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El comodín del tercero en la sentencia contra el fiscal general
Tras la lectura completa de la sentencia dictada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo en la causa especial seguida contra el que en ese momento era fiscal general del Estado, y sin ánimo de ser exhaustivo, por lo que excluyo el comentario sobre las cuestiones previas planteadas que serán importantes en sucesivas instancias, debo manifestar mi decepción con el relato de hechos de la mayoría, como con la valoración probatoria que conduce al pronunciamiento condenatorio anticipado por el tribunal en inusual y perturbadora práctica judicial. Resultaría agotador glosar toda la sentencia que incluye el voto discrepante de dos magistradas, partidarias de absolver al acusado, por lo que me centraré en dos cuestiones que me han llamado poderosamente la atención.
Tanto la mayoría proclive a la condena como las firmantes del voto particular efectúan sus propios relatos de hechos probados, siendo destacable la diferencia que existe en el detalle con el que se describe el momento exacto en que se atribuye a Álvaro García Ortiz la filtración del correo electrónico al periodista de la Cadena SER Miguel Ángel Campos.
En el pronunciamiento de la mayoría –folios 18 in fine y folios 19 de la sentencia–, se resume el hecho de la siguiente manera: “La información recopilada, concretamente, el correo electrónico de 2 de febrero, fue comunicado desde la Fiscalía General del Estado, con intervención directa, o a través de un tercero, pero con pleno conocimiento y aceptación por parte del Sr. García Ortiz, al periodista de la Cadena SER, D. Miguel Ángel Campos, lo que permitió que, en el programa Hora 25, se difundiera un avance informativo (23:25 horas) que afirmaba: '(...) El abogado del novio de Ayuso ofreció a la Fiscalía llegar a un pacto en el que se declara culpable para evitar el juicio”.
En el voto particular –folios 194 in fine y 195 de la sentencia–, se describe así el contacto de periodista y fiscal general del Estado: “D. Miguel Ángel Campos fue el primer periodista en difundir el contenido del correo electrónico de 2 de febrero de 2024 y lo hizo a las 23:20 horas del 13 de marzo en el programa Hora 25 de la Cadena SER, tras conseguir que su fuente le autorizara a difundirlo, después de las 23 horas, y no sin antes, sobre las 21 h, intentar hablar con D. Carlos Neira, llamada que no fue atendida. D. Miguel Ángel Campos también intentó, previamente, a las 21:38 horas, contactar telefónicamente con el Fiscal General del Estado D. Álvaro García Ortiz, pero este ni atendió ni devolvió la llamada. Durante la noche del 13 de marzo y la madrugada del 14 de marzo de 2024 el Fiscal General del Estado no tuvo ningún tipo de comunicación con el periodista D. Miguel Ángel Campos. Sí consiguió, en cambio, el Sr. Campos hablar con Dña. Mar Hedo, quien se limitó a decirle que se publicaría una nota informativa al día siguiente. Esa misma información se la facilitó Dña. Mar Hedo a otros periodistas que también llamaron en esas horas a la Fiscalía General del Estado”.
Uno y otro relato resultan de la percepción y valoración por parte de los integrantes del Tribunal de las pruebas practicadas en su presencia, resultando muy llamativo cómo el hecho que sustenta la condena es muy genérico y no entra en detalles, mientras que el que fundamenta la absolución minoritaria es muy preciso en determinar que periodista y fiscal no pudieron hablar y que la información de que se redactaría una nota informativa le fue transmitida no por Álvaro García Ortiz, sino por la persona encargada de su redacción con la colaboración reconocida del propio acusado.
Pero mucho más llamativa es la afirmación como hecho probado de que la filtración la hizo el fiscal general personalmente o a través de un tercero, cuando de la valoración probatoria que se recoge en la fundamentación jurídica ni siquiera se alude a quién pudiera ser ese tercero o tercera que actuó con indicación y control directo del acusado. Tan categórica y trascendente cuestión se deja ayuna de prueba, con lo que esa omisión cobra especial importancia para concluir que no concurrió prueba suficiente practicada en el plenario que sustente la condena del fiscal general del Estado sin infringir la doctrina que informa que la existencia de duda razonable obliga a un pronunciamiento absolutorio.
Interesante es la cumplida fundamentación que la sentencia realiza acerca del derecho al secreto profesional de los periodistas que comparecieron ante el tribunal y manifestaron su voluntad de ejercer tal derecho sin revelar sus fuentes, aunque hubo pronunciamientos explícitos que excluían al acusado de tal condición de ser la fuente primigenia del secreto o la información reservada que la sentencia dice haberse quebrantado. La cita de abundante doctrina jurisprudencial relacionada con el respeto absoluto que la resolución dice hacer del derecho argumentado no impide al redactor, y consecuentemente a quienes con él comparten la decisión mayoritaria, distinguir, en el último párrafo de la fundamentación, entre testigos de primera categoría –los fiscales que no gozan de ese derecho y que, por tanto, deben responder a cuanto se les pregunta, pensando sin duda en el testimonio de Almudena Lastra, prueba de cargo incontestable– y testigos de segunda en cuanto pueden eludir aquella parte del interrogatorio que pueda afectar al derecho al que vengo haciendo referencia.
Si mi explicación no fuera lo suficientemente clara, me permito reproducir el párrafo concreto en que la sentencia descarga de valor probatorio al testimonio de los periodistas frente a otros testimonios que sustentan el pronunciamiento condenatorio:
“Estas consideraciones enmarcan de alguna forma y condicionan la valoración de esas testificales que, por lo demás, han ayudado también al Tribunal, como se verá, a formar su convicción. Pero no es idéntica la forma de enfrentarse a un interrogatorio de alguien consciente de su derecho al secreto y su deber protegido constitucionalmente de lealtad a sus fuentes, que la de otras personas que carecen de válvulas de escape similares y que declaran conscientes de su deber de contestar a todas las preguntas que se les dirijan sin poder eludirlas, tampoco con subterfugios. Y pensamos significadamente en los miembros del Ministerio fiscal que prestaron declaración: en ellos -tanto los que proporcionaron datos que favorecían la estrategia procesal del acusado, como algunos que aportaron elementos elocuentes que han alimentado la convicción de este Tribunal- es para este Tribunal muy difícil imaginar ni siquiera una concesión a la mendacidad, o apartamiento consciente y deliberado de la realidad. Sobra apostillar que en el acusado, en todo caso, ha de prevalecer su derecho constitucional a no declararse culpable”.
En el voto particular de las magistradas discrepantes se hace también cumplida referencia a la regulación legal y jurisprudencial sobre el derecho al secreto profesional de los periodistas y sobre el valor de su testimonio y sitúa el debate en su punto justo: con el subterfugio de testigos de primera y testigos de segunda, la sentencia mayoritaria evita pronunciarse sobre si la declaración de los profesionales de la información faltó a la verdad, lo que no pasa desapercibido para Ana Ferrer y Susana Polo, cuando en las páginas 207 in fine y 208 afirman: “Por último, conviene apuntar que (...) la sentencia mayoritaria no acuerda deducir testimonio contra los citados periodistas, pese, aunque no lo diga expresamente, a no creer sus afirmaciones, pues no se tienen en cuenta como prueba de descargo”.
Para qué atribuir un presunto delito de falso testimonio a quienes ejercen un derecho teniendo la posibilidad, bien que un tanto bizarra, de distinguir entre la calidad de unos y otros testigos. En el razonamiento contenido en los folios 145 y 146 de la resolución se afirma que no se discute la credibilidad de los periodistas, pero se niega su valor de prueba de descargo, sin dar la menor explicación de por qué la sospecha de una fiscal, Almudena Lastra, tiene superior valor probatorio, cuando una y otros tuvieron que jurar o prometer decir la verdad a lo que se les preguntara y debieron ser advertidos por el presidente del Tribunal acerca de las consecuencias de faltar a la verdad en causa penal. Al igual que con los testigos de alta y baja calidad, nos hallamos ante una categoría de nueva creación entre faltar a la verdad y no dudar de la credibilidad, pero negarla de facto, dando a entender que los periodistas faltaron a la verdad, sin vincular consecuencia legal alguna a dicha conducta.
Valgan todas estas consideraciones previas para llegar a la cuestión nuclear de la prueba que sustenta el pronunciamiento condenatorio, que no es otra que una sucesión de sospechas y suposiciones, que se califican de indicios y sobre los que se construye un relato de hechos que se dicen sancionables conforme a lo dispuesto en el artículo 417.1 del Código Penal. Despreciando la prueba directa constituida por la declaración de los periodistas que, antes del día de autos, tuvieron acceso al contenido del correo de fecha 2 de febrero entre Alberto González Amador, sin atreverse a afirmar que los periodistas mienten en lo declarado, con una fórmula novedosa consistente en no dudar de la credibilidad de su testimonio, para, a continuación despreciar absolutamente su relato sin justificar esa decisión.
El Tribunal mayoritario afirma que, para poder condenar, no debe aparecer de la prueba practicada duda razonable acerca de la culpabilidad del acusado: “Esta declaración parte, como hemos dicho, del examen de su licitud, de la regularidad en su práctica, de la inmediación, contradicción efectiva, publicidad y oralidad, y del sentido razonable de cargo, afirmando una declaración fáctica que incida sobre el hecho y la participación en el mismo de la persona acusada, sin albergar duda razonable, pues la duda, en el derecho penal, favorece al reo (principio in dubio pro reo)”.
De la testifical de los periodistas –insisto: en su condición de prueba directa– se desprende no ya una duda razonable, sino la convicción de que el fiscal general del Estado no filtró, por él o por persona interpuesta no identificada y sobre la que no se hace la menor valoración probatoria, información alguna sobre la que pesara el deber de sigilo que se dice quebrantado, y su desprecio por el Tribunal resulta en la infracción del principio general de que la duda debe favorecer al reo, lo que obligaba a la absolución de Álvaro García Ortiz del delito por el que ha sido condenado.
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