Boris Vian escupirá sobre vuestras películas
“¿Se supone que estos tíos son americanos? Una mierda”. El 23 de junio de 1959 Boris Vian se presentó de incógnito en el cine Le Petit Marbeuf para asistir al pase de Escupiré sobre vuestras tumbas, la versión cinematográfica de una de sus novelas más populares. Nunca le convenció cómo se estaba gestando la adaptación, pero acabó sucumbiendo a la curiosidad. Además, ¿qué podía pasar? Como cada mañana, había practicado sus ejercicios de natación -la historia de sus últimos días se puede leer en el cómic Piscina Molitor. La vida swing de Boris Vian (Impedimenta, 2013)- y su débil corazón parecía latir al ritmo adecuado. No llegó a ver si su nombre se había eliminado de los créditos finales, como solicitó varias veces. Un fulminante infarto durante la proyección puso fin a su vida a los 39 años. Sin ánimo de convertir la leyenda en anécdota -no es probable que Vian hubiera sobrevivido mucho más tiempo con su ajada salud-, la historia viene al pelo para ilustrar la casi absoluta imposibilidad de trasladar su patafísico universo al lenguaje cinematográfico.
Boris Vian aplicó en sus novelas -las escritas bajo el seudónimo de Vernon Sullivan son otro cantar- la musicalidad del jazz, la plasticidad libre de ataduras del cómic y una planificación absolutamente cinematográfica, en la que nunca faltaron recursos como el fuera de campo, los travellings y los planos secuencia. También importó, a su manera, elementos de las vanguardias de principios del siglo pasado, como el surrealismo y el dadaísmo. Y aquí viene la paradoja: a pesar de ser de uno de los autores más visuales de la historia de la literatura, quien se atreva a adaptar su obra para el cine se encontrará el camino lleno de trampas. No vienen a la cabeza muchos realizadores capaces de recrear en pantalla imágenes tan oníricas tan poderosas como ese carro de comerciantes propulsado por una batería de tetinas a reacción -mientras un coro de bebés entona un himno tabernario- que aparece en La hierba roja. Un momento, ¿alguien ha dicho Gondry?
El piano-cóctel ha estado bebiendo, pero yo no
Como casi todos los adolescentes de los 70, Michel Gondry cayó presa del embrujo onírico de La espuma de los días. Masacrada en el momento de su publicación por la intelligentsia literaria del momento, sus críticas a la sociedad burguesa y a la vida gris la convirtieron en objeto de culto para la generación post-68. “La novela habla del desencanto. Del paso de una felicidad ingenua y solar a las responsabilidades de la vida cotidiana. Del paso de una adolescencia poética a una edad adulta prosaica. Es una novela-jazz, dedicada a Duke Ellington, en la que la joven Chloé se consume como un blues con un nenúfar en el pecho. En la que Vian acusa al sectarismo, a la inutilidad del trabajo, con un humor negro y muchos juegos de lenguaje”, explica Adela Cortijo, autora de El sistema de personajes en la obra narrativa de Boris Vian (Universitat de Valencia, 2003) y una de las mayores expertas en España en el autor.
La carrera de Michel Gondry ha estado plagada de guiños cómplices a Vian, desde sus videoclips para Björk a películas como La ciencia del sueño, así que sólo era cuestión de tiempo que se decidiera a matar al padre y dirigiera la adaptación cinematográfica de la película que le marcó. Al menos en teoría, todo debería haber salido sobre ruedas. Gondry ha reproducido con esmero la letra -a pesar de algunas licencias espaciotemporales, la historia es fiel al original- y, sobre todo, la música de la obra: un arsenal de efectos artesanales y digitales recrean elementos tan celebrados de la novela como el piano-cóctel y ese piso que encoge y se hace más lúgubre en función del estado de ánimo de su propietario. Tampoco faltan el ratón de bigotes negros, las comidas delirantes, la canción de Chloé y las metáforas sobre el agua -como en la novela, convertida en un símbolo negativo-. Sin embargo, la película no ha reventado precisamente la taquilla y las críticas están lejos de ser entusiastas, al menos fuera de España. Fundamentalmente, se achaca al director francés que sea incapaz de mantener el sentido de la maravilla durante 130 minutos. “La experiencia se asemeja a ver un episodio muy largo y muy caro de Playhouse, el programa infantil del cómico Pee-wee Herman que hubiera sido codirigido por Terry Gilliam y Salvador Dalí”, señala Jordania Mintzer en el Hollywood Reporter. De otra manera, se echa en falta que la historia trágica de amor entre Colin y Chloé apele al corazón tanto como apabullan los múltiples y resultones cachivaches que emplea Gondry.
¿Cómo se apaga un clavel?
En descargo del director francés conviene señalar que muchos se descalabraron en el mismo empeño antes y probablemente otros cuantos lo sigan haciendo en el futuro. ¿Por qué resulta tan difícil adaptar a Boris Vian? “Sus novelas no son tradicionales decimonónicas, y por lo tanto no son fácilmente adaptables. Como tampoco lo serían las de Beckett o las de George Perec. Creo que la dificultad de adaptar las novelas de Vian en un medio audiovisual consiste en conseguir plasmar una atmósfera tremendamente pesimista, negra y en ocasiones también cruel, con una pátina de humor, de poesía pura en las descripciones imaginarias y con un toque de locura o más bien de chifladura profunda”, explica Adela Cortijo. “Lo que falla es que hay una tendencia a limitarse a la parte anecdótica del argumento. Y, en ese sentido, La espuma de los días la debería adaptar un Tarkovsky”.
“Son las cosas las que cambian, no la gente”, confiesa Colin, uno de los protagonistas de La Espuma de los días. En el universo vianesco, los objetos son al menos tan importantes como los personajes humanos y gozan de vida propia. Si empujas una puerta, te puede devolver el empujón. Un clavel se puedeapagar y mimetizar su color con el de la tierra para evitar ser cortado. “Lo más difícil es conseguir que el animismo de los objetos de su mundo-lenguaje no se convierta en algo caricaturesco. Que el hecho de que el timbre de la puerta muerda el dedo de un personaje no parezca sólo como una especie de dibujo animado sin sentido”, señala Cortijo. Otro de los obstáculos con los que han tropezado cineastas una y otra vez es el carácter presuntamente unidimensional de los personajes de Boris Vian, que no es tal a fin de cuentas. En apariencia pueden parecer intercambiables: no conocemos lo que piensan, sino cómo actúan. Pero son precisamente sus acciones, que en ocasiones desafían las leyes de la lógica y de la gravedad, las que les definen, y no los monólogos interiores tan característicos de la época en que fueron escritos, que Vian detestaba casi tanto como el psicoanálisis.
La última, y no menor, dificultad con la que se encuentra todo aquel que intente trasladar al autor de El otoño en Pekín a otros lenguajes reside en la palabra misma. En 1953, se quejaba a la revista Arts del “miedo lamentable que la gente tiene de las palabras”. Él siempre prefirió maltratarlas sin piedad y sin tomar rehenes. En su obra se mezclan de forma deliberadamente caótica varias lenguas -le gustaba practicar el franglais, o palabras inglesas adaptadas a la ortografía francesa-, argot callejero, neologismos, onomatopeyas y dobles y hasta triples cambios de sentido, siempre con la sana intención de provocar y molestar. Luis Antonio de Villena, poeta, narrador, ensayista, crítico literario y traductor, adaptó algunas de las canciones de Vian para el disco-homenaje que lanzó Andy Chango hace cinco años, y tradujo el poema No ando muy ganoso para la recopilación No me gustaría palmarla (Demipage, 2009). “Una de las dificultades a la hora de traducir a Vian es que conozcas bien el argot francés del momento y encuentres equivalentes en el español de hoy. Si lo dejas como está, probablemente la gente no lo va a entender. A la hora de traducir ese argot es vital que conserve su carácter rupturista, con todas esas palabras levemente malsonantes. También hay que tener en cuenta que Boris Vian es un personaje muy de su época, que no escribía para las masas. Si le traduces de manera muy moderna le estás distorsionando”, asegura.
El peligro de los clásicos: con los patafísicos no hay manera
Gondry es el tercer director que trata de aprehender la esencia onírica de La espuma de los días. La primera versión, dirigida por Charles Belmont en 1968 y con un simpático cameo de la viuda del autor francés, fue masacrada por la crítica, que no pudo perdonar las traiciones a la novela. Décadas después, el japonés Gô Rijû se curaba en salud en el prólogo de su Kuroe (2001), advirtiendo de que la película sería “infiel al mundo de la novela”. Si Vian imprimió un dinamismo cartoonesco y un sentido del ritmo y del humor mutante, en Kuroe encontramos un universo gélido que se arrastra de manera tediosa.
Una maldición parece acompañar a los osados que se atreven a adaptar a Boris Vian. El crítico y cineasta Pierre Kast, amigo personal del parisino, murió de un ataque al corazón mientras rodaba la versión televisiva de otra de las más famosas novelas de Boris Vian, La hierba roja. Al director español Carlos Amil le costó cinco años de vida llevar al cine Blanca Madison (1998), basada en un relato del francés, y aún así la película apenas se pudo ver en salas. Tampoco apostaríamos el brazo por la versión de El arrancacorazones que el húngaro Pater Sparrow tiene ya lista para estrenar a principios de 2014. Teniendo en cuenta la admiración que Vian sentía por los cómics serializados de Flash Gordon, no es tan extraño que su universo se traslade de forma mucho más natural al campo de la animación: hace seis años el cortometraje mudo À feu condensaba de forma magistral -tan sólo once minutos- el inmortal relato El lobo-hombre.
Pero la historia no acaba aquí. El estreno de la película de Gondry ha revitalizado el interés por la obra de Boris Vian en Francia, donde sigue siendo uno de los autores más leídos y apreciados. La productora parisina Nolita Cinema se ha asociado recientemente con France Télévisions y la Coherie Boris Vian para emitir en la primavera de 2014 una serie de guiones inéditos en formato audiovisual, que en España se pueden leer en Calle de las arrebatadoras (Icaria, 1992). Entre los directores elegidos, el barcelonés Pablo Larcuén: “Me gustó la idea de rodar algo corto en Francia sin mucha presión y con total libertad. Yo adapto el relato De Quoi J´me Mêle. A mí me gusta crear material original y siempre escribo mis propios guiones por lo que, desde un inicio, planteé una adaptación bastante libre y personal y decidí quedarme sólo con la premisa y algunos detalles de la obra original. Por lo que sé, el resto de directores harán una adaptación más fidedigna”, explica.
Todo fue dicho cien veces: el cura vampiro que amaba el tecnicolor
Siempre nos quedará la duda de saber qué hubiera hecho el propio Boris Vian con su propio material. “A partir de 1953, cuando publicó El arrancacorazones, Vian decidió abandonar la literatura para dedicarse exclusivamente a la música”, revela Cortijo. “Quizás hubiera retomado sus actividades cinematográficas, sobre todo porque fue una pasión frustrada, ya que, para él, filmar debía ser tan simple como mirar”; una pasión a la que se entregó con vehemencia al grito de batalla de “¡Viva el Tecnicolor! Estamos hartos de El ladrón de bicicletas” y que acabó trasladando a sus novelas. Algunos de sus personajes más emblemáticos están construidos a imagen y semejanza de figuras tan míticas del Hollywood clásico como James Dean, Ida Lupino y Lauren Bacall. A pesar de carecer de nociones técnicas, probó suerte escribiendo guiones con la ayuda de Pierre Kast. En 1947 llegó incluso a formar, en colaboración con la cantante Michèle Arnauld y el poeta y dramaturgo Raymond Queneau, una sociedad dedicada a la producción de guiones, de vida muy breve. También hizo sus pinitos en el campo de la crítica cinematográfica. En sus artículos para Cinéma et science-fiction proclamó su amor por las comedias musicales y los westerns. Entusiasta del cine de géneros y enemigo acérrimo del concepto cahierista de “autor”, creó junto a Kast la revista Cinémassacres, en las que se despacharon sin piedad con Hitchcock, Marcel Carné y Vittorio de Sica.
Como nuestro añorado Jess Franco, cuando le tocó ponerse delante de la cámara interpretó siempre que pudo a personajes estrafalarios, desde un cura vampiro a un terrorista que la emprendía a cuchilladas con policías de cartón. Más conocidos son sus cameos en la versión de Las amistades peligrosas que rodó Roger Vadim en 1959 o en Nuestra señora de París (1956), de Jean Delannoy. En el fondo, su acercamiento al cine siempre tuvo una vertiente más lúdica que experimental, que bien podría resumirse en este esclarecedor poema: “Todo fue dicho cien veces y mucho mejor que por mí. Entonces, cuando escribo versos me divierto. Me divierto y me cago en vos”.