Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

The Guardian en español

La 'Venecia de África' está perdiendo la batalla contra la subida del nivel del mar

Niños juegan cerca de los cayucos amarrados a lo largo de la orilla del río Senegal, situada entre la Lengua de Barbarie -una estrecha península arenosa- y la Isla de Saint Louis, las dos áreas de la ciudad unidas con puentes a la otra parte, más extensa, que se sitúa en el continente africano

Monika Pronczuk

Sant-Louis (Senegal) —

1

Ameth Diagne señala un árbol sumergido en el océano. Desde el pedazo de tierra donde está, a 50 metros de distancia, casi no se ve. Las pocas ramas que sobresalen del agua marcan el lugar donde hace 35 años le pidió matrimonio a su esposa. Allí estaba antes la plaza de Doun Baba Dieye, una animada comunidad de pescadores de las afueras de Saint-Louis, en el norte de Senegal.

El lugar ha sido borrado del mapa. Como vestigio de su existencia solo quedan el árbol y los muros destruidos de una escuela abandonada. Todo lo demás está un metro y medio bajo el agua. “Este era mi hogar, yo nací aquí; todo lo que era importante para mí sucedió aquí”, dice Ameth Diagne, el antiguo jefe de la aldea.

La ciudad de Saint-Louis, en la que viven 230.000 habitantes, está localizada entre la desembocadura del río Senegal y el Océano Atlántico. Doun Baba Dieye está en la parte sur de la Lengua de Barbarie, la estrecha franja de tierra arenosa que separa del océano la antigua capital colonial, declarada patrimonio mundial por la Unesco.

Los franceses eligieron Saint-Louis por su estratégica ubicación, que la hizo florecer como capital durante la época de la colonia. Pero el creciente nivel del agua está comiéndose hoy a una ciudad que en las guías turísticas presume de ser la 'Venecia de África'. En el puente Faidherbe, que conecta al colorido centro de la ciudad con el continente, parece como si pudieras tocar el agua. El estado de alerta permanente por inundaciones se ha convertido en la nueva normalidad de la ciudad.

Las consecuencias de la crisis climática son tangibles en Saint Louis: casas destruidas, miles de personas desplazadas y cientos de niños que tienen que ir a clase por la noche en vez de por el día desde que el océano arrasó su colegio. Según las estimaciones del Banco Mundial, que hace poco concedió 24 millones de euros para luchar contra los efectos del cambio climático en Saint-Louis, el número total de personas desplazadas y en zonas de alto riesgo –a menos de 20 metros de la línea de costa– asciende ya a 10.000.

Pero esto es solo el principio. De acuerdo con un estudio encargado por el Gobierno de Senegal, en 2080, un 80% del territorio de Saint-Louis correrá riesgo de inundación y 150.000 personas se verán obligadas a desplazarse. La misma amenaza que enfrentan casi todas las ciudades costeras de África occidental, donde viven 105 millones de personas.

“Saint-Louis está rodeada de agua y es increíblemente vulnerable al cambio climático, pero el daño ha sido provocado tanto por la naturaleza como por el hombre”, sostiene el responsable en la región del Ministerio de Medio Ambiente senegalés, Mangone Diagné.

Se refiere a un error de ingeniería que contribuyó al deterioro de la Lengua de Barbarie. En 2003, las lluvias torrenciales provocaron una crecida del río Senegal que puso a Saint-Louis en peligro de inundación. Como solución rápida, las autoridades locales excavaron una abertura de cuatro metros de ancho, un canal, que cortaba a la Lengua de Barbarie. El efecto fue el contrario del que se buscaba. Al principio bajó el nivel del río pero en seguida comenzó a expandirse la abertura. Ahora tiene seis kilómetros de ancho, ha inundado Doun Baba Dieye y ha dejado aislada una parte de la península, convertida en una isla.

“Me han quitado mi hogar y mi medio de vida”

También se alteró el delicado equilibrio del ecosistema local. El canal introdujo en el río agua de mar y aumentó así su salinidad, afectando a peces de río y especies raras de aves. Forzó a los pescadores a aventurarse en aguas mauritanas, una travesía ilegal y peligrosa, y provocó la desaparición de los cocoteros y manglares que en otra época protegían las costas. Ya desestabilizados por la irregularidad de las lluvias y las tormentas de arena, los cultivos locales se resintieron aún más.

Ameth y otros 800 antiguos pobladores de Doun Baba Dieye se cuentan entre las víctimas obligadas a abandonar la península sin ningún apoyo estatal. “Somos pescadores, conocemos el océano, así que nos fuimos cuando había que irse y nadie resultó herido”, dice Ameth, antes de corregirse: “Éramos pescadores”. Desde que la comunidad se disgregó, su barco pesquero, una piragua, pasa la mayor parte del tiempo sin navegar. “Ahora vivimos demasiado lejos del océano; no solo me han quitado mi hogar sino mi medio de vida”, dice.

Los habitantes de la Lengua de Barbarie pertenecen a la etnia Lebou, que lleva siglos dedicándose a la pesca. Los niños aprenden las artes de pesca desde pequeños, pero Ameth quiere una educación formal para sus hijos. Tres de ellos están en la escuela primaria y dos en la universidad. “Para nosotros, los Lebou, el océano es nuestra sangre, pero hoy en día es difícil ganarse la vida como pescador; por eso tantos jóvenes de nuestra comunidad están migrando; yo quiero que mis hijos puedan elegir”, insiste.

En septiembre de 2017, una ola de cuatro metros arrasó una noche con el barrio pesquero de Guet N'dar, al norte de la península de la Lengua de Barbarie. La inundación afectó a un colegio, una mezquita, parte del cementerio y más de 100 hogares. Las autoridades reubicaron a los que se habían quedado sin casa en un campamento improvisado junto al aeropuerto. Cuando el mar por fin retrocedió, la escena era de devastación.

En febrero de 2018, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, visitó el lugar, con muros desmoronándose y edificios medio destruidos, y prometió otros 15 millones de euros para construir un dique que protegiera a las edificaciones aún en pie. Pero en abril de ese mismo año se derrumbó parte del dique, dejando paso al océano.

Ameth no espera nada del Banco Mundial ni de Macron. Gracias a un programa de la ONU, vuelve una vez al año al lugar donde estaba su antiguo pueblo para plantar árboles con la esperanza de que los manglares y los filaos, una especie de pino local, puedan detener la destrucción de la costa: “Aunque tuvimos que irnos físicamente, mi mente y mi espíritu siguen aquí, y algún día espero regresar”.

Traducido por Francisco de Zárate

Etiquetas
stats