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Ser optimista o pesimista, ¿depende de los genes?

Personas riendo

Cristian Vázquez

30 de junio de 2022 23:59 h

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El optimismo es “un excelente protector de nuestra salud y satisfacción con la vida”. Así lo señaló el psiquiatra Luis Rojas-Marcos, de origen sevillano pero que vive desde hace más de cinco décadas en Estados Unidos y que ha dedicado buena parte de su carrera a estudiar los efectos y la importancia del pensamiento positivo.

La también psiquiatra Susan Vaughan ha apuntado que el optimismo tiene el carácter de una profecía autocumplida: “Las personas optimistas se imaginan que alcanzarán lo que desean, perseveran, y los demás responden bien a su entusiasmo. Esta actitud les da ventaja en el campo de la salud, del amor, del trabajo y del juego, lo que a su vez revalida su predicción optimista”.

En cambio, la gente pesimista se desanima y baja los brazos más rápidamente: le cuesta mucho más superar las adversidades y reponerse ante los golpes de la vida. Por eso, para estas personas, a menudo el futuro se opaca por la falta de esperanza.

El psicólogo estadounidense Martin Seligman -uno de los principales impulsores de la llamada psicología positiva- definió lo que para él es la diferencia más importante entre las personas optimistas y las pesimistas: la forma de “explicar la realidad”, la vida cotidiana.

Los optimistas, según Seligman, cuando son golpeados por alguna adversidad, tienden a asumirlo como un problema transitorio. Los pesimistas, en cambio, suelen sentir que los efectos de los golpes son permanentes. Los primeros limitan o compartimentan las consecuencias de los fracasos; los segundos sienten afectada la totalidad de su persona.

Esto también influye sobre el modo de seguir adelante. El optimismo ayuda a ver solución para los errores y aceptarlos como parte del aprendizaje. A las personas pesimistas, la culpa a menudo los abruma y les impide ver la salida.

El rol de la genética sobre el optimismo

Surge entonces una pregunta importante: ¿optimista se nace? ¿O todo depende del aprendizaje? Los expertos señalan que ambas variables ejercen su influencia. Numerosos estudios en los últimos años indican que el papel que desempeñan los genes en esta cuestión es fundamental.

En el discurso de agradecimiento por el doctorado honoris causa que le otorgó la Universidad de Burgos, en 2015, Rojas-Marcos expresó que “el pensamiento positivo está programado en nuestro equipaje genético y forma parte del instinto humano de conservación”.

“El poder de los genes sobre nuestra personalidad se muestra con claridad en los mellizos”, ha señalado el especialista. Los gemelos monocigóticos, que poseen exactamente los mismos genes porque surgen de la misma célula original, “se parecen estadísticamente en su disposición optimista o pesimista”.

¿De qué manera influyen los genes sobre -en palabras de Rojas-Marcos- “la tendencia a enfocar las cosas y los avatares de la vida a través de una lente que acentúa los aspectos favorables”? Algunos de los principales hallazgos de los últimos años se detallan a continuación.

Genes, optimismo y bienestar

Un estudio sugirió que una de las claves radica en un gen llamado 5-HTTLPR, más conocido como “transportador de serotonina”. Se trata de un gen que desempeña un papel fundamental para la acumulación de serotonina, el neurotransmisor que regula el estado de ánimo (y se suele llamar “hormona de la felicidad”).

Durante la investigación, se les preguntó a 2.574 estadounidenses de entre 20 y 30 años de edad cómo de satisfechas estaban con sus vidas. Luego se comparó sus respuestas con la variación en la región promotora del gen en cuestión, que puede ser de dos tipos: más extensa o más corta.

El resultado fue que las personas con la “versión larga” del gen señalaron “niveles significativamente más altos de satisfacción con la vida” en comparación con las respuestas del otro grupo (no obstante, trabajos posteriores del mismo equipo subrayaron que hacían falta más investigaciones para confirmar estos datos).

Otro gen que estaría implicado en esta cuestión es el llamado SNP rs53576, más conocido como “receptor de oxitocina” (OXTR, por sus siglas en inglés). La oxitocina es la llamada “hormona del amor”, que el cuerpo genera en situaciones como las relaciones sexuales, las caricias o las muestras de cariño entre padres o madres e hijos.

En un análisis basado en datos de 326 personas, científicos de Estados Unidos hallaron un vínculo entre una variante del OXTR -conocida como alelo A- y unos niveles más bajos de optimismo, autoestima y confianza en sí mismo. En consecuencia, tal variante genética se asoció también con una “sintomatología depresiva”.

Una tercera variante destacable es la que afecta al gen ADRA2b, el cual influye en la actividad de la noradrenalina, una sustancia que el organismo libera como respuesta al estrés. Sus efectos fueron evaluados por científicos de varias universidades canadienses. 

Las personas con esta variante -de acuerdo con las conclusiones de la investigación- tienden a ser más susceptibles a los recuerdos intrusivos después de un trauma y una “reserva emocional más pronunciada para los elementos negativos”. Es decir, una tendencia a que su visión de las cosas sea más pesimista.

Por lo demás, una revisión de estudios que trabajó con datos de casi 300.000 personas -y de la que participaron casi 200 científicos- detectó la existencia de tres variantes genéticas asociadas con el bienestar subjetivo.

Según investigadores noruegos, por su parte, hasta el 40% de la variación en la “felicidad general” (es decir, el bienestar subjetivo y la satisfacción con la vida) se explica a partir de las influencias genéticas.

Lo que no depende de los genes

Por supuesto, como se ha señalado, la genética es solo una parte de la ecuación. Explica una cierta tendencia o predisposición para ver de una determinada forma el mundo y sus circunstancias. Pero no es todo. El aprendizaje y las propias actividades tienen gran influencia sobre lo demás.

Según Luis Rojas-Marcos, “el equipaje genético desempeña un papel más determinante en el pesimismo de la persona que en el optimismo. De esto se deduce que el entorno en que crecemos, las experiencias que vivimos y nuestro aprendizaje tienen un mayor impacto sobre nuestro nivel de optimismo que de pesimismo”.

Es por ello que “resulta más eficaz invertir en estrategias dirigidas a aumentar nuestra visión positiva de las cosas que en medidas destinadas a cambiar nuestras creencias pesimistas”, de acuerdo con el testimonio del especialista.

¿Qué estrategias pueden servir para aumentar esa visión positiva? Algunas son simples y nada sorprendentes: evitar la ansiedad y el excesivo estrés, descansar y dormir bien, respetar una alimentación saludable, hacer actividad física. Más allá de las tendencias genéticas, estos factores ayudan a tener hacia el mundo una mirada más optimista.

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