“Poner negritas era casi un reto”: así llegó la informática a los colegios españoles
A principios de los 90, todo lo que veía el usuario sentado ante un ordenador era una pantalla negra sembrada de letras blanquecinas. Al sistema operativo MS-DOS de Microsoft había que decírselo todo por escrito; incluso a las primeras versiones de Windows (al fin una interfaz gráfica) había que invocarlas mediante comandos.
Los alumnos de centenares de institutos y colegios españoles aprendían entonces aquel libro de instrucciones de la prehistoria informática. Pero los primeros equipos ya habían aterrizado en los centros entre principios y mediados de los años 80, cuando un puñado de profesores comenzó a interesarse por aquellos novedosos aparatos y su aplicación en el ámbito educativo. Estos entusiastas, pioneros en un campo todavía árido, tuvieron que asimilar los lenguajes de programación de la época, como el BASIC, para manejar unas máquinas que poco o nada tenían que ver con las actuales. En otras palabras: había que echarle ganas y tiempo.
“No existían ordenadores personales, los de entonces eran muy simples, algunos no tenían ni disco duro”, explica a HojaDeRouter.com el gallego Manuel Area, catedrático del Departamento de Didáctica e Investigación Educativa de la Universidad de La Laguna. “Incluso los programas funcionaban con instrucciones porque no había ratón”, añade Julio Carabañas, sociólogo y catedrático de la Universidad Complutense de Madrid (UCM).
Debido a las características de las máquinas y a la inexperiencia dominante, los profesores debían destinar grandes esfuerzos a entender su funcionamiento y particular idioma, para luego buscar la manera de introducirlos en el ámbito escolar. Gracias al arrojo de los docentes más aplicados, “se crearon en algunos institutos materias optativas que solían denominarse informática educativa o programación informática”, indica el gallego. Se trataba, sin embargo, de cursos más bien voluntarios y escasamente extendidos.
El impulso definitivo vino de manos del proyecto Atenea, una iniciativa que puso en marcha el Ministerio de Educación y Ciencia (MEC) del primer Gobierno socialista en 1985. Su objetivo: llevar la tecnología a las aulas y los planes de estudio. Era un programa totalmente experimental, porque “ni los profesores ni nadie estaba preparado”, admite Carabañas, asesor del MEC en 1983 y director del Centro Nacional de Investigación y Documentación Educativa (CIDE) entre ese año y 1986. “Sabíamos que no había que perder el tren de las nuevas tecnologías, pero nadie sabía exactamente qué había en el tren ni cómo funcionaba”, asegura el experto.
La Administración no repartía ordenadores al azar entre los centros, pues eran demasiado caros. Institutos y colegios debían presentar a concurso su plan para llevar la informática a las aulas, donde explicaban cómo emplearían los aparatos en caso de recibirlos, y solo algunos obtenían el visto bueno. El objetivo era “que ensayasen y vieran qué se podía hacer con ellos”, detalla Carabañas.
Tras seleccionar las propuestas (en 1989 existían 697 centros adscritos), se entregaban cinco ordenadores y una impresora a sus responsables el primer año, y otros cinco el siguiente. Así, se repartieron alrededor de 4.500 ordenadores desde el inicio del proyecto hasta 1992, incluyendo modelos como el primigenio Olivetti M19. También se concedía importancia al ‘software’, pues había muy pocos programas que los docentes pudieran utilizar. Algunos eran desarrollados por los propios educadores, empresas o en el ministerio, donde se traducían productos de otros países.
La formación del profesorado constituía el tercer pilar del proyecto. “Se formaba en Madrid a un monitor de cada provincia en aspectos tecnológicos y didácticos”, describe Manuel Santiago Fernández, asesor del Programa de Nuevas Tecnologías del MEC por aquel entonces y actual director del Departamento de Didáctica y Teoría de la Educación en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM). Después, estos responsables tenían que formar a los docentes de su territorio de origen.
Desde el ministerio decidían asimismo los parámetros técnicos que se debían implantar. Luis Felipe Paradela, entonces director del Centro de Cálculo del ministerio, planeó muchas de estas especificaciones. “En una reunión nos dijo que había que adoptar el estándar MS-DOS de Microsoft”MS-DOS, recuerda Carabañas. “Tiempo después le preguntamos cómo sabía que aquel sistema se iba a imponer en el mundo, porque en realidad este tipo de decisiones eran aventuradas e inciertas”.
Mientras Atenea funcionaba en la mayor parte del territorio nacional, las comunidades que ya habían adquirido competencias en Educación implantaron sus propios programas con el mismo objetivo. Andalucía lanzó el Plan Zahara, Canarias el Proyecto Ábaco, Cataluña el Programa de Informática Educativa, Galicia los proyectos Abrente y Estrella, el País Vasco el Plan Vasco de Informática Educativa, y Valencia el Programa Informática a l'Ensenyament 1. “Es cierto que se diseñaban y ejecutaban de forma aislada, faltaba un poco de coordinación”, admite Area.
Atenea, a examen
En 1987, Area participó junto con otros investigadores y profesores en las primeras evaluaciones del proyecto nacional y de otra iniciativa, el proyecto Mercurio, que abogaba por la utilización de los materiales audiovisuales en las aulas y se uniría a Atenea dos años después para constituir el programa PNTIC (el Programa Nacional de Tecnologías de la Información y la Comunicación). Pese a que resultaban útiles, estos análisis periódicos se enfrentaban con la constante evolución de los ordenadores y programas, que obligaba a replantearse todo el esquema cada vez. “Cambiaban los parámetros técnicos y económicos”, explica Carabañas.
Cuando una estrategia fracasaba, los esfuerzos no se dirigían a modificarla, sino que se cambiaba totalmente de rumbo. Por ejemplo, uno de los lenguajes más utilizados fue Logo, un idioma sencillo e intuitivo desarrollado en el MIT que quedó atrás, como el resto, con el triunfo del ratón y, sobre todo, con la aparición de los iconos. “Ya no había que escribir nada, solo pinchar”, dice Carabaña. Como consecuencia, los planes anteriores, diseñados en torno a la programación, no servían.
En aquellas reuniones de evaluación, los profesores confesaban que “buscaban recursos informáticos como fuese”, recuerda Area, porque consideraban insuficientes las máquinas entregadas por la Administración. “Al principio podía haber entre una y cinco por centro, ubicadas en un aula de informática”, describe el gallego. Como costaba mucho dinero comprar un ordenador, recurrían a estrategias alternativas: reciclaban aquellos jubilados por los bancos y pedían a las asociaciones de padres y madres de alumnos que compraran algún equipo.
Aunque el foco de atención se puso inicialmente en los cursos de secundaria, enseguida se incorporaron los últimos niveles de primaria. Los estudiantes aprendían esencialmente programación y ofimática; creaban bases de datos y usaban procesadores de textos. “Cosas que ahora nos parecen muy básicas, como poner negritas, era entonces casi un reto”, asegura Area. Había avances, pero los más críticos señalaban que los ordenadores continuaban siendo una pieza aislada dentro del puzle educativo porque “se empleaban muy poco para enseñar los contenidos del resto de asignaturas”, dice Area.
Si bien el precio de las máquinas suponía una limitación a la hora de comprar y distribuir los recursos, el propio profesorado sumaba algunos obstáculos al desarrollo del proyecto, pues no todos tenían el mismo interés ni capacidades para manejar las nuevas tecnologías, ajenas todavía a hogares y colegios.
Además, como advierte Area, “una cosa es aprender a utilizar las máquinas y otra aprender a enseñar con ordenadores”. Una vez habían recibido la formación, los docentes tenían que continuar con la labor y esto ocurría solo “con una minoría”, lamenta el gallego. “Nunca se consiguió que todos los profesores estuvieran implicados. A muchos no les interesaba o eran reacios a utilizar las máquinas”, recuerda por su parte Fernández.
Los años 90: un muro de realidad
“Los resultados no se correspondieron con el entusiasmo inicial”, advierte Carabañas. Según el catedrático de la UCM, la informática se extendió entre los centros educativos como consecuencia del abaratamiento de los equipos más que por el efecto del proyecto Atenea. Las grandes esperanzas puestas en la informática educativa durante los años 80 –“se pensaba, ingenuamente, que los ordenadores iban a tener efectos casi mágicos en la enseñanza”, dice Area− fueron atenuándose en la siguiente década.
Los impulsores del programa nacional, así como de las iniciativas autonómicas, se dieron cuenta de que ni las máquinas ni el ‘software’ servían de mucho por sí solos. “En los 90 se produjo un estancamiento de aquellos proyectos”, indica el gallego. Los ordenadores comenzaron a verse como algo cotidiano, tanto en los hogares como en el ámbito escolar. Además, durante esta década, el ministerio traspasó definitivamente las competencias en Educación a las comunidades autónomas.
En este periodo, no obstante, se impulsó la informática en lo que respecta a la gerencia de colegios e institutos. “Las máquinas se incorporaron a la gestión organizativa de los centros, se informatizó la administración: el control de notas, expedientes, etc.”, detalla Area. Lo mismo ocurría en la universidad y en otros campos como el médico: todos evolucionaban para “convertir los ordenadores en herramientas de oficina”, indica el catedrático residente en Tenerife.
Solo a partir del año 2000, con la eclosión de internet y la telefonía móvil, se ha recuperado el entusiasmo por integrar las nuevas tecnologías en la enseñanza, aunque de forma muy distinta a la de aquellos primeros años de pruebas. “Fue un experimento muy interesante y relevante, sobre todo para introducir una mentalidad innovadora en el ámbito educativo”, concluye Fernández. Unos comienzos inestables que, sin embargo, lograron sentar las bases para la explosión tecnológica que llegaría años después.
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Las imágenes de este reportaje son propiedad, por orden de aparición, de Manuel Area, Salvatore Capalbi, Microsoft y Andrew Ratto