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Cómo mantener la fe tras pasar por una terapia homófoba religiosa: “Me decían que Dios no me toleraría”

Fotograma de la adaptación de 'Boy Erased', con Nicole Kidman y Lucas Hedges

Mónica Zas Marcos

Boy Erased es uno de esos libros que no se entiende cómo ha aterrizado tan tarde en las librerías de nuestro país. Las memorias de Garrard Conley pasaron casi desapercibidas hace dos años cuando una pequeña editorial estadounidense se arriesgó a publicarlas y, sin embargo, llegan a España en el momento oportuno: justo la semana en la que se han destapado los cursos ilegales y clandestinos del obispado de Alcalá para 'curar' la homosexualidad y ante el estreno de su adaptación a la gran pantalla traducidas como Identidad borrada.

Conley también acudió a una de esas terapias de reconversión antigay forzado por sus padres, a quienes sin embargo dedica el libro (editado en español por Dos Bigotes). En 2004, cuando tenía 19 años, su madre condujo hasta la residencia en Arkansas de Love in Action (LIA), una organización fundamentalista cristiana que llevaba a cabo diversos programas dependiendo del grado de “adicción sexual” de los pacientes.

El de Garrard se llamaba Origen y consistía en dos semanas de prueba para determinar el tiempo real que necesitaría en terapia. Unos meses antes, su violador y compañero de universidad había llamado a sus padres para darles la peor noticia que puede recibir una familia de misioneros bautistas: “Su hijo es gay”.

Hoy, Conley vive con su marido en Nueva York, se ha especializado en cultura y política queer y mediante el activismo ayuda a otros jóvenes LGTBI que, como él, han crecido en el ambiente asfixiante y ultrarreligioso del sur de Estados Unidos, no por casualidad conocido como cinturón bíblico.

También mantiene su fe cristiana intacta, algo que le ha costado especialmente tras las barbaridades que le inculcaron los miembros del LIA. “Lo más aterrador que viví allí fue sentir que mi relación con Dios ya no era mía. Todos los días me decían que él jamás toleraría mi comportamiento”, cuenta el autor de Boy Erased a eldiario.es.

Love In Action fue fundada en 1973, el mismo año que la Asociación Estadounidense de Psicología dejó de considerar la homosexualidad como una enfermedad mental. Sus sedes se propagaron como la pólvora en todo el mundo y en su momento álgido, en 1989, contaron con hasta doscientos ministerios solo en EEUU. Poco importó que un paciente se hubiese suicidado en 1977 y que uno de sus propios fundadores se opusiese al programa asegurando que “estaba destruyendo vidas”.

Conley se inscribió muchos veranos más tarde y no parecía que se hubiesen moderado después de aquello. Lo primero que hicieron en LIA fue requisarle el móvil en busca de fotos de torsos masculinos desnudos (o partes más explícitas), leerle todos los mensajes y arrancar páginas de su cuaderno de relatos. “Supuse que los párrafos que describían la naturaleza podían resultar demasiado floridos, demasiado femeninos, otra señal de mi debilidad moral”, escribe en Boy Erased.

Las normas eran estrictas: ninguna lectura estaba permitida excepto la Biblia, y menos aún los libros impíos como Harry Potter o cualquier otra aventura fantástica; los hombres tenían absolutamente prohibidas las camisetas sin mangas, las que marcasen músculo o las de tirantes y las mujeres debían llevar siempre sujetador (salvo durante las horas de sueño), faldas que les cubriesen las rodillas y las “piernas y axilas afeitadas al menos dos veces por semana”.

A aquella estancia en la casa del castigo y la culpa, Conley le sumó la vergüenza por la razón real que le animó a inscribirse a la terapia exgay: una violación. “Mucha gente me hizo creer que el sexo gay era lo mismo que violación. Crecí rodeado de los estereotipos que relacionan a los hombres homosexuales con depredadores, que aseguran que abusaremos de niños en el futuro y que somos pervertidos sexuales”, confiesa Conley.

Al igual que tantas otras víctimas, sentía vergüenza. ¿Cómo podía haber dejado que ocurriera algo así? ¿Qué tipo de hombre deja que otro hombre le haga tal cosa? David no era mucho más fuerte que yo, así que, ¿cómo pude haber sido tan débil e indefenso?

En su caso no le costó creerlo, ya que su primera experiencia sexual fue la violación perpetrada por David, un compañero de universidad que también pertenecía a una comunidad religiosa. “Compré ese argumento fanático al por mayor y, cuando me violaron, creí que aquel era mi castigo. Aunque ahora los niños LGTBI tienen acceso a otros modelos de sexualidad a través de Internet, a menudo les escucho decir que no se pueden imaginar viviendo de acuerdo a sus sentimientos y que aún perciben la vida queer como una fantasía sexual”, se lamenta el activista.

Alerta con las terapias laicas

Aunque las dos semanas que allí vivió le hicieron recuperar su conciencia, y narrarlas ahora se la está haciendo recuperar a muchos otros, algunos compañeros de Conley se siguen considerando hoy en día exgays y exlesbianas.

“El lavado de cerebro es real. Lo mismo que la bisexualidad. No he escuchado a muchas personas que afirmen que la terapia de conversión les ayudó, pero cuando lo hago, es porque su atracción tanto hacia hombres como hacia mujeres les ha proporcionado una manera de hacerse pasar por heterosexuales”, afirma con rotundidad.

Aún así, insiste en no juzgar aunque “no siempre es fácil convencer a la gente de que los que ingresan voluntariamente a la terapia de conversión deben ser protegidos de estos servicios”. A muchos “les permite ingresar por primera vez en un espacio donde pueden hablar abiertamente sobre sus experiencias o pensamientos sexuales. Esto es increíblemente liberador, así que entiendo que a veces confundan ese sentimiento de euforia con un sentido de curación”, continúa.

Sus flechas no se dirigen hacia los pacientes ni hacia la Iglesia, sino hacia los políticos que hacen oídos sordos ante esta aberrante realidad. “Trump y Pence han dado alas a muchos fanáticos y han impulsado a los defensores de las terapias. Creo que estamos viendo un resurgimiento de la extrema derecha que podría ser increíblemente peligroso para las personas LGTBI”, asegura Conley.

El escritor provecha también para alertar de que, aunque la mayoría sean religiosos, también existen programas de “curación” laicos. “Una de mis tareas como activista es enseñarle a la gente que todas las formas que existen de reconversión, ya sea en forma de electroshock o de ”conversación“ dañina”, dice, una forma también de no identificar la fe religiosa personal con las lecciones impartidas desde una Iglesia “hipócrita”. “Conozco a muchas personas que son cristianas y LGTBI, o de otras prácticas de fe. No lo veo para nada paradójico”, asevera.

Su último mensaje va dirigido a las víctimas de estas terapias en España, sobre todo a los menores de edad. “Historias como la suya salvan vidas, porque arrojan luz sobre un tema que muchos países optan por ignorar”, concede.

Él sabe mejor que nadie que “perder lazos con la familia, la comunidad o Dios puede ser increíblemente doloroso y, como ha demostrado la investigación, el ostracismo social puede llevar al suicidio”. De hecho, se registraron entre veinte y treinta suicidios relacionados solo con la LIA. Por eso, anima a hablar abiertamente de las consecuencias psicológicas y lanza la pregunta importante a los que mandan: ¿de verdad estamos dispuestos a aceptar ese riesgo?

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