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La Mara derrota a Estados Unidos en Long Island

Joven salvadoreño residente en Long Island y que participó en varias actividades de la clica Hollywood Locotes Salvatrucha. Foto: Edu Ponces / RUIDO Photo. Este contenido ha sido realizado con el apoyo de la beca DevReporter organizada por LaFede.cat en colaboración con la ONG Asamblea de Cooperación por la Paz.

Óscar Martínez

Elfaro.net —

—¿Por qué viniste a Long Island?

Es 4 de junio de 2017. Estamos en un restaurante Subway, lejos del centro de cualquiera de estas pequeñas ciudades habitadas por migrantes latinos en su gran mayoría. A 40 minutos está la capital del mundo, la ciudad de Nueva York, pero aquí es suburbio, extrarradio, periferia. Estamos en el límite entre North Merrick y Uniondale, ciudades dormitorio de obreros, donde las principales atracciones son centros comerciales.

Quien responderá mi pregunta es un muchacho salvadoreño de 18 años, hijo de una tortillera, nacido en un cantón que se llama El Niño, en un caserío que se llama La Ceiba, en las faldas del volcán Chaparrastique, en el ardiente departamento de San Miguel.

—Mi mamá y mi hermana ya estaban aquí. Mi papá falleció cuando yo estaba en El Salvador. Andaba tomando cuando un carro lo atropelló. Yo no vivía con él, sino con una tía. Nos daban pija [palizas] parejo a todo mundo, porque mi tía tenía cuatro hijas más que vivían en el mismo solar. Ahí nos daban pija parejo a todos.

Es un muchacho fibroso. Aún conserva el cuerpo campesino, huesudo, de músculos anudados, forjado en milpas [ecosistema agrícola]. Lleva una gorra de los New York Yankees y se ha puesto dos implantes dorados en los dientes delanteros superiores.

—¿Cómo fue llegar aquí con 11 años?

—La vida aquí solo es pasar encerrado como perro cuando sos inmigrante que no tenés papeles ni carro ni nadie que te dé cancha y te muestre lugares. Te sentís perdido. Mi mamá ya tiene su esposo, un salvadoreño. Se acompañaron aquí. Rentábamos un basement [sótano]. Los tres vivíamos ahí: un solo cuarto con cocina y baño por 900 dólares. En un pedacito yo tenía mi cama y mi ropero. Mi mamá entraba a trabajar a las cuatro de la mañana y salía a las tres. A veces dobleteaba turno y se quedaba hasta las 11 (de la noche). Solo a dormir venía, y a darle al otro día a las cuatro de la mañana otra vez.

El niño de cantón rural llegó a un lugar que no entendía, a vivir con una señora que durante años fue solo una voz en el teléfono. Ser joven era jodido en Long Island, aún antes de escuchar hablar de la Mara Salvatrucha.

—¿Qué hacías solo en el basement?

—Encerrado, solo viendo muñecos.

El primo del muchacho lo espera afuera del Subway en una camioneta encendida. No se siente del todo seguro en esta calle. Algunos pandilleros aún creen tener cuentas pendientes con él.

—¿Cuánto tiempo pasó antes de que conociste gente de la pandilla?

—Me enteré como al año de estar aquí de que había pandillas, pero no mucha importancia. Ya cuando entré a la High School, ahí sí. Hay de las dos letras, de los números. Todo comenzó por eso.

—Llegaste hasta chequeo de la Mara Salvatrucha, ¿verdad?

—Hasta ahí.

—¿Qué clica [subgrupo dentro de la mara]?

—Hollywood Locotes Salvatrucha.

Nueve muertos en dos meses

Pasaron muchas cosas, se derramó mucha sangre joven, pero fueron sobre todo las que ocurrieron en dos meses las que tienen a Long Island en titulares de todo el mundo. Long Island y unas siglas: MS. Mara Salvatrucha.

El recuento de esos dos meses parece el recuento de lo ocurrido en una violenta colonia empobrecida de San Salvador, la capital de los homicidios. Sin embargo, pasó en Nueva York, en diferentes pueblitos de Long Island, no tan lejos de la Estatua de La Libertad.

El primero de esos meses fue septiembre de 2016. El lunes 12, en un pueblo llamado Mineola, mientras caminaba en la calle, fue asesinado a balazos un joven salvadoreño de 15 años, Josué Guzmán, estudiante de décimo grado.

El día siguiente, un martes 13, cuando caía la noche en Brentwood, un grupo de jóvenes asesinaron con bates a dos muchachas justo afuera de la escuela Loretta Park, donde estudiaban. Kayla Cuevas era una chica de raíces dominicanas de 16 años. Nisa Mickens, quinceañera, era una de sus mejores amigas. Ambas murieron aporreadas. Sus cadáveres quedaron a metros de distancia en un área residencial afuera de la escuela.

El 16, la policía encontró el cadáver de Óscar Josué Acosta, un salvadoreño de 19 años que tenía tres de haber llegado a Brentwood. Había desaparecido el 19 de abril pasado. Cinco días después, el 21, la policía encontró otro cadáver. Lo encontró en la misma área que el anterior, en los alrededores boscosos de un hospital psiquiátrico abandonado que se llamaba Pilgrim. Se trataba del cuerpo de Miguel García, un ecuatoriano de 15 años. Había desaparecido siete meses atrás.

2016. Un mes. Cinco cadáveres.

La policía, sus informantes, los medios, todo mundo dijo: MS. Los dedos apuntaban a un solo lado. Arrestaron a 25 supuestos miembros de la pandilla en Long Island. Todos, al igual que los muertos, eran adolescentes. Centroamericanos la mayoría. Salvadoreños la mayoría.

En diciembre de 2016, tras solo un mes de haber ganado las elecciones y a días de asumir como el 45º presidente de los Estados Unidos, Donald Trump tomó el micrófono y habló de lo que pasaba en esos pueblitos de Long Island. Lo hizo durante una entrevista con la revista Time, que acababa de nombrarlo hombre del año: “Vienen de Centroamérica, son la gente más ruda que hayas conocido. Están matando y violando a todo mundo allá. Son ilegales. Y es su fin”.

El nuevo presidente volteaba a ver a la comunidad centroamericana y no era para nada bueno.

Los pueblitos de Long Island siguieron en la mira. Decenas de titulares se publicaron. Todos llevaban las siglas MS. Más redadas, más arrestos, más juicios.

El Servicio de Inmigración y Protección de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), escuchó a su futuro líder, y, entre el 1 de octubre de 2016 y el 4 de junio de 2017, ha deportado a 2.798 supuestos miembros de pandillas, de varias pandillas. Una cantidad inusual en ese período, según la misma oficina afirmó.

Todo se revolvió, y se seguía revolviendo alrededor de las mismas siglas: MS. La comunidad indocumentada de Long Island intentaba sobrevivir sacando cabeza lo menos posible. Joven, indocumentado y centroamericano se convirtió rápidamente en presunto emeese. Y por esos días, luego de que en 2014 más de 64.000 menores no acompañados entraran a Estados Unidos sin los documentos necesarios, había muchos jóvenes, indocumentados y centroamericanos en Long Island.

Cuando la tormenta empezaba a amainar, llegó el otro mes que lo cambió todo. Un solo día, más bien. El martes 11 de abril de 2017, en el pueblo de Central Islip, cinco muchachos y dos muchachas salieron a pasar el rato a un bosque, cerca del complejo recreativo del pueblo. Al poco tiempo, se vieron rodeados por un grupo de muchachos enmascarados y con machetes. Todo lo contó Alex Ruiz, el joven recién llegado de El Salvador que sobrevivió junto a las dos chicas.

Los otros cuatro fueron asesinados a filazos. Murió Justin Livicura, 16, de familia ecuatoriana, empleado de un restaurante. Murió Jorge Tigre, 18, que llegó con diez años a ese país desde Ecuador. Murió Michael Banegas, hondureño que había huido de la violencia de su país hacía tres años para alcanzar a sus padres. Murió Jefferson Villalobos, primo de Michael, hondureño también, 18 años, que había llegado de visita desde Florida cuatro días antes de ser macheteado.

Un día. Cuatro cadáveres más.

En suma: en dos meses, nueve cadáveres. Para ser exactos: en cinco días, nueve cadáveres. Misma área, mismas edades, misma culpable: MS.

Las causas de los asesinatos que trascendieron en diferentes medios de comunicación eran dos. La primera, que algunos de los asesinados eran cercanos a otras pandillas y habían ofendido a miembros de la emeese. Ofensas que no pasaban de ser retos en el patio de una escuela, desafío de adolescentes. La segunda, que no habían querido incorporarse a la pandilla.

Más que antes, esos pueblos repletos de obreros e indocumentados latinos volvieron al centro del debate estadounidense, un debate que hace eco en todo el mundo.

Esta vez Trump no solo habló. Habló varias veces. Viajó a Brentwood para hablar. “El cartel MS-13. Es particularmente violento. No les gusta disparar a las personas porque es muy rápido. Leí que uno de esos animales explicaba que le gustaba cortarlos y dejarlos morir lentamente porque era más doloroso y les gustaba verlos morir… Son animales”, dijo el hombre más poderoso del mundo el 28 de julio de 2017, ante oficiales de policía de los dos condados donde ocurrieron los homicidios.

La MS-13 en Long Island fue el caballito de batalla de Trump toda esa semana. Hablaba de “esos animales” y luego de la necesidad de eliminar las ciudades santuario para indocumentados. Explicaba cómo los emeese “cortan con un cuchillo” y prometía más deportaciones de hispanos. La MS encajó tan bien en los planes de deportación de Trump como en la sociedad salvadoreña de la posguerra.

Long Island sigue en el centro del debate sobre la presencia de la pandilla más sanguinaria del mundo en Estados Unidos. La MS mata de formas crueles y rebuscadas. Desmiembran, machetean, degüellan, ahorcan, violan, matan. Pero en este debate amnésico sobre cómo fue posible que se derramara tanta sangre en tan pocos días, el Gobierno de EEUU olvida lo que ya pasó, y magnifica –“el cártel MS13”, dijo Trump- a su enemigo mientras se sube al ring contra un enclenque.

La MS de El Salvador no es la MS de Long Island. Brentwood no es Soyapango. La MS de Long Island es una organización callejera de poca monta, violenta como un adolescente iracundo con un bate, y no como un cártel mexicano. Lo que hace que estos jóvenes maten en Long Island ya hizo que décadas atrás mataran en Los Ángeles. Hay que visitar Long Island para ver con claridad todo eso.

Ser joven y centroamericano, una amenaza

—Éramos como seis amigos hispanos. No éramos de ninguna pandilla. Ya en la High School, con 15 años. Íbamos a jugar pelota a la cancha, ahí conocimos a más amigos. Ninguno era pandillero. Pero nos buscaban para darnos duro los de las dos letras (MS), los números (Barrio 18) y las pandillas de aquí, como los Bloods… A veces, estaba en clases, y pasaban los mollos (negros) hablando: “We are waiting, come on outside” [estamos esperando, vamos afuera].

El problema del muchacho que nació allá por el volcán Chaparrastique y que ahora habla en el Subway de Uniondale no era ser pandillero. Su problema era ser joven y centroamericano. Su problema es que podía ser pandillero. Era una amenaza, pues.

Vale recordar que en EEUU el universo pandilleril se extiende y el catálogo viene ordenado por razas y nacionalidades, como no ocurre en El Salvador, donde son solo iguales contra iguales. Bloods y Crips son pandillas negras. Vatos Locos, por ejemplo, es una pandilla esencialmente mexicana. Mara Salvatrucha remite a Centroamérica. En las escuelas públicas de Long Island, un salvadoreño recién llegado que use un pantalón flojo será visto con recelo por los bloods, por los crips…

La mujer india que atiende en la caja del Subway no está nada cómoda desde que el muchacho salvadoreño entró. Voy al mostrador por uno de los panes. Le pregunto si hay muchas pandillas por aquí. “La semana pasada nos asaltó uno con un enorme cuchillo”, responde desganada.

Los suburbios de Estados Unidos dislocan toda la escenografía de las pandillas y la violencia que ha trascendido desde Centroamérica: barrios obreros de casitas que parecen cajas de cemento, una tras otra, solo divididas por un pasillo minúsculo y también de cemento. Aquí en los pueblos de Long Island la imagen es la de la prosperidad, lo opuesto al hacinamiento centroamericano, al menos en apariencia. Frente al Subway hay una casa con un enorme jardín frontal perfectamente cuidado. Sobre el jardín, un poni de madera y un cartel anunciando la llegada de un nuevo miembro: “It's a boy” [Es un niño].

La Long Island de las pandillas no se parece ni en estética a El Salvador de las pandillas.

—¿Cómo ocurría ese acoso? —pregunto al muchacho de los dientes dorados.

—Digamos que íbamos a jugar pelota y pasaban los que eran Bloods, y nos empezaban a tirar señas y a decirnos que a la verga los hispanos y cosas así, a chingarnos. Había también unos nueve chavales de mi misma edad (15 años) de la (pandilla) 18. Llegaban después de la escuela, nos esperaban en los carros y nos empezaban a hacer señas con las manos y nos decían cosas. Una vez, a un amigo mío que no era nada lo mandaron al hospital. Le reventaron el codo con fierros. Los de aquí (los Bloods de Uniondale) nos querían dar verga. No nos querían ver aquí. Íbamos a cualquier calle y nos querían dar una paliza. Íbamos allá (Hempstead, que tiene otro gran centro comercial con cine), y lo mismo. Nos íbamos para Garden City, al mall, a buscar vaciles sanos y nos encontramos como a 15 dieciochos. Solo andábamos cuatro y dos morras [mujeres]. Un idiota entra y le pega una patada a un amigo. Le empezó a decir ondas: que era pandillero, que a la mierda la MS, que lo iba a matar. Salgamos afuera, vamos a darnos pija, nos decían, pero nosotros solo éramos cuatro cipotes, ellos eran 15. ¿Qué íbamos a hacer?

La historia de este muchacho es la verdadera historia de lo que pasa entre Long Island y la MS. Lejos de la idea de una gran mafia organizada controlando a sus miembros, es la historia de muchachos que llegaron a integrarse en familias a las que no conocían más que por teléfono. Muchachos que tuvieron que ir a clases especiales en sus escuelas, mezclados entre recién llegados de distintas edades, para aprender a decir good morning.

Y en esas clases, peceras de recién llegados desde países controlados por las pandillas, los pandilleritos de la escuela veían potenciales víctimas, hommies [colegas], enemigos. Todos contra ellos: el idioma, los pandilleritos de sus países, los negros de las otras pandillas, el horario laboral de sus madres… y ahora, la Policía, las noticias, el mismo presidente Trump.

Hacerse pandillero no parecía por momentos una decisión, sino una imposición. Sos, digás lo que digás.

Los pueblitos de Long Island, hay que decirlo, no son lugar para jóvenes indocumentados.

“Problemas con las pandillas”

Uniondale es un suburbio de película. Grandes casas, calles anchas, verdes jardines, enormes carros. Afuera de muchas de esas casas hay no uno ni dos, sino cuatro o seis carros aparcados. Es porque en esas casas, no solo de este pueblo, sino de los de alrededor, no vive una familia, viven cuatro o seis. Varias familias indocumentadas se apiñan en los diferentes cuartos de esas casonas que, siguiendo el cliché, invitan a hacer una parrillada sobre la verde grama [césped]. Esas casas son un cascarón de bienestar. Por dentro, muchas están a punto de estallar.

En una de las calles principales de Uniondale hay un restaurante que recién abrió este mes de mayo. Venden tacos y pupusas [tortillas], sopa de gallina y hamburguesas. Es un restaurante para migrantes. Adentro se habla español y se toma Coronas en un pequeño sótano iluminado por un foco pelón donde, por las noches, llegan mujeres gordas en diminutas calzonetas a intentar seducir a los hombres que juegan billar. Luego, les cobran. Por la compañía. Por el sexo, si es que llegan al acuerdo de irse a otro lugar o salir al callejón de al lado.

El restaurante es una estampa del Long Island migrante de estos días. El dueño tiene una década aquí. Es del departamento oriental de San Miguel, en El Salvador. Actualmente tiene un problema. Alberga en casa a un nuevo y problemático inquilino: su hermano menor. El muchacho tuvo en El Salvador “problemas con las pandillas”. Esa es una construcción que escucharemos muchas veces en este pedazo de Nueva York.

Los padres lo enviaron a reunirse con su hermano mayor, un perfecto desconocido para el muchacho que tenía ocho años cuando su hermano migró. El muchacho recién llegado ahora tiene 16. Vino a mediados de 2015. Fue, en toda regla, uno de los menores no acompañados que entró a este país.

Empezó en la escuela de Uniondale. Se hizo miembro de la Mara Salvatrucha.

—Tuve que sacarlo de la escuela, al menos alejarlo, porque yo no tengo tiempo de andarlo siguiendo —dice el dueño del restaurante mientras destapa dos Coronas.

Ahora mismo, esta tarde de 1 de junio de 2017 el hermano mayor no sabe dónde está su pariente. “Andará en algún parque con quién sabe quién”, dice. Nadie tiene tiempo de guiar en este nuevo mundo al adolescente de 16 años. O mejor dicho, sí, hay un grupo que tiene tiempo: la MS. El hermano mayor asegura que si el menor no se compone lo echará de la casa. “A la calle, a que vea qué putas hace”.

Y así se construye un pandillero en EEUU.

En Long Island muchas veces parece que el problema es la pandilla, una máquina eficiente de reclutamiento, pero más bien es la consecuencia. La causa se parece más al abandono.

Quien sí sabe dónde están sus hijos es la cocinera del restaurante. Doña Vilma tiene 44 años y es de Tacachico, La Libertad, El Salvador. Voltea la carne para los tacos de res y también las pupusas de queso mientras cuenta que vino en 2016, junto a sus hijos de 18 y 14. “Problemas con las pandillas”, dice sin dejar de ver la plancha. ¿Qué problemas? “Nos amenazaron por vender cogollos”, dice, y ya no explicará más. Quizá cruzaron fronteras, quizá no pagaron renta… Quizá.

Doña Vilma, a diferencia del dueño del restaurante, sí sabe dónde están sus hijos. Están aquí, a la par de ella. Uno hace sus tareas de la escuela en la mesita para picar. Va del restaurante a la escuela, de la escuela al restaurante y del restaurante a la casa. El otro, el de 18, sale a algún trabajo y luego vuelve al lado de su madre a esperar que ella termine, para irse juntos al cuarto que rentan. La estrategia de Doña Vilma para repeler a las pandillas en Long Island es la cercanía. No la cercanía metafórica, sino la más literal. Gran parte del día tiene a sus hijos a dos metros. En eso sí se parece Long Island a El Salvador: a falta de Estados eficientes, una madre siempre ha sido el mejor antídoto ante la mara.

Los tacos los comeré yo. Las pupusas las espera para llevar un salvadoreño cuarentón que vino en 2012 a Long Island. Hizo un dinero y volvió a El Salvador. Allá tuvo “problemas con las pandillas” y regresó en 2014. Ahora piensa traer a su hija de 16, pero duda. “Dicen que aquí está jodido eso de las pandillas”, apunta el hombre que tiene más de cinco años de vivir aquí. Le pregunto si alguna vez algún pandillero le ha hecho algo en Long Island. “No, pero lea los periódicos. Andan en todas partes”, responde.

El restaurante tiene una nueva mesera. Es una muchacha delgada, de 18 años, de cuerpo fino y blanco, pelo teñido de rojo, que viste un cortísimo, ajustado y escotado vestido. “Es para atraer clientes”, dice el dueño del local. “Ella se vino de otro pueblo de aquí, donde anduvo con los mareros. Pregúntele”, sugiere el hombre.

La muchacha me lleva una cerveza. Le pregunto de dónde es. “De El Salvador”, responde con el pronunciado acento boricua que ha cultivado en sus cuatro años en Long Island. Le pregunto dónde vivía. “Ahí por El Salvador del Mundo vivía”. Le explico que soy periodista. Le cuento que quiero entender por qué los jóvenes entran en pandillas en Long Island. Digo que sé que ella estuvo cuando menos cerca de la Mara Salvatrucha. “Salí a hanguear [divertirme] mucho con la pandilla”, dice, y se va al mostrador.

En menos de dos minutos, la muchacha pelirroja vuelve con servilletas. “Cuando vine, estaba sola —dice con el ceño fruncido—. Ellos son los primeros que te tienden la mano. Te buscan para tenderte la mano”. Luego, la muchacha que llegó a este país con 14 años, se va de nuevo al mostrador y se sumerge en su celular.

Menos presupuesto, más muchachos

La cobertura mediática habla de una MS fuerte en Long Island. La principal voz difundida en los medios, la de Trump, habla de una batalla entre el Estado y una poderosa mafia “transnacional”. Sin embargo, varias otras voces de funcionarios que conocen de primera mano la situación aportan otra perspectiva: no es una batalla de nadie contra nadie, sino inutilidad pura de un Estado que no ha sabido lidiar con unos adolescentes recién llegados de países violentos. Desinterés puro.

Howard Koening, el superintendente de las escuelas de Central Islip, donde fueron macheteados hasta la muerte los cuatro muchachos en abril de 2017, dijo en declaraciones públicas que el recorte presupuestario de 9.200 millones en gastos educativos para el presupuesto de este año “se convierte en una herramienta que alimenta las actividades de reclutamiento de la pandilla”.

El comisionado de Policía del condado de Suffolk, al que pertenece Brentwood, donde asesinaron a las dos muchachas a batazos en 2016, aseguró que entre 2014 y marzo de 2017, su condado había recibido a 4.624 menores no acompañados. Más del 90%, según datos de ICE, provienen de países centroamericanos. Menos presupuesto, más muchachos. Menos presupuesto, más muchachos que necesitan particular atención.

Incluso los datos de la Patrulla Fronteriza refuerzan la idea de que la pelea se pierde dentro de EEUU. El 21 de junio de 2017, Carla Provost, jefa interina de esa institución, dijo en el Senado que desde 2012 han detenido a 250.000 menores no acompañados en la frontera con México. Solo 56 estaban bajo sospecha de tener relaciones con la MS. No se trata, insinúan los datos de los temidos patrulleros, de un problema que entra sin papeles por la frontera. Se trata de una batalla que se pierde dentro del gran país. La MS gana aquí adentro. O, visto de otra forma, el Estado estadounidense pierde aquí adentro. No todos los problemas estadounidenses vienen de afuera. No todos los males ocurren del otro lado del muro.

Tras una larga jornada donde se escucharon voces de funcionarios de Long Island, en junio de este año, un senador lo dijo más claro imposible. “El fracaso total del Gobierno en establecer un proceso eficiente y una supervisión significativa de la colocación de estos niños ha llevado a la actual crisis de la MS”, dijo el senador de Iowa, Charles Grassley. Es un político del Partido Republicano, el partido de Trump.

El acoso de las pandillas

—Uno de mis amigos le dijo a uno de esos batos (de la pandilla 18) de Hempstead que cuál era su furia, que se cayera tal día aquí (a Uniondale), y que nos diéramos pija [palizas] uno a uno, sin ondas de pandillas. Cayó uno al que le dicen Farruquito de Hempstead, y mi amigo le pegó en esta misma calle, en una cancha a la que le decimos La Bombonera. Mi amigo es de Honduras —dice el muchacho salvadoreño de dientes dorados en el Subway.

Aún no era emeese. No lo era él y no lo era tampoco el amigo suyo que le dio “pija” a Farruquito. Eran solo muchachos recién llegados que intentaban sacar cabeza en un lugar extraño, pero eran aplastados cada vez por otros muchachos. Hasta que se hartaron, se supieron solos, y empezaron a pelear.

—Pero a los días volvieron —continúa—. Esa vez sí nos sacaron carrera a mi amigo que había peleado y a mí. Andaban en una camioneta y en un (carro) hondita. Se bajaron tres, con cadenas y bates, y nosotros sin nada. Por esos días conocimos a las dos letras. Algunos ya tenían 17, 16 años. Nos buscaban dar duro adentro de la High School. Les decíamos que no éramos pandilleros, que los de Hempstead nos querían dar duro, que los Blood también nos querían reventar. Los majes no nos creían. Pero un día, uno de ellos (de la MS) me dio un número de él, y dijo que cualquier problema le habláramos, que él estaba de toque.

El muchacho de las faldas del Chaparrastique aguantó más de seis meses el acoso de todas las pandillas. En la escuela, en el centro comercial, en el cine, en la calle. Ser joven migrante era jodido en Long Island, aún sin ser pandillero.

“Hacerse pandillero es un síntoma”

“Son el diablo, y tenemos que temerle”, dice Sergio Argueta, una de las personas que más entiende lo que está ocurriendo con la MS. Ese es el mensaje, dice, que el Gobierno estadounidense quiere dar. “Hay bastante exageración”, concluye. Argueta es fundador de la organización Strong y también trabajador social de una escuela pública. Strong es una organización que trabaja, desde hace más de 15 años, con jóvenes en riesgo en Long Island. Algunos jóvenes fueron pandilleros, otros casi lo fueron, otros fueron víctimas de las pandillas y otros fueron víctimas del cliché de las pandillas. Muchos son jóvenes, indocumentados y centroamericanos: el diablo en Long Island.

—Las pandillas son un síntoma de un Estado que ha fracasado. Las escuelas donde está nuestra gente son las que tienen peores notas. En la escuela de Uniondale, donde trabajo, tenemos 2.313 estudiantes. Hay dos trabajadores sociales. Solo uno habla español. Yo soy trabajador social, pero encargado de asistencia. A mí me toca andar buscando a los que no vienen a la escuela. Cada día hay 300, 400 que no llegan. Tengo jóvenes que no se han reportado en 60,70, 80 días. ¿¡Cómo madres, si ando apagando un montón de fuegos, voy a asistir a esas familias!? Cuando un sistema no puede ayudar a estos jóvenes, ¿quién más? Los únicos, piensan ellos (los jóvenes), son esas pandillas, porque lo que la pandilla le ofrece… bueno, no ofrece nada, pero a esa edad parece que es mejor.

Argueta sabe. Argueta fue pandillero. Nació aquí en Long Island. Su madre, salvadoreña de un cantón de Ahuachapán, que estudió hasta sexto grado, vino en 1974, antes de que se desatara la guerra. Entre los 13 y 19 años, fue miembro de la pandilla Redondel Pride en Hempstead. Hubo muertos, armas y condenas en prisiones federales para muchos de sus colegas, hispanos en su gran mayoría. Argueta sabe de lo que habla porque lo ha vivido y lo ha visto ocurrir desde hace más de dos décadas.

Lo que ocurre no es nuevo. Las voces que claman deportaciones tampoco lo son.

Argueta explica que lo que dio nivel a su pandilla, fundada por amigos del barrio, fueron una serie de noticias que hablaban de la llegada de la pandilla Latin Kings a Long Island. En algunas de esas noticias, un jefe policial explicaba que esa enorme pandilla había llegado y entrado en contacto con la pequeña Redondel Pride. “Oh, shit, ya éramos famosos”, recuerda Argueta su reacción ante aquellos sucesos. La fama les permitió crecer. Lo que ocurrió en aquellos años, principios de los 90, se repite ahora según este miembro de Strong.

—Lo que ha hecho este Gobierno, el tipo ese, Tim Sinny (jefe de la Policía en el Condado de Suffolk), es que le dieron más fama a la MS. Han servido como los reclutadores de alto nivel de la mara. Si usted es marero y quiere pertenecer a la mara más vergona, la más fuerte, que controla todo, ¿qué mejor que ser miembro de la MS?

Argueta no niega que en Long Island se han visto cosas sangrientas como nunca antes, como que dos niñas fueran destripadas a batazos en plena calle. Sin embargo, cree que la principal razón de esto no es que una gran pandilla organizada y transnacional esté haciendo bien su trabajo, sino que ante la oleada de nuevos niños migrantes centroamericanos, las autoridades no han sabido responder: “Hacerse pandillero es un síntoma”, repite Argueta varias veces.

Cree que el camino a la pandilla es el resultado del abandono familiar y el abandono escolar de los recién llegados.

—Algunos vienen y solo han estudiado allá tercero o cuarto grado. Otros vienen preparados, y los ponemos a todos juntos en el mismo salón de ESL [siglas que en español significan Inglés como Segunda Lengua]. Sí, se unen también por protección, para tener amistades y novias, pero el mayor problema es que los hemos puesto en un solo cuarto a todos estos jóvenes con tanto trauma, y los hemos puesto en un solo cuarto donde toda la frustración que cargan se la desquitan entre ellos. Se van a hundir juntos —dice Argueta.

Y aun así, a pesar de que el sistema olvida a estos jóvenes hasta que les toca su cita en corte migratoria; a pesar de la violencia con la que aplastaron a esas niñas, a pesar de los titulares y de Trump y de Sinny, Argueta está convencido de que la MS de Long Island y la de El Salvador no tienen nada que ver.

—Aquí no se dan mucho color, y las autoridades no han perdido el control. Pueden estar 10, 15 pandilleros que se creen bien vergones, y llega la Policía y salen como cucarachas. La describen como una organización terrorista internacional bien organizada, y sí hay individuos que se mantienen en contacto (con otros en Centroamérica), pero tiene que ver con las deportaciones. O Facebook. ¿Un crimen organizado donde están llegando miles de dólares? No, estos monos son pobres. Aquí trabajan cortando grama o en car washes. Los veteranos no quieren ya nada que ver con la pandilla, porque les van a dar 30, 40 años. Hubo grandes redadas en 2004 y 2007 en todo el país y esta es una de las regiones donde más capturaron miembros de la MS. Y siguen ahí. Porque las pandillas son un síntoma… La MS no es tan diferente con el joven que venía sin papá y mamá, no sabía leer ni escribir, y llegó a Nueva York en 1800, pero era irlandés —dice Argueta en referencia a las pandillas de principios del siglo XIX que se disputaban áreas de Nueva York.

Las pandillas son un síntoma, repite Argueta. El abandono se parece más a una causa, la marginación. Y una idea recalcada más: “los mafiosos” de los que habla Trump cortan grama y lavan carros.

—Tengo una joven que cuando estaba allá (El Salvador) la violaron. Viene aquí y está la misma pandilla. Entonces ella se mete a la pandilla rival para protegerse e ir contra esa pandilla. Fuma, usa drogas y alcohol para procesar el trauma —ejemplifica Argueta.

Antes de que la entrevista termine, Argueta pide agregar un detalle. El detalle incluye a la mayoría de los jóvenes que llegan indocumentados. La enorme excepción que los políticos trumpistas olvidan hacer, a pesar de que sus propias cifras lo indiquen.

—Recordá que la mayoría de los que vienen no entran a la pandilla. Pero hay algunos que vienen y ya no tienen nada que perder.

***

—Un día salimos de la escuela y estaban tres carritos hondita, de unos bajitos que andan ellos (los dieciochos de Hempstead). Nos tiraron la pandilla de ellos. Yo ya me sentía cansado, siempre nosotros teniendo que correr y viviendo aquí, sin joder a nadie. Pues agarré una piedra y se la dejé ir a un hijueputa —dice el muchacho de los dientes dorados. Y repite luego como lema:

“Yo también soy macho

Yo también sé darme pija

Yo no me ahuevo“.

El muchacho estaba listo. Carne de cañón para una pandilla de adolescentes en Nueva York. Perdió Estados Unidos. Ganó la Mara Salvatrucha.

Endeudados para pagar su fianza tras migrar a EEUU

No sería este un texto justo sobre jóvenes en Long Island si solo habla de jóvenes pandilleros. De la minoría.

—Somos del departamento de La Unión (El Salvador), del municipio de El Carmen. Somos agricultores. Sembramos maíz, frijoles —dice el mayor de los hermanos, de 21 años.

A su lado, en el restaurante de postres en el pueblo de Westbury, está su hermano menor, de 20. El mayor estudió hasta sexto grado. El menor, nada. Sembraron desde niños.

Dejaron su país un 24 de agosto de 2016. Su hermana, que vive en Long Island desde hace 20 años, pagó 7.000 dólares por cada uno a un coyote. Ellos estaban resignados a vivir y morir como pobres. Su opción era trabajar seis días a la semana, de seis a once de la mañana, en tierra ajena, por 36, y solo en invierno. Seis dólares al día. Pero la Mara Salvatrucha no les permitió continuar con su precaria vida de campesinos.

—Querían que sembráramos marihuana para ellos venderla. Nosotros les íbamos a sembrar y cuidarla, así como hacíamos con el maíz: cuidarlo. Querían que sembráramos droga en medio de las milpas. Nosotros somos cristianos evangélicos. Nosotros no podemos hacer eso —explica el mayor.

Muchos de sus días arrancaban con una golpiza a las 5:30 de la mañana, cuando caminaban hacia las milpas ajenas que hacían crecer. Un 10 de agosto de 2016, los amenazaron con pistolas. El 15, los hermanos fueron a denunciar a la subdelegación policial de El Carmen.

—Ellos (los policías) dijeron que fuéramos a enseñarles quiénes eran. Nos subieron a la patrulla, pero nos llevaron a un callejón algo solo, se llama El Cacho. Eran dos policías. Nos arrodillaron y dijeron a preguntarnos que por qué no habíamos aceptado eso. Porque vamos a la iglesia. Comenzaron a pegarnos patadas. Nos amenazaron diciendo que nos iban a obligar a cooperar. Nos dejaron ahí. No hallábamos a quién pedir ayuda —dice el mayor.

Los hermanos se encerraron en casa. Pero el 20 tuvieron que trabajar. Con un salario de seis dólares al día, las reservas duran poco.

—Estábamos esperando que abrieran una tienda como a las 5:30. Era una camioneta gris, los mismos policías, pero vestidos de civil. Varios vieron cuando ellos nos tiraron al suelo y ahí mismo nos esposaron. Nos subieron al carro, nos encapucharon. Nos llevaron a una casa sola. Cuando nos bajaron, estaban los pandilleros. Comenzaron a preguntarnos otra vez lo mismo. Respondimos que no, que creemos en dios. Sí se enojaron con tanta furia que ahí sí nos golpearon fuerte. Puñetazos, patadas, en el suelo nos tiraron. Eran cuatro pandilleros y esos dos señores policías. Nos descargaron varios tiros cerca. Dijeron que la próxima vez sí nos iban a matar si no cooperábamos —dice el mayor.

Así se ve la Mara Salvatrucha en El Salvador. Es más una especie de gobierno paralelo, con mucho más control sobre la gente, en tantas ocasiones, que el mismísimo Gobierno electo. Allá sí es una mafia. De pobres, pero mafia.

Un amigo los llevó a la clínica del municipio. Estuvieron dos días en observación, para determinar si no tenían sangrado interno. Eso fue el 20. El 22 empezaron los arreglos con el coyote. El 24, a las cinco de la mañana, su travesía de un mes inició. Cruzaron el río Bravo un día de septiembre a las ocho de la noche. Caminaron tres días por el desierto junto a otros 12. Llegaron solo 11. Tres señoras de Honduras no pudieron más. Se quedaron sentadas esperando que alguien las encontrara. “Eran gorditas, bien gorditas”, dice el menor de los hermanos.

El grupo fue descubierto, según el mayor de los hermanos, por culpa de un migrante mexicano que se durmió en uno de los breves descansos. El grupo caminaba todas las noches y parte de los días hacia una antena. La antena, recuerda el salvadoreño, “como que iba caminando para atrás”. El cansancio era mucho. El mexicano, al despertarse y verse rezagado, corrió, gritó que lo esperaran. Siete carros de la Patrulla Fronteriza aparecieron de la nada. Y, a la una de la mañana, tras tres días caminando, su intento terminó.

Entonces, les pasó lo que pasa a miles cada mes. Primero, a las hieleras, cuartos desalentadores donde viven su primera detención los migrantes. Cemento frío como castigo por migrar. Después, fueron trasladados a un centro de detención a esperar su deportación. Pero los hermanos contaron lo que aquí se ha contado y, a los 15 días, un juez les dio una fianza. Si querían esperar en libertad la respuesta a su proceso de asilo, los campesinos que ganaban 36 dólares semanales tenían que pagar 12.000.

—¿Quién pagó? —pregunto.

Los dos hermanos hacen el mismo gesto. Se inclinan, remangan sus pantalones y dejan ver el aparato tamaño cargador de celular que llevan enganchado a sus tobillos.

—Esto es por parte de una empresa. Ellos me andan controlando donde sea que esté. Pueden verme —dice el hermano mayor.

Esto no tiene que ver nada con la Mara Salvatrucha. Hay cosas, sin embargo, que un periodista no puede evitar contar una vez que las sabe.

Los hermanos, desde que huyeron, asumieron una deuda con su hermana de 7.000 dólares cada uno. 14.000 debían los hermanos antes de empezar a cortar grama en Long Island. La vida no estaba como para pagar una fianza de 12.000 por cabeza a los Estados Unidos.

Entonces entran las compañías de fianzas. En la historia de estos hermanos entró Libre by Nexus. Por más enredo y melodrama con que lo expliquen en sus páginas de internet, estas empresas no son sino usureros de la migración. Las fianzas de $24,000 por los dos hermanos las pagó Libre by Nexus. Eso quiere decir que cada hermano no solo debe 7.000 dólares a su hermana, sino también 12.000 a Libre by Nexus. O sea, cada hermano, antes de poder siquiera podar un jardín, debe 19.000 dólares. Aún falta, porque Libre by Nexus debe ganar un poco también en el país de la libertad. Por eso, la empresa cargará el 20% más de la fianza a cada hermano: 2.400 más por cabeza. Cada hermano, antes de siquiera empuñar una cuma [cuchillo para podar] en EEUU, debe 21.400 dólares.

Pero la cosa no termina ahí. ¿Cómo va a estar segura Libre by Nexus que unos pobres hermanos campesinos de la Unión le pagarán sus 42.800 dólares? Entonces, Libre by Nexus les traba un GPS en el tobillo a cada hermano. Pero en esta tierra nada es gratis. Libre by Nexus no regala gepeeses, los alquila. Cada hermano tiene que pagar 420 dólares mensuales a Libre by Nexus por el alquiler de sus negros gepeeses.

Si el juicio de los hermanos tarda, digamos, un año en ocurrir, ellos deben pagar 5.040 dólares a Libre by Nexus por el GPS. Si llegan a quebrarlo, son 3.800. Cada hermano, antes de siquiera oler la grama estadounidense, debe a Libre by Nexus y a su hermana: 26.440 dólares, si se trata de un año; 31.480, si se trata de dos… Y así, hasta pagar, conectándose todas las noches dos horas a la electricidad, para que el GPS de Libre by Nexus no se descargue y la empresa pueda saber dónde está su dinero, dónde están sus campesinos salvadoreños.

Libre by Nexus, con oficinas en 22 ciudades, se presenta como parte de una “organización religiosa”. No les basta hacer lo que hacen, sino que en su página web se describen casi que como monjitas de la caridad: “Existen muchas historias de horror sobre familias que pasan dificultades para pagar la garantía para fianzas de inmigración. Hemos conocido familias que se han visto obligadas a vender todo lo que tienen para pagar la garantía para un familiar. Hemos visto familias forzadas a ir a sus comunidades a rogar a la gente para que usen su propiedad como garantía. Y, desafortunadamete (sic), hemos visto innumerables detenidos deportados porque no pudieron pagar su fianza y salir de la custodia. Libre by Nexus representa la esperanza que esto nunca tenga que pasar de nuevo. Innovamos constatemente (sic) nuestros servicios para ayudar a más detenidos en crisis. Estamos aquí para ayudarle. ¡Contáctenos hoy!”.

Libre by Nexus hizo que la hermana de ellos firmara como respaldo. Si ellos no responden, ella responderá.

—Gracias a Dios, estamos trabajando en grama, yarda se llama aquí —dice el menor de los hermanos.

Arreglan jardines como empleados de una compañía. Ganan 100 dólares de siete de la mañana a 5:30 de la tarde.

—Ustedes huyen de la MS, pero dicen que aquí está la MS. ¿Han visto a alguno? —pregunto.

—No —dice el menor.

—¿Hay algún lugar al que les dé miedo salir?

—No —dice el menor.

—¿Cuál es la diferencia entre aquí y El Salvador?

—Que aquí podemos salir. Allá, no —dice el mayor.

Los mismos datos de la Patrulla Fronteriza lo dicen. Jóvenes como estos son la mayoría de los que vienen. Jóvenes que destripan muchachitas con bates son la ínfima minoría. Sin embargo, así funcionan las cosas, no es noticia que un joven honesto corte grama para pagar miles de dólares a una empresa y vivir. Sí es noticia que jóvenes destripen a unas muchachitas. De una cosa no habla un presidente; de la otra, sí.

***

El escritor francés George Perec escribió en su libro póstumo Lo Infraordinario: “Me parece que lo que más nos atrae siempre es el suceso, lo insólito, lo extraordinario: escrito a ocho columnas y con grandes titulares. Los trenes solo comienzan a existir cuando descarrilan… Es necesario que detrás de los acontecimientos haya un escándalo, una fisura, un peligro, como si la vida solo pudiera revelarse a través de lo espectacular, como si lo convincente, lo significativo, fuera siempre anormal”.

“Ya sé quiénes van a poner el pecho por mí”

—Cuando le cayó la pedrada, salió el maje para abajo con el carro, a esperarnos. Ya habíamos llamado a los de la MS. Nosotros andábamos cuatro amigos, y de la MS llegaron tres. Ellos (los 18 de Hempstead) andaban como unos siete. Ellos andaban cosas. Nosotros no andábamos nada. Los de la MS sí andaban cadenas y bates. Esos locos no amagaron: del primer vergazo creo que mandaron a uno al hospital, porque le agarraron con la cadena la cabeza. Esos majes (los 18) llamaron a la policía. Tres de mis amigos cayeron presos —continúa su relato el muchacho de los dientes dorados.

Su primo sigue afuera del Subway con el carro encendido.

—Uno de los que cayó preso era Jeustin, ¿verdad? —pregunto.

—Sí. En ese entonces lo acusaban de haberle pegado con una piedra en el estómago a uno de los dieciocho. Lo soltaron en ese entonces, pero ya después…

Todo ese acoso ocurrió entre 2015 y 2016, en la High School de Uniondale. Los gritos de los muchachos negros que se decían crips y bloods: te esperamos, ven afuera. Las patadas en los centros comerciales frente a las chicas a las que cortejaban. El acoso desde los honditas afuera de la escuela. Todo eso fue mucho y terminó en esa pedrada, pero sobretodo en ese telefonazo.

Cuando el muchacho de los dientes dorados y su amigo de ascendencia hondureña Jeustin, de 16 años en ese momento, pensaron en pedir ayuda, solo pensaron en dos letras: MS. Los únicos que habían ofrecido responder. Los únicos que habían dicho: llámame, yo llego en tu ayuda. Los únicos: La MS de Uniondale. Los Uniondale Locos Salvatrucha y los Hollywood Locos Salvatrucha del mismo pueblito.

Dos años de High School tuvo el Estado para hacerle la misma oferta al muchacho y a Jeustin: llámame, yo llego en tu ayuda. Pero no pasó. Ni a víctimas ni a victimarios. La madre de Kayla, una de las muchachas asesinadas a batazos en Brentwood en 2016, dijo a la agencia France Press: “Mi hija sufrió bullying por dos años (por parte de un pandillero) y la escuela no hizo nada, absolutamente nada”. “Son niños matando a niños”, dijo la misma mujer a El Diario de Nueva York.

No mafias ni cárteles: niños.

El muchacho de las faldas del Chaparrastique dice que su relación con la Policía estadounidense, desde que es adolescente, es la de un sospechoso con su perseguidor. “Joven, salvadoreño, en camiseta y con gorra de los Yankees, para ellos es marero, aunque no tengan nada contra vos. Te paran a cada rato, y no creás que te van a decir: ¿sos un cipote estudioso? Te pueden ver bien vestidito y lo primero que te van a decir es: ¿sos de la mara? Aquí todos son de la mara”, explica. Las autoridades en Long Island pensaron que persiguiendo a todos encontrarían a algunos. Nunca pensaron que persiguiendo a todos, todos les temerían.

Aquel día, el muchacho de dientes dorados y Jeustin fueron apoyados por la MS. Sintieron en Long Island lo que significaba ganar por primera vez. Ser cazador y no presa. Tener 15 años y ser por primera vez el temido. Tiene que ser una sensación total. Desde entonces, anduvieron con la MS.

Eso no significa que se juntaron en sótanos con una mafia a planificar robos de alto nivel. Significa que empezaron a andar con jóvenes de sus mismas edades que abiertamente se decían emeeses. Fumaban marihuana en parques. Juntaban 20 dólares semanales para comprar bates y cadenas. El palabrero de la Hollywood Locotes, El Demon, era un muchacho de 18 años, y ya está deportado a El Salvador.

Durante meses, y aún ahora, esos emeeses fueron los amigos del muchacho del Chaparrastique. Fumaron juntos, tomaron juntos en los parques, jugaron billar, pelearon contra “las chavalas” (dieciochos), “los sangritas” (bloods), “las cangrejas” (crips) y “las vacas locas” (vatos locos). Fueron fuertes juntos, y temidos. Y se entendían entre ellos. Y cuando iban al cine, nadie los molestaba. Ahora, quienes molestaban eran ellos.

El muchacho de los dientes dorados se alejó, no de la pandilla en primer lugar, sino de la High School. Demasiada tensión, demasiados problemas, y su madre de 55 años preocupada día con día. Empezó a trabajar en techos y empaquetado de productos, y le pareció que había posibilidades de ganar dinero, y que esa vida podía ser mejor que la vida de bates y cadenas. Siempre frecuenta a sus amigos, pero alejarse de la escuela le cambió la vida.

Jeustin, aquel muchacho que también fue defendido por los mareros contra los dieciocho de Hempstead, tuvo un destino distinto.

En la foto del 18 de enero de 2017 que apareció en varios medios, está con los brazos atrás, el gesto serio, la mirada perdida. Cada uno de sus brazos está sostenido por un oficial de la Policía, hombres grandes y blancos que sostienen a un muchacho moreno y delgado de 17 años a punto de entrar a la Corte y ser acusado de tres cargos relacionados con el asesinato de otro joven.

La Policía asegura que el 13 de diciembre de 2016, alrededor de las 11:30 de la noche, Jeustin y otro muchacho llegaron en bicicletas, rodearon a un grupo y dispararon tres veces con una pistola semi automática nueve milímetros. El otro muchacho disparó contra un grupo en la avenida Fenimore de Uniondale. Jeustin, aseguran, gritaba: ¡La Mara, La Mara! Una de las balas alcanzó la cabeza de Alexon Moya, otro muchacho de 16 años. Murió, tres días después, en un hospital.

Un muchacho víctima de las pandillas que se hace de una pandilla para protegerse de otras pandillas y que luego perseguirá a otros muchachos que serán sus víctimas y buscarán a otra pandilla para protegerse de esa pandilla.

Podría ser Los Ángeles en 1980, con las mismas siglas, MS, pero ahora le toca a Long Island, tres décadas de incomprensión después.

Dice el muchacho de los dientes dorados que la semana pasada, junto a su madre de 55 años, su sobrina de nueve y su novia, fueron a unas ruedas [norias] en el pueblo de Levitown. Compraron pases especiales de 50 dólares, que les daba derecho a todas las ruedas. Querían subirse a cada una, y él lo había pagado con lo ganado tras una ardua semana de arreglar techos. Se subieron a tres. La tercera era una chicago común. Dejaron las ruedas más extravagantes para el final. Irían poco a poco.

Desde las alturas de la chicago, el muchacho de los dientes dorados vio abajo cómo se reunían uno, dos, tres, cuatro, cinco muchachos… latinos como él. Con su mirada, lo seguían. Lo veían dar la vuelta entera. Las vueltas terminaron. Cuando bajó, eran ocho. “No andaba nada. Me zampé las llaves del carro entre los puños. Lo que toque, dije. Eran las vacas locas, los Vatos Locos que les dicen, de Hempstead. Chapines y hondureños eran esos pendejos”, recuerda el muchacho de los dientes dorados.

Su mamá preguntó: “¿Verdad que vas a tener problemas?”. Los vatos locos, rifaban su barrio con las manos. “Mejor vámonos a comer a otro lado, mamá”, dijo el muchacho de los dientes dorados. Los pases de lujo quedaron desperdiciados. Al muchacho del Chaparrastique le ha quedado un odio adentro. Le arruinaron un domingo perfecto.

Dice que ya no quiere saber nada de pandillas, pero que si lo siguen buscando, como aquella tarde en el parque de diversiones, ya sabe a quién va a llamar. “Ya sé quiénes van a poner el pecho por mí”, dice.

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Nota: Este contenido ha sido realizado con el apoyo de la beca DevReporter organizada por LaFede.cat en colaboración con la ONG Asamblea de Cooperación por la Paz.

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