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La escuela que creció en un huerto de mandioca

La escuela ofrece formación en todos los niveles y tiene una capacidad total de más de 1.500 alumnos / Fotografía: Lorraine Willson

Maribel Hernández

“Tienes un gran sueño pero tus manos están vacías”, le dijo en 1992 su padre. Beatrice Ayuru tenía entonces 19 años, acababa de dar a luz a su segundo hijo y estaba a punto de marcharse a Kampala, la capital de Uganda, para estudiar Educación en la universidad. “Bien —le respondió—, pero prométeme que me darás ese terreno cuando regrese”, le dijo señalando las tierras en las que desde hacía un tiempo había decidido construir, algún día, una escuela diferente. “Me dije a mí misma que tenía que hacer algo, volver y cambiar la vida de las niñas y jóvenes como yo para que no tuvieran que pasar por lo mismo. Muchas chicas se quedan embarazadas y acaban pensando que son inútiles, que es el final de su futuro”, cuenta a eldiario.es al otro lado del teléfono.

Beatrice nació en Lira, en el norte de Uganda, en el seno de una familia polígama de 19 miembros. “Mi padre decía que mi madre solo producía chicas y de acuerdo con las normas de nuestro clan puedes casarte con otra mujer para tener hijos varones”. Creció en una época convulsa para el país. Sus estudios secundarios coincidieron con el golpe de estado de Tito Okello y la posterior llegada al poder de Yoweri Museveni en 1986, un tiempo que le trae malos recuerdos: “La vida era muy dura, hubo muchas muertes, pero mi padre era fuerte y consiguió sacarnos adelante”.

Sus dos primeros embarazos, con 17 y 19 años, le habían dejado muy claras dos cosas: el rechazo sin paliativos por parte de la familia de su novio, que nunca llegó a aceptarla —“ellos eran ricos y pensaban que yo solo quería su dinero”— y el apoyo incondicional de su padre. “Cualquier cosa que necesites, ahí estaré”. Y una tercera lección: “Me di cuenta de que solo la educación me convertiría en una persona libre”. 

Por eso, cuando tras graduarse en 1995 —después de tres años difíciles en los que además de estudiar tuvo que hacerse cargo de dos niños, trabajar en el mercado vendiendo naranjas y jengibre o como empleada doméstica—, decidió regresar a Lira en vez de quedarse en la capital, donde podía ganar más dinero, su padre cumplió su promesa y le entregó las tierras. Además, el título de maestra llegó con un nuevo hijo, el tercero. “Estudiar y tener hijos, con cada certificado un niño, me las arreglé para hacerlo todo al mismo tiempo”, ríe.

Emprender para construir una escuela

“La educación que yo había recibido me aburría, los profesores no estaban muy comprometidos, los buenos se habían marchado. Yo quería construir una escuela que pudiera empoderar a la gente para hacerles saber que se puede luchar contra la pobreza, y sentía que podía hacerlo, esa era mi ambición”, recuerda. Pero entonces solo tenía unas cuantas hectáreas de terreno.

“Comencé a trabajar en una escuela a cinco kilómetros de mi casa, los estudiantes me adoraban y fui reconocida como una de las mejores maestras, pero nunca me olvidé de mi proyecto”. Así, en 1997, decidió empezar a cultivar mandioca en esas tierras. “Todos lo fines de semana y algunas tardes, después de clase, trabajaba en el huerto. Tenía que taparme los oídos para no escuchar las risas de la gente, aquí se piensa que alguien con estudios universitarios no debe hacer esas cosas, pero yo sabía lo que estaba buscando”.

Ocho meses después, cuenta, vendió la mandioca a muy buen precio y reinvirtió las ganancias en comprar 25 carretillas que alquilaba a la gente en la estación de autobuses para transportar los equipajes. Con esos ahorros montó también una cantina. “Un día me llamó la directora del colegio, pensaba que trabajaba tanto porque no tenía dinero para comer y me daba vergüenza pedirlo así que hizo que me dieran comida. Al día siguiente yo seguí con mis cosas. '¿Qué pasa con esta mujer?', se preguntaba. Pero yo sabía lo que quería, quería tener mi escuela”.

“Se ha vuelto loca, va a traer la vergüenza a la familia”

En 1998 había ahorrado una cantidad suficiente para empezar la construcción. “Al principio hacía yo misma los ladrillos, mi padre me enseñó y empezamos a fabricarlos con la ayuda de algunos hombres. Estaba llena de energía, empecé a plantar flores… ¡Era realmente emocionante!”.

Y duro. “La gente se reía de mí, mi padre me decía que no hiciera caso, que nadie diría nada positivo hasta que no lo hubiera conseguido. Incluso mi hermana le reprochaba a mi padre que consintiera algo así. 'Se ha vuelto loca, va a traer la vergüenza a la familia, deberías llevarla al psiquiatra porque no está bien', decía”.

Un año después su novio se trasladó definitivamente al pueblo, se unió al trabajo y tuvieron al cuarto de sus seis hijos. La escuela, Lira Integrated School, abrió finalmente sus puertas en el año 2000, con los muros y el tejado construidos y el suelo a medio terminar. “Abrí tres niveles al mismo tiempo, Infantil, Primaria y Secundaria. Sí, estaba un poco loca”.

Ese primer año tuvo algo más de doscientos estudiantes, niñas y niños. Mantenía sus otros negocios y su empleo como maestra en el otro centro con lo que podía costear los gastos. Poco a poco, la escuela fue creciendo hasta tener una capacidad total de 300 niños en Infantil, 700 en Primaria, entre 600 y 800 en Secundaria y 300 en lo que llama “Educación Vocacional”, programas de formación en trabajos como costura, mecánica o agricultura. Su centro cuenta con instalaciones deportivas, una piscina, laboratorio, sala de informática, una plantación de plátanos o incluso una pequeña pisicifactoría que sirven también para generar ingresos.

“Siempre he tenido claro que educar no es solo enseñar a los niños a aprobar los exámenes. Eso no sirve de nada si al final del día no pueden aplicar lo que aprenden. Yo creo en una escuela práctica, que enseñe habilidades, una educación orientada al desarrollo, que sirva para responder a las necesidades del país”, afirma, y añade con orgullo que un buen número de los estudiantes que han pasado por Lira están ahora autoempleados: “Han creado sus propios negocios”.

Volver a empezar tras la guerra

En torno al año 2005, la inestabilidad en el norte de Uganda y el recrudecimiento de las acciones de Ejército de Resistencia del Señor (LRA), conocido por haber empleado a miles de niños en sus filas, provocaron una caída en el número de matriculaciones. “Durante la guerra teníamos que correr con los niños para esconderlos”, rememora. 

Tampoco han sido fáciles los últimos años. En paralelo a los reconocimientos su matrimonio hacía aguas. Beatrice Ayuru recibió en Ginebra, en 2010, el premio Women in Bussiness de UNCTAD (la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo). Un año más tarde, el gobierno de EE.UU le concedería el Woman of Courage in Education y en 2012, la escuela fue reconocida por Afroeducare como una de las mejores de su distrito. “Mi marido se sentía celoso, decía que había ido demasiado lejos, se fue, me dejó con los niños y en un momento difícil porque había que hacer frente a los créditos con el banco”.

A Beatrice le cambia la voz cuando se refiere al último año. “Él no quiere que me vaya bien. Este año trató de convencer a la gente de que habíamos cerrado para que llevaran a los niños a otras escuelas y cuando abrí tuvimos la mitad de matriculados, no hemos podido dar clases de Secundaria”, afirma.

Pese a todo, ella sigue viendo su sueño cumplido y espera poder ampliarlo y contar algún día con una universidad en esas mismas tierras donde un día empezó plantando mandioca. “Cuando mi marido se fue y tuve que sacarlo adelante todo yo sola la gente se preguntaba cómo era posible. ¿Qué pasa con esta mujer que cuando todo se colapsa se vuelve más fuerte? Los desafíos me hacen fuerte, quiero que la gente lo sepa, que somos más fuertes que nunca”.

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