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Crónica del estreno

Pablo Messiez cree que el milagro es posible en el teatro

Una escena de la representación de 'La voluntad de creer' en Las Naves del Español en Matadero (Madrid)

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Pablo Messiez ha vuelto al género teatral después de su incursión en la danza el pasado año en el Festival de Otoño con Cuerpo de baile. El director y autor argentino, que cuenta con el respeto de la crítica y con un público fiel, ha vuelto con La voluntad de creer, obra posterior a su afamada Las canciones (2019). Agarrado al mismo elenco, la vuelta de tuerca que supone este nuevo trabajo es admirable. Con una puesta en escena nítida, un teatro basado en el rito y la actuación, una escenografía memorable y una luz de otro tiempo, Messiez es capaz de revisitar una de las obras de arte más deslumbrantes del siglo XX y convertirla en un canto al teatro, al amor y al otro. Otra cuestión es si consigue, como hiciera el cineasta danés Carl Theodor Dreyer Dreyer en Ordet (1955), hacer un milagro en escena. Para eso, tendrán que ir a verla y decidir.

Un vinilo cae al suelo blanco del espacio, empieza a sonar Viene clareando interpretada por María Elena Walsh y Leda Valladares, una hermosa zamba del gran Atahualpa Yupanqui. Estamos en un caserío de Euskadi, una pareja de lesbianas acaba de llegar. Amparo (Mikele Urroz) vuelve a casa con su mujer embarazada Claudia (Marina Fantini) para dar a luz. Les reciben Felicidad (Rebeca Hernando), hermana de Amparo y que ejerce de gobernanta de la casa, y Paz (Carlota Gaviño), la hermana intelectual y poeta. En ese momento irrumpe en escena Juan (José Juan Rodriguez) bailando vestido con un poncho. Quieran creerlo o no, acaban de entrar en el universo de Ordet, una de las cimas del cine del siglo XX en el que Dreyer osó a filmar un milagro y consiguió hacerlo plausible.

Johannes —Juan en la obra—, es un iluminado que dice ser Jesucristo y que según su familia se volvió loco leyendo al filósofo danés Kierkegaard. Inger, la mujer embarazada, morirá en el parto y Johannes la resucitará. Ese es el reto que Pablo Messiez se echó a las espaldas. Nada más y nada menos que hacer, representar, un milagro, pero en escena. Para lograrlo, Messiez comienza por hacer un profundo ejercicio de traslación, de apropiación. Así, pasamos de un filme profundamente religioso a un universo más contemporáneo donde reina el descreimiento, aunque no cese el hambre de trascendencia. Algo que aboca los personajes a la insatisfacción y la tristeza. Pasamos de una granja en Jutlandia a un lugar indeterminado entre España y Argentina, que es donde está el corazón de Messiez. Aunque la obra se sitúe en Euskadi, ese Euskadi tiene la naturaleza imaginaria de la ciudad de Santa María en la literatura de Onetti, un espacio fuera del tiempo, propio de este autor que llegó en 2006 a España. Se repite durante la obra: “Volver nunca repara lo que ha partido la partida”. El Santa María de Messiez es un universo mestizo en cultura y género, habitado por unos personajes que razonan como seres del siglo XXI, pero que siguen enfrentándose a las mismas preguntas que el viejo Dreyer se hizo con tanta perseverancia. La máxima de Dreyer, de su película Gertrud, sobrevolará la pieza de manera continuada: “Creo en los placeres de la carne y en la soledad irremediable del alma”.

Los milagros son en blanco y negro

Entra el público en la Naves del Matadero, en un espacio vacío delimitado por un linóleo blanco. La puerta de detrás del escenario está abierta. El publico ve pasear a la gente fuera del teatro. La gente, curiosa, se queda mirando y se dicen: “ah, es teatro”. En escena, con ropas de andar por casa, el elenco deambula. No es un ensayo, es ya la obra, pero los actores no están todavía metidos en personaje, están a medio paso, en un sitio extraño elegido para convocar al público, lo interpelan, le dicen “yo estoy aquí, tú estás aquí, ¿cómo te llamas?”. Están convocando con la palabra. Declaración de principios de un teatro que, si bien asumirá códigos de ficción y de narratividad, se erige también en rito. Los personajes dicen al público escenas que van a pasar, frases que van a decir, como en un ejercicio de invocación. En una esquina un pequeño monitor emite imágenes de la película Ordet. Se cierra la puerta, la obra comienza.

Ese espacio vacío, a lo largo de la obra, se irá llenando de vida, de ficción y de poesía, al mismo tiempo que se irá construyendo el cuarto gótico de grandes ventanales que albergará la cámara mortuoria donde ocurrirá el milagro. El milagro hay que construirlo. El diseño del espacio escénico, a cargo de uno de los grandes, Max Glaenzel, es sugerente al mismo que tiempo que, a medida que se van añadiendo paredes y ventanales, va cambiando en lecturas y dando posibilidades escénicas. En un momento, a medio construir, será un dormitorio; y en otro momento dividirá el espacio común de la casa del cuarto donde tiene lugar el parto en el que morirán madre e hijo, dividirá vida y muerte. La estética elegida solo albergará el blanco y el negro, tanto en el sobrio vestuario de Cecilia Molano, como en las luces de Carlos Marquerie. Así, la sangre del parto será negra y tan solo un naranja taimado y luminoso, de un sol en calma, se dejará intuir en la luz blanca que preside toda la obra cuando llegue el milagro. Todo funciona a la perfección. Escenografía, vestuario y luces apoyan y sustentan al actor y la acción dramática.

Los personajes de La voluntad de creer son unos personajes perdidos, en el límite entre la locura y la razón. Destaca entre ellos el de Felicidad, la hermana gobernanta, que representa la autoridad intransigente que en la película de Dreyer ejercía el sacristán o la familia vecina que profesaba una religión dogmática y excluyente. Pero la traslación no es la manera de Ingmar Bergman, sino más bien a la de Berlanga. Una traslación que da fruto a uno de los personajes más ricos de los últimos decenios. Algo posible gracias al trabajo asombroso de Rebeca Hernando, actriz que consigue una composición farsesca sin quitar al personaje un ápice de profundidad. Hernando borda a esta Felicidad que ya queda inserta en la larga tradición (que va desde Lorca hasta La Zaranda o Laila Ripoll), de mujeres oscuras, solteronas e intransigentes pero llenas de una verdad con las que el público, no solo se ríe, sino que se identifica. Todos los personajes son náufragos de sí mismos en esta revisitación teatral de la obra de Dreyer. Todos menos Juan, personaje de una dificultad extrema si además se tiene como referente la interpretación ensimismada, de otro mundo, de Preben Lerdorff Rye. En este caso, José Juan Rodriguez, si bien recoge algo del aurea del actor danés, consigue llevar al personaje hacia un lugar más juguetón y dramático, más fácil quizá, pero que da un juego mayor en escena y se une a otro elemento que diferencia la propuesta escénica de Messiez de la película: el humor. Hay escenas en la obra, como la perorata de Felicidad en contra de la poesía, o el momento en que esta, cansada de su hermano iluminado, le reta a hacer un milagro, que son verdaderamente hilarantes.

Si bien Messiez citaba a este periódico, como referente de humor, la obra teatral del mismo nombre de la que surge la película, del autor Kaj Munk, la explicación es más esclarecedora cuando el director argentino explica que cuando empezaron hace tres años a trabajar la obra vio que el tono nórdico de Dreyer “aparecía como una impostura en los cuerpos del elenco argentino-español. Entonces propuse soltar esa forma, que nos quedaba como un traje apretado, y dejar que apareciera la singularidad expresiva propia. En ese ensayo vimos que estábamos más cerca de Berlanga que de Dreyer”.

El teatro como milagro

No hay Rompiendo las olas de Lars Von Trier, verdadero Ordet contemporáneo, en La voluntad de creer; no se adentra la obra de Messiez en la angustia y la locura del creyente como Haneke sí hace en La pianista. La voluntad de creer abandona esa raíz para abrazar un universo propio. Un universo empapado en Dreyer (como la hermosa escena de amor entregado y carnal entre Claudia y Amparo, o la concepción de que el cuerpo sabe más que la razón), pero que no puede apoyarse en la creencia de una fe religiosa. En la película de Dreyer quien cree en Johannes es una niña, quien posibilita el milagro es la inocencia infantil donde todavía no reina la razón. En el caso de Messiez será Paz, la poeta, quien decidirá creer en su hermano Juan. Más una decisión nacida de alguien perdido que una fe iluminada. Si bien este es el sustento argumental que utiliza la obra para posibilitar el milagro, hay un subtexto también bien presente durante toda la función: el teatro como prueba fehaciente de que el encuentro con el otro es posible. Un encuentro donde actor y espectador creen y en cierto modo pueden escapar, aunque de manera efímera, de la muerte. Así enfila la pieza su final. Con una Claudia muerta, ya metida en el féretro, y que en un aparte teatral se dirige al público. Quizá uno de los apartes más teatrales que uno haya visto. Claudia, María Fantini, hace una defensa del teatro como acto de vida, como salvación. Una defensa en la que, para más inri, Messiez se permite, como si de un acróstico se tratase, ir introduciendo en el texto el título de las obras que escribió y dirigió y que, en cierto modo, lo salvaron a él de esa irremediable soledad del alma de la que Dreyer hablaba.

La obra finalmente acabará con milagro. Claudia resucitará. El milagro será representado. Pero ocurrirá en ese terreno equidistante entre Dreyer y Berlanga donde, al mismo tiempo que uno ríe y se emociona, no sabe qué grado de verisimilitud y justificación tiene lo que está viendo. Contaba el director y guionista de cine Antonio Giménez-Rico, recientemente fallecido a causa de la COVID-19, en el programa de cine de José Luis Garci Que grande es el cine, el largo aplauso de más de quince minutos que recibió un viejo Dreyer con bastón en las escaleras del Lido del Festival de Venecia en la presentación de su última película, Gertrud, en 1964. Como la profesión y la crítica europea, desde la intelectualidad del Partido Comunista a las facciones más reaccionarias, aplaudían con verdadera entrega al cineasta danés. Ese aplauso, a parte de a una carrera, era también a esa película misteriosa, Ordet, capaz de no representar, sino hacer un milagro en celuloide. Quizá estamos en otra era y el milagro en La voluntad de creer esté en todo lo que pasa antes de que Claudia resucite. O no. Eso es cada espectador quien debe decidirlo.

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