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Espacio para la reflexión y el análisis a cargo de parlamentarios europeos españoles.

El Parlamento Europeo empieza a poner coto a la economía de plataformas

Un rider de Uber Eats circula por Madrid.

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El filósofo Zygmunt Bauman acuñó el término “modernidad líquida” para referirse a este momento de la historia en el que “realidades sólidas” como la comunidad, el trabajo, las relaciones, el espacio y el tiempo se han diluido. La liquidez sin contornos nos deja sin anclajes, fragmentados y con serias dificultades para articular respuestas colectivas a la pérdida de suelo democrático, a la crisis climática y a los cambios en el mundo del trabajo.

Flexibilidad, transformación, fluidez, adaptación. El lenguaje de Silicon Valley impregna todos los ámbitos de la vida: el laboral, el afectivo e incluso el de la salud mental, y su modelo se extiende a toda la economía. “La uberización no afecta solo a algunos sectores: es un modelo que presiona los derechos a la baja para todo el mundo. Antes se luchaba por la jornada de ocho horas, por el derecho a huelga, por los salarios, por la protección social... Ahora tenemos que luchar para que se nos reconozca como trabajadores”.

Lo explicaba un miembro de 'Correos en Lucha' días antes de que el Parlamento Europeo aprobase una resolución que exige eso mismo: la “presunción de relación laboral” entre los trabajadores de plataformas y las empresas a través de las cuales prestan servicios, para acabar con la figura del falso autónomo. Esta presunción será “refutable” y la carga de la prueba recaerá en la empresa: es decir, será la compañía la que tenga que demostrar que no existe una relación laboral. Hasta ahora eran los empleados quienes tenían que acudir a la justicia para lograr su reconocimiento.

En septiembre de 2020, el Tribunal Supremo dictaminó que los repartidores de Glovo eran trabajadores de la empresa, puesto que la plataforma no era una “mera intermediaria”, sino que fijaba el precio y “las condiciones esenciales del servicio”. La 'Ley Rider' española que entró en vigor en agosto es la primera norma de un país europeo que contempla la presunción de laboralidad. La senda abierta por el Ministerio de Trabajo servirá como referencia para la propuesta de regulación que la Comisión Europea deberá presentar a finales de año, enmarcada en el Pilar Europeo de Derechos Sociales.

La resolución aprobada por el Parlamento es clara: los trabajadores de plataformas deben tener los mismos derechos laborales y la misma protección social que el resto. Además, rechaza la creación de un “tercer estatuto” entre el trabajo por cuenta propia y el trabajo por cuenta ajena. Esta figura “intermedia” ha sido la apuesta de Emmanuel Macron, quien, a diferencia de Yolanda Díaz en España, ha actuado como 'relaciones públicas' de Uber y Deliveroo en Francia. Para el presidente, la iniciativa lanzada por la Comisión es una oportunidad para incluir los intereses de las plataformas en la propuesta legislativa de los próximos meses, en lugar de obligar a las compañías a respetar la actual normativa laboral. Así, mientras en toda Europa los jueces reconocen la utilización sistemática y fraudulenta de falsos autónomos por parte de las plataformas (hay sentencias similares en Italia, Reino Unido, Holanda...), Macron y las compañías de trabajo digital pretenden legalizar dicha práctica con una figura a medida. Un 'salvoconducto' que permitiría a las plataformas establecer un vínculo de subordinación sin asumir sus obligaciones como empleadores. Afortunadamente, el Parlamento ha descartado esta opción y ha adoptado una postura garantista.

El texto logró un amplio apoyo en la Eurocámara, con el voto en contra de la extrema derecha. Hubo, eso sí, importantes debates sobre el uso del lenguaje, que describe realidades y también las fabrica. “El trabajo en plataformas puede crear empleo, aumentar las posibilidades de elección, ofrecer ingresos adicionales y reducir los obstáculos para acceder al mercado laboral”, dice uno de los considerandos que los liberales incluyeron en el texto. Donde ellos ven las “oportunidades” de las “formas modernas de empleo”, nosotras vemos la peligrosa actualización de viejas formas de explotación y desprotección laboral. Donde ellos ven “ingresos adicionales”, nosotras vemos salarios insuficientes. Donde ellos ven “menos obstáculos”, nosotras vemos precariedad y empleo de baja calidad. Además, ¿se puede llamar “posibilidad de elección” a decidir en qué franja horaria quieres ponerte al servicio del algoritmo? El Tribunal Supremo ya nos ha dicho que no.

El Parlamento exige también que se garantice “una gestión de algoritmos transparente, ética y no discriminatoria”, porque su uso “puede dar lugar a desequilibrios de poder y a opacidad en relación con la toma de decisiones, así como al control y la vigilancia basados en la tecnología, lo que podría exacerbar las prácticas discriminatorias y conllevar riesgos para la privacidad, la salud y la seguridad de los trabajadores y la dignidad humana”. Y alerta, además, sobre el sesgo de género, origen u orientación sexual de los datos recopilados por las plataformas a partir de las calificaciones de los usuarios, algo que incide en el reparto de tareas y en la fijación de los precios.

La aplicación de la Inteligencia Artificial (AI) a la organización y asignación del trabajo entraña varios riesgos: los laborales (la falta de transparencia sobre su funcionamiento impide que los trabajadores puedan impugnar las 'decisiones' del algoritmo o afrontar con información suficiente la negociación colectiva, ya de por sí debilitada con la atomización de la fuerza de trabajo); los éticos (mediante la posible reproducción de prejuicios en la recogida de datos y en el reparto de tareas); y los relacionados con la privacidad (debido a su potencial de vigilancia, tanto de los trabajadores como de los usuarios de sus servicios). En este aspecto, habría que empezar regulando la AI de forma igual de garantista que la normativa europea de protección de datos.

Por último, conviene recordar el impacto que este modelo de negocio tiene sobre los sistemas públicos de protección. La uberización debilita los cimientos mismos del Estado de Bienestar, entre otras cosas, porque gravar de forma justa la economía digital sigue siendo un reto pendiente en todo el mundo. Por un lado, compañías como Uber eluden impuestos fijando sus sedes en países con baja tributación (el dumping fiscal de Holanda al resto de la UE es palmario), y por otro, como el empleo que ofrece es muy precario y las cotizaciones que se pagan son muy bajas, su aportación a las arcas públicas es paupérrima. La economía de plataforma hurta ingresos al Estado, que dispone de menos recursos para invertir en servicios públicos y políticas sociales.

Frente a esta situación, la construcción de alianzas entre trabajadores es imprescindible, puesto que la pérdida de seguridad material y la 'liquidez' del empleo se produce en un contexto global en el que la capacidad de negociación colectiva y la fuerza sindical se han reducido. Solo así seremos capaces de desenmascarar y hacer frente a un modelo que se quiere construir desde el recorte de los derechos laborales más esenciales.

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