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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Y después de esto ... ¿qué hacemos con el rey?

El rey y Corinna Larsen, en una imagen de archivo.

Albert Noguera

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Aunque los últimos escándalos de la monarquía española han pasado desapercibidos por la pandemia, la gravedad de los hechos exige que ciudadanos y representantes pongamos esta cuestión en la agenda política tras el confinamiento. La oportunidad que se abre, en términos republicanos, no puede desecharse.

A pesar de que, desde la Transición, diversos sectores sociales y políticos han venido denunciando la falta de legitimidad política de la monarquía a partir de la confrontación ideológica entre principio monárquico y principio democrático, nunca se había tenido mucho éxito. Excepto en Catalunya y Euskadi, la monarquía había gozado, hasta ahora, de legitimidad entre la población. No obstante, la situación ha cambiado. Nunca como antes habíamos asistido a una crisis tan grande de esta institución. Pero, ¿por qué ahora? Y, sobretodo ¿qué posibles escenarios se abren ante ello?

¿Por qué ahora? La tradicional denuncia de la ausencia de legitimidad democrática de la monarquía no servía para erosionarla porque el tipo de legitimidad sobre la que esta justifica su existencia en el interior del sistema constitucional es otra.

Con la imposición, a partir de la Revolución Francesa, del nuevo principio democrático liberal de la soberanía popular, las monarquías entendieron que su inclusión dentro de las Constituciones no podía pretender hacerse, como antes, como poder soberano. Esta era una batalla perdida para ellas. Es entonces cuando Benjamin Constant empieza a crear una nueva teoría que justificará y legitimará la permanencia del rey en el interior de las democracias liberales. Esta es, la teoría del poder moderador.

Aun y reconocer el valor de la tripartición de poderes de Montesquieu, Constant justifica la monarquía afirmando que el carácter, por naturaleza, ambicioso del Poder somete al principio de la división de poderes a una doble tensión permanente: por un lado, movidos por la ambición, los tres poderes del Estado se entremezclan y confunden con el consiguiente peligro para la libertad de los ciudadanos. Y por otro lado, guiados por la avaricia, es posible que uno de los poderes logre imponerse sobre los otros sustituyendo la libertad por el autoritarismo. Para evitar esto y garantizar que el principio de división de poderes funcione y la libertad exista, el Estado Constitucional necesita, decía Constant, de un poder moderador no incluido en la división montesquiana, concebido como un símbolo neutral y con la suficiente autoridad para mediar y poner freno a los poderes políticos, así como para protegernos.

Esta es la manera como se integra y se legitima la existencia de la monarquía dentro de la Constitución de 1978. Precisamente por esto, en el art. 56.3 CE, se le exime de responsabilidad. Para que mantenga su autoridad frente a los otros poderes no puede ser responsable. Concebido como poder neutral superior, no puede ser tratado jurídicamente como el resto. Tal imagen de poder moderador y protector ha sido, además, amplificado durante años mediante el relato acerca del supuesto papel de salvador de la democracia jugado por Juan Carlos I el 23F de 1981, construyendo la imagen del rey como un símbolo neutral.

Este era el elemento que otorgaba legitimidad al rey ante la población, a pesar de no ser electo. No obstante, los últimos escándalos de corrupción han puesto en evidencia que más que un poder neutral sin otro interés que mantener el orden y la libertad, los borbones podrían haberse dedicado a usar su posición institucional para enriquecerse de manera corrupta. Ello ha desmoronado el único fundamento de legitimidad sobre el que se justificaba su existencia dentro de la Constitución y ha abierto una crisis de esta institución sin precedentes en décadas.

¿Qué escenarios se abren ante ello? Los últimos acontecimientos han hecho que gran parte de la sociedad ya no esté de acuerdo con la inviolabilidad e irresponsabilidad del rey. En Derecho Constitucional, el mecanismo para adaptar la realidad jurídico-constitucional a la voluntad social del presente es la reforma constitucional. En este caso, desconozco si la mayoría de ciudadanos del Estado apoyaría una reforma del modelo de monarquía parlamentaria por el de una república. Pero lo que sí me atrevo a afirmar es que, como mínimo, sí apoyarían establecer en la Constitución mecanismos para poder exigir a la Corona responsabilidad, posibilitando su enjuiciamiento.

Sin embargo, ninguna de estas dos reformas constitucionales son, en la política real española actual, posible. Tanto una como la otra requerirían activar el procedimiento agravado de reforma del art. 168 CE. Esto es: 1. Aprobación de la reforma por mayoría de dos tercios de cada cámara; 2. Disolución de las Cortes y convocatoria de elecciones generales; 3. Ratificación de la misma por parte de las nuevas cámaras, también por dos tercios de votos de cada una de ellas; y, 4. Celebración de un referéndum de ratificación. Con lo que difícilmente la reforma se podría realizar sin el apoyo del PP o Vox. No por casualidad el constituyente de 1978 fijó un procedimiento tan rígido para reformar el Título II de la Corona.

Tal imposibilidad práctica para llevar a cabo la reforma constitucional, nos conduce a una situación de anomia jurídica. Esto es, de ausencia de normas constitucionales o imposibilidad de las existentes para permitir resolver el problema: la incapacidad del borbón padre e hijo para ejercer su cargo. Ante esta situación se abren tres escenarios políticos posibles:

Escenario A. La conversión de la monarquía en un ilegalismo tolerable: es común la existencia dentro de los Estados, de lo que Michel Foucault llamó “ilegalismos tolerados”, es decir, ámbitos de actividades prohibidas legalmente pero toleradas por el poder con el objetivo de lograr otros fines políticos.

Todo indica que una de las maneras en que el PSOE, junto a la derecha, puede pretender gestionar los escándalos de corrupción monárquica es la de convertirlo en un ilegalismo tolerado. Es decir, aceptar su corrupción como parte naturalizada de la cultura política estatal con el fin de evitar las consecuencias mayores que la caída del rey tendría. Esto es, la apertura de una grieta insalvable en la continuidad jurídica del régimen del 78. Es la misma Constitución la que dice: “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia” (art. 56.1 CE).

Escenario B. El regeneracionismo o lavado de cara del régimen: otra de las opciones por la que podrían optar los partidos defensores del régimen sería la de la aprobación, de acuerdo con la opción que abre el art. 57.5 CE, de una Ley Orgánica de la Corona en la que se fijará que quedan exceptuados de la irresponsabilidad del 56.3 CE los actos personales no susceptibles de refrendo constitutivos de delito, aunque sin efectos retroactivos para evitar poder exigir responsabilidad a Juan Carlos I o Felipe VI. El objetivo sería llevar a cabo un cierre de la crisis mediante una operación cosmética de modernización de la monárquica que la relegitimara.

Escenario C. La exigencia real de responsabilidad: al contrario de las dos opciones anteriores, la gravedad de los continuos supuestos actos de corrupción llevados a cabo por el clan de los borbones, exige hacerles asumir responsabilidades. Para ello, se pueden usar dos vías políticas: una es utilizar el art. 59.2 CE, el cual establece la posibilidad de que las Cortes reconozcan la incapacidad de Juan Carlos I y Felipe VI para el ejercicio de su autoridad y los inhabiliten, pasando a una situación de regencia. Si bien desde una interpretación pre-democrática del art. 59.3 se diría que esto no es posible porque se interpreta que sólo el rey puede decidir que está inhabilitado para el desempeño de su cargo y comunicárselo a las Cortes, que deben limitarse a “reconocer” o ratificar. Una interpretación democrática del mismo artículo permitiría entender que sean los representantes de los ciudadanos y no él mismo, quien debe decidir sobre si está o no capacitado para ejercer sus funciones. Y otra vía, aún más fácil, sería un simple ejercicio de presión política. La aprobación por una mayoría del Congreso de una resolución en que se rechace el comportamiento de los borbones y se invite a Felipe VI, por responsabilidad, a “abdicar”, figura prevista en el art. 57.5 CE. Ello obligaría al rey a aceptar la invitación o, en caso contrario, salir públicamente a enfrentar al Legislativo.

Teniendo en cuenta la gravedad de los hechos, el que nuestros representantes políticos republicanos en el Gobierno y en las en las Cortes aceptaran cualquier otra opción que no sea la tercera, sería una auténtica tomadura de pelo hacia las y los ciudadanos honestos y trabajadores.

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