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Este blog se ocupará de las series más influyentes del momento, recomendará otras que pasan más desapercibidas y rastreará esas curiosidades que solo ocurren detrás de las cámaras.

'Justo antes de Cristo': neurosis a la romana

Julián López protagoniza 'Justo antes de Cristo'.

Belén Gómez

“Griegos, romanos. Son todos humanos”, cantaban las Bistecs en esa canción inclasificable que es Historia del Arte (HDA). Por mucho que este dúo barcelonés, durante su corta andadura, quisiera cultivar un humor absurdo e iconoclasta en sus canciones, razón no les faltaba: los griegos, los romanos, eran tan humanos como nosotros. Pese a que, de tanto tener que estudiar sobre sus avatares en enormes volúmenes, acabaran adquiriendo un aura mítica en nuestros días.

No es ninguna casualidad que Carlos Jean haya elegido este fragmento de la canción —acompañado del mítico “Dórica, jónica, corintia corintia”— como insistente sample de una de sus últimas composiciones: Thumbs Up. La canción ha sido lanzada como promoción de la serie Justo antes de Cristo y, en este sentido, las Bistecs parecen haber sintetizado admirablemente su esencia.

La nueva ficción de Movistar+ nos pone en la piel de Manio Sempronio Galva (Julián López), un patricio del año 31 antes de Cristo cuyo carácter no sería muy distinto al de las ristras de grises intelectuales que pueblan las películas de Woody Allen o Noah Baumbach. Es tremendamente inseguro y depresivo, suele hablar más de la cuenta, y la paranoia resultante de verse envuelto en las intrigas políticas de la antigua Roma provoca las más variadas y catastróficas pifias.

Manio es un ser imperfecto. Tremendamente humano. Para fortalecer su cercanía con la audiencia, además, los guionistas de Justo antes de Cristo han decidido que se exprese en un lenguaje coloquial netamente castellano (el resto de los personajes también lo hacen), pero sin que esto llegue a difuminar su psicología de habitante de la época. De forma que, cada vez que consiga animar a sus tropas gritando la palabra “Roma”, no pueda evitar hacer referencia a cómo los pelos de sus brazos se le han puesto como escarpias.

¿Pero cómo ha llegado alguien tan inútil a comandar un ejército? Pues, como no podía ser de otra forma, debido a una monumental metedura de pata. Tras ser el culpable accidental de la muerte de un senador, a Manio lo han enviado a Tracia como penitencia, donde deberá colocar bien alto el estandarte de Roma paralelamente a tratar de lidiar con el legado de su padre, que forjó su leyenda como militar en ese mismo lugar.

Al padre de Manio lo apodaban El Magnífico, pero este apodo le queda grande a su hijo. Lleno de dudas, de suspicacias, el protagonista de Justo antes de Cristo al menos cuenta con la ayuda de su esclavo Agorastocles, una especie de Sancho Panza, más inteligente, habilidoso y capacitado que él, que va ganándose su confianza y utilizándole para complacer sus propias ambiciones, al tiempo que lo apoya en todas sus decisiones.

Antes de su anexión al Imperio Romano en el año 46, las guerras en esta zona del sureste de Europa fueron un auténtico quebradero de cabeza para sus conquistadores pero, en lo que respecta a Manio, la campaña bélica es lo de menos. Mucho más amenazadora se revela, por otro lado, la presencia de Valeria (Cecilia Freire), hija del general de la Legión apostada en Tracia.

De gran inteligencia, este personaje no ha conseguido sólo ejercer como general ante la incompetencia de su padre, sino que está al corriente de todas las conspiraciones y hará lo que esté en su mano para conservar el poder, pasando por encima del protagonista si es preciso. Siendo mucho más que la ‘chica lista’, en Valeria confluyen tanto el sentido común como la ambición, lo que le hará tener algunos arrebatos de locura asesina muy divertidos.

Más allá de 'La vida de Brian'

Manio lo tiene crudo, y pese a que Justo antes de Cristo sea una comedia donde la mayor parte de los chistes provienen de su desgracia, eso no significa que la narrativa no se preocupe por él, o no se haya depositado un gran mimo en definir su carácter. Una actitud, la de poner en escena a personajes desagradables, pero de una humanidad a flor de piel, muy propia de los autores de la serie.

Los capítulos de Justo antes de Cristo han sido codirigidos por Borja Cobeaga (episodios 3, 4 y 5) pero, aunque su prodigioso músculo cómico haya ayudado indudablemente a la serie, este realizador y guionista donostiarra no es su principal responsable. En su lugar tenemos a Pepón Montero, dirigiendo también, y a Juan Maidagán escribiendo.

Uno de los primeros trabajos importantes de este dúo vino cuando fueron designados como coordinadores de guion en la recordada Camera Café —de la cual han recuperado a uno de sus protagonistas, César Sarachu, como el distraído general de la Legión—, pero posteriormente participaron en Plutón B.R.B. Nero, y años después alumbraron una de las comedias españolas más brillantes de los últimos años: Los del túnel.

Esta película protagonizada por Arturo Valls aunaba todo el patetismo y humor negro actuales, algo que también ocurre en Justo antes de Cristo. Una sensación fatalista, de escepticismo hacia el género humano, que no descarta sin embargo una fuerte empatía por la historia y sus personajes, tratados como seres complejos, vivos, no dignos únicamente de lástima.

Se trata de una comedia tan particular que sus creadores, desde que el proyecto empezó a perfilarse, siempre se han negado a considerar como referencia a los otros grandes artefactos pop que jugaron a introducir el humor en un ambiente tan marcial y severo como es el Imperio Romano. No hay ni rastro, pues, de La vida de Brian o de los cómics de Astérix el Galo en Justo antes de Cristo.

La serie transita su propia senda. Y, aunque se haya depositado un mimo especial en el rigor histórico —así como en sus escenarios, garantes de un diseño de producción ciertamente ambicioso para la producción patria—, Montero y Maidagán se han preocupado de que lo importante sean los personajes. Desde el pobre Manio hasta el peculiar Corbulón (Aníbal Gómez), esclavo de Valeria.

La historia de todos ellos se ve abocada a una tragedia de las que marcan épocas, pero no es muy distinta de la que sus espectadores viven cada día, así como sus dudas y tribulaciones no dejan de parecerles cercanas, dolorosamente reales. Porque la mejor comedia es la que brota de nosotros mismos, y esa realidad nunca perderá potencia. Ni siquiera en la antigua Roma.

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