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The Guardian en español

Los que escriben los discursos de Donald Trump no leen sus tuits

Donald Trump en la Cámara de Representantes durante el discurso del Estado de la Unión de este martes.

Richard Wolffe

Hace apenas un año, en su primer discurso del Estado de la Unión, Donald Trump se plantó frente a una nación exhausta para pronunciar un alentador discurso de amor más allá de los intereses partidarios. Sí, el presidente se sometía al Kremlin, el presidente ponía de rodillas al FBI y varios miles de estadounidenses acababan de morir después de su chapucero rescate en Puerto Rico. Pero nada de eso le impidió preguntarse en público cómo era posible que no fuéramos capaces de llevarnos bien. “No basta con unirse en los momentos trágicos”, se quejó. “Esta noche, llamo a todos a dejar a un lado nuestras diferencias, buscar nuestros puntos en común y lograr la unidad necesaria para cumplir con el pueblo que nos eligió para ponernos a su servicio”.

En lo que se refiere a la idea de unión, la presidencia Trump se ha desempeñado de forma absolutamente impecable. Se podría decir que es indiscutible. En los últimos 12 meses, ha unido a Washington en el horror separando a miles de niños de sus padres inmigrantes y metiendo a otros tantos en cárceles secretas. Ha dejado sin palabras a los dos partidos por igual alardeando de un cierre gubernamental iniciado con los republicanos aún a cargo. Tanto los demócratas como los republicanos se han sorprendido con su aproximación a Corea del Norte, ha despedido al respetado secretario de Defensa James Mattis y ha alabado a Vladimir Putin de una forma vergonzosa.

Trump nunca ha tenido problema en dejar a un lado sus peticiones a dejar a un lado las diferencias. Ha fracasado firmemente cuando se trataba de buscar un punto en común. Y su idea de la unidad es juntar en un campo de golf a todos los hombres blancos y viejos que sea posible. En las elecciones de mitad de mandato, el Partido Republicano experimentó su mayor caída en décadas. Ahora que los demócratas controlan la Cámara, Trump ha logrado unir al país de tal manera que ya hay una clara mayoría que ni siquiera piensa en la posibilidad de votar por su reelección en 2020.

El clima puede cambiar y la economía puede derivar hacia una recesión, pero tranquiliza saber que una cosa se mantiene año tras año: el vacuo llamado de Trump al respeto y a la convivencia. Es como si los que escriben sus discursos no leyeran sus tuits. “Juntos podemos terminar con décadas de estancamiento político”, dijo Trump en la noche del martes, durante su segundo discurso del Estado de la Unión y tras martirizar a los trabajadores federales con una parálisis autoimpuesta en nombre de su imaginario muro fronterizo. “Podemos terminar con viejas divisiones, curar heridas antiguas, construir nuevas alianzas, forjar soluciones nuevas y destrabar el extraordinario y prometedor futuro de Estados Unidos. La decisión es nuestra”.

Lamentablemente, Trump ya había tomado su propia decisión unas horas antes, cuando durante el tradicional almuerzo con presentadores de noticias llamó “desagradable hijo de perra” a Chuck Schumer, el líder demócrata en el Senado. Tal vez el intento de construir nuevas alianzas y forjar soluciones nuevas tenga, por el momento, un carácter estrictamente confidencial. O tal vez el insulto a Schummer sea una de esas heridas a sanar en algún momento indeterminado del futuro. Probablemente en el próximo discurso del Estado de la Unión.

Se podría decir que su discurso del Estado de la Unión nos dejó a todos sin respiración, si no fuera por los evidentes problemas que tuvo el propio Trump para respirar por la nariz. “Tenemos el deber moral de crear un sistema migratorio que proteja la vida y el trabajo de nuestros ciudadanos”, tuvo el descaro de decir después de perder a tantos niños en la frontera, de rechazar a tantos solicitantes de asilo y de convertir a la ley de inmigración en una herramienta de castigo. Es posible que las palabras 'deber moral' formen parte del primer párrafo de su obituario. Acompañadas, eso sí, por las palabras “fracaso” y “ausencia total”.

“Nada ilustra mejor la división entre la CLASE OBRERA de Estados Unidos y la CLASE POLÍTICA de Estados Unidos que la inmigración ilegal”, dijo con una retórica que habría hecho llorar a Demóstenes. “Los políticos y donantes adinerados hacen presión para abrir las fronteras mientras ellos viven su vida detrás de muros, puertas y guardias”. Esto cuenta como una ocurrencia posible en el planeta Trump: si un portero es lo suficientemente bueno para la Torre Trump, ¿por qué no poner porteros en toda la frontera sur? Nada más sencillo que un multimillonario populista.

Este martes Trump necesitaba urgentemente más ocurrencias, o un montón de anfetaminas trituradas. En sus propias palabras, estaba con la energía extraordinariamente baja. Casi no pasaba media línea sin detenerse, como si le sorprendieran las frases y políticas escritas en el texto. Era como si estuviera leyendo por primera vez el teleprompter. Cualquiera habría pensado que lo único que hizo el año pasado fue ver la televisión por cable y publicar tuits furibundos, en vez de armar equipos y discutir políticas a implementar.

Sus manos se movían con la amplitud de la que claramente carecen sus políticas. Sus palabras tenían toda la elasticidad que le falta a su forma de pensar. Sin ningún rastro de ironía, insistió en que no se acobardaría frente a los que amenazan al pueblo judío. “No debemos desdeñar nunca el peligro del vil veneno del antisemitismo, ni de aquellos que propagan su credo venenoso”, dijo el hombre que describió como gente muy buena a los neonazis de Charlottesville.

Habría sido un discurso sin vida de no ser por la obvia división entre las dos caras detrás de Trump. El vicepresidente Mike Pence sonreía con toda la sinceridad que los constructores de androides pudieron programarle en los circuitos. La presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, arrugaba los labios como si tragara litros de limones exprimidos.

La esencia de la doctrina Trump encontró su expresión más acabada en unas frases cuidadosamente elaboradas, a veces de forma rítmica y con rima, que tropezaban al salir de la boca del presidente. “América está ganando todos y cada uno de los días”, insistió Trump dejando que fluyeran su Charlie Sheen interior y toda esa sangre de tigre que corre por sus venas.

Pero alto ahí, hay nubes en el horizonte: unas extrañas luces en el cielo que no auguran nada bueno... Tal vez nos pongan a todos en peligro, o tal vez sólo a aquellos de entre nosotros que se llamen Trump. “En Estados Unidos se está produciendo un milagro económico y lo único que podría detenerlo son las guerras absurdas, los politiqueos o las ridículas investigaciones partidistas”, dijo el patriarca Trump.

“Para que haya leyes y paz, no puede haber guerra e investigación” [“If there is going to be peace and legislation, there cannot be war and investigation”], dijo. En la categoría de los eslóganes con rima, la frase no supera a la de “construyan un muro y la delincuencia bajará” [“Build a wall and crime will fall”], pero en lo que se refiere a las grandes emergencias nacionales, encontrar una solución para las investigaciones y acusaciones de Mueller es mucho más acuciante para el presidente que su fingida preocupación por la frontera.

Su forma de ser explica también su curiosa elección de invitados. Entre los asistentes había un niño que, por llevar el apellido Trump, había sido tristemente maltratado por sus compañeros de colegio. La idea de incluir invitados en el Estado de la Unión siempre tuvo como objetivo abrirse al mundo exterior. En el caso de Trump, el mundo exterior llega solo hasta las personas con el mismo apellido que sufren por culpa de la reputación del presidente.

Seamos honestos. El discurso del Estado de la Unión aburrió al presidente tanto como él nos aburrió a nosotros. Todo ese tiempo perdido hablando del Estado de la Unión cuando de lo que había que hablar era del Estado de Trump. Quién sabe. Tal vez aún tenga tiempo para cambiarle el nombre el año que viene.

Traducido por Francisco de Zárate

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