella “el sometimiento únicamente al imperio de la ley”, que es lo que deben traslucir todas las decisiones judiciales. En lugar de acreditar el sometimiento al imperio de la ley, lo que acreditan es la sustitución de la voluntad del legislador por la de los propios jueces que la dictan.
Con la sentencia se ha producido la quiebra del principio de legitimación democrática, la sustitución de la “voluntad general” por las “voluntades particulares” de los cinco jueces, que es el peor vicio que se puede cometer en el ejercicio de la función jurisdiccional. Los jueces reciben su legitimación democrática “únicamente de su sometimiento a la ley”. Si no pueden justificar dicho sometimiento con las reglas de interpretación comúnmente admitidas en el mundo del derecho, no estamos ante un ejercicio de la función jurisdiccional, sino ante algo distinto.
Exactamente es lo que ha ocurrido con la sentencia mediante la que se condena al fiscal general del Estado. Por eso, su presencia resulta literalmente insoportable. Sé que una querella por prevaricación contra los cinco magistrados que han dictado la sentencia tendría muy poca posibilidad no ya de prosperar, sino ni siquiera de ser admitida a trámite. No se podrá pasar de la apariencia de prevaricación que la sentencia trasluce.
Afortunadamente, la Constitución en el artículo 123.1 dispone que el “Tribunal Supremo… es el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales”. Será, en consecuencia, el Tribunal Constitucional el que borre la mancha, ya que únicamente él puede hacerlo.
Para la justicia española y para la sociedad en su conjunto sería terrible que tuviera que hacerlo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
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