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El sepulcral y blanqueado silencio de la Iglesia Católica

Fotografía de portada del libro 'Por la religión y la patria. La iglesia y el golpe militar de julio de 1936'.

Chema Álvarez

Como una rendida ofrenda a la madre de la deidad o un entusiasmado holocausto bajo la canícula del tórrido verano del 36, el 29 de agosto de ese año en Montijo (Badajoz), de madrugada, mientras el pueblo entero mantenía el alma en vilo, 14 personas de significada ideología izquierdista fueron sacadas del calabozo del Ayuntamiento y de la improvisada cárcel de la Casa del Navegante, subidas atadas de dos en dos a un camión y llevadas al cementerio cercano, junto a cuyas tapias fueron fusiladas, asesinato que dio inicio a la dura represión fascista en este pueblo de las Vegas Bajas y que se llevaría por delante en apenas dos años a más de cien vecinos, cuyos cuerpos, en su mayoría, hoy día siguen desaparecidos.

La fecha no fue elegida al azar. El día anterior se había traído desde su ermita al icono de la virgen patrona del pueblo, la Virgen de Barbaño, que procesionó por las calles de Montijo escoltada por guardias civiles y falangistas. Después de ser tomado el municipio el 13 de agosto por la temida columna de la muerte, no había muerto nadie aún, pero ese día, tras la procesión, se sacó a la plaza del pueblo a quienes estaban encarcelados y habrían de morir en pocas horas -entre ellos el alcalde electo, Miguel Merino, albañil de profesión-, obligándoseles a abjurar públicamente, ante sus vecinos, de sus pecados. Sus pecados eran los de haberse mantenido fieles a la legalidad democrática y republicana y haber evitado la muerte de ningún vecino de derechas en el intervalo que va desde la rebelión militar a la toma del pueblo por las tropas fascistas.

Es de suponer que el planeado auto de fe que se hizo en la plaza de Montijo en la mañana del 28 de agosto, a los pies de la imagen religiosa y frente a un altar situado a las puertas del ayuntamiento, fue oficiado por el sacerdote Juan Pérez Amaya, párroco del pueblo desde principios de siglo. Según se narra en el libro Miguel Merino Rodríguez, Dirigente obrero y alcalde de Montijo, del historiador local Juan Carlos Molano (Diputación de Badajoz, 2002),  uno de los presos izquierdistas llevado en una de las sacas a las tapias del cementerio, Juan Pérez Serrano, no murió tras el fusilamiento, si bien quedó muy grave. Dado que los dejaban allí hasta que llegaba el enterrador -quien los cargaba en una carretilla y los echaba a una fosa común, sin inscribir sus nombres en los registros del cementerio-, Juan Pérez Serrano pudo huir y llegar hasta la huerta de su familia, donde su hermana y su madre trataron de curarle. Sin embargo, como la hemorragia de Juan no paraba, la madre fue a hablar con el cura del pueblo, el sacerdote Juan Pérez Amaya, con el fin de conseguir la ayuda de un médico. Don Juan le dijo que lo haría (cito textualmente del libro de Juan Carlos Molano) “porque ya había pasado por las armas”, pero al poco llegaron los falangistas, se lo llevaron y volvieron a fusilarlo. A pocos años el cura fue nombrado arcipreste por el obispado de Badajoz.

Desde entonces Montijo ha celebrado, año tras año, la traída del icono religioso entre cantos marianos y rezos de alabanza, sin que nadie desde el púlpito haya pedido perdón aún o reconocido mínimamente la entusiasmada participación de la parroquia en aquellos luctuosos hechos. Semejante indiferencia es reflejo, a escala, del silencio guardado por la Iglesia española en cuanto a su decidida participación en el golpe fascista del 36, la guerra civil que le siguió y el mantenimiento de una dictadura que entraba en los templos bajo palio, privilegio únicamente reservado a los santos. Libros como el de Julián Casanova, La Iglesia de Franco, o el de Francisco Espinosa Maestre y José Mª García Márquez, Por la religión y la patria, la Iglesia y el golpe militar de julio de 1936, que tantos hechos desvela similares al narrado aquí, revelan esa decidida y entusiasmada participación.

En su libro La Iglesia Católica y el holocausto, una deuda pendiente, el historiador Daniel Jonah Goldhagen recrimina a la Iglesia Católica –y al Vaticano como cabeza de la misma- su afán autoexculpatorio en relación con los genocidios en los que ha participado, excusando esa culpa con el argumento de que los actos de barbarie fueron cometidos por individuos que se autoproclamaban como religiosos o acogidos a la fe, ajenos –digámoslo así - a la política de empresa de la Iglesia de Roma. Al mismo tiempo Goldhagen llama la atención sobre la facultad de la que se arroga una determinada institución -como es la Iglesia- para establecer los valores y la moral que deben primar en una sociedad, en la convicción de que el debate sobre la legitimidad de tales valores y moral jamás podrá darse entre la grey, bien por su ignorancia, por su falta de atrevimiento o, simplemente, por miedo.

Hasta la fecha, según el libro de Goldhagen, el único genocidio en el que la Iglesia Católica  parece haber reconocido su implicación es el ocurrido en Ruanda en 1994, cuando en menos de tres meses el Gobierno, su milicia y los hutus ordinarios acabaron a machetazo limpio con más de 800.000 tutsis, con la  nutrida participación de sacerdotes y monjas hutus que tomaron parte activa en la matanza, apoyados por otros funcionarios eclesiásticos. Salvo este reconocimiento, hecho patente mediante una carta enviada por Juan Pablo II en 1996 a los ruandeses y revalidado hace poco por el Papa de ahora, el único reconocimiento de culpa frente a la barbarie se ha dado de la mano de colectivos determinados, tales como los obispos franceses ante la cooperación de la Iglesia gala en la deportación de judíos durante la ocupación alemana o la de los obispos vascos por el silencio guardado tras la ejecución de 14 sacerdotes del País Vasco por las tropas franquistas.

La Iglesia Católica convierte cualquier cuestionamiento de su conducta en un ataque anticlerical, revestido de anticatolicismo. De ese modo protege un imperio cuya fundamentación filosófica hace aguas con el correr de los tiempos y que radica en el principio común de todas las religiones: la fe es incuestionable. Poca diferencia hay entre el cruzado de la causa, hijo de Cristo Rey, que ayer mataba rojos con la bendición sacerdotal al paso alegre de la paz, con el muyahidín de hoy  que cree que encontrará el paraíso tras inmolarse mientras se lleva por delante a unos cuantos infieles que pasean por Las Ramblas de Barcelona. Ya lo ha dicho y repetido hasta la saciedad el biólogo evolutivo Richard Dawkins: las religiones son la peor arma de destrucción masiva. A los hechos me remito.

Iglesia y poder siempre han ido de la mano, al menos desde que Constantino legalizó la empresa y convirtió al mártir cristiano en soldado de Cristo. Las recientes medallas de Extremadura otorgadas a instituciones o personas de marcada significación católica, tales como el Colegio San José de los jesuitas en Villafranca de los Barros, ejemplifican hasta qué punto sigue primando el principio de cuius regio eius religio (sobre este asunto de las medallas, léase el esclarecedor artículo de Manuel Cañada Porras, Colegio San José, una Medalla al privilegio, publicado en Rebelión), patente además en las celebraciones litúrgicas de duelo ante los atentados de Barcelona, con asistencia de los representantes de un Estado cuya constitución define como  aconfesional.

En Montijo también se da la paradoja: el icono de la Virgen de Barbaño, bajo cuyo manto y bendición se inició el 28 de agosto de 1936 el reguero de asesinatos de personas honradas del pueblo, es recibido, como todas las efemérides, por el alcalde y autoridades del municipio, hoy día de la misma significación política de izquierdas que los asesinados hace 81 años, poco después de la misa. Los huesos de Miguel Merino, alcalde republicano aún desaparecido, deben de estar que tiemblan en su tumba. Lo dicho: un sindiós.

 

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