Coche eléctrico: la tecnología que nació tres veces
Muchos no iniciados en cuestión de coches pueden pensar que el vehículo eléctrico es un invento reciente y que su popularidad actual obedece a la recesión de los últimos años y al aumento de la conciencia ecológica entre la población. Lo cierto es que esta tecnología tiene bastante más de un siglo –en 1900 gozaba de un predicamento impensable en 2000– y, de hecho, hunde sus raíces en las primeras décadas del XIX.
La máquina de vapor, que revolucionaría el mundo para siempre, había demostrado ser ineficaz en el caso de los coches por los largos periodos de calentamiento que precisaba y su constante necesidad de agua, lo que limitaba su autonomía, de manera que las clases acomodadas, que seguían usando coches de caballos, empezaban a demandar vehículos propulsados por gasolina o por electricidad.
Los primeros avances en este último terreno hay que apuntárselos a Jedlik en 1828, Davenport en 1835 y Davidson, que tres años más tarde logró mover una locomotora a 6 km/h sin necesidad de carbón ni vapor. Por los mismos años trabajaban el profesor Sibrandus Stratingh, en Groninga (Países Bajos), y el hombre de negocios escocés Robert Anderson, quien inventó el primer carruaje de tracción eléctrica con pila de energía no recargable.
Las baterías recargables se harían esperar hasta después de 1880, cuando Thomas Alva Edison, entre otros, puso una de níquel a uno de los coches eléctricos que comenzaban a verse por caminos y carreteras de Estados Unidos. Los vehículos eran propiedad en general de alguna compañía o de un consistorio como el de Nueva York, que puso en marcha una flota de taxis eléctricos.
En 1899, un coche movido por electricidad, La Jamais Contente, superó primera vez los 100 km/h, récord que parecía la consolidación definitiva de esta tecnología que hacía posibles coches sencillos, silenciosos, de autonomía (entonces) razonable y coste asequible para los ciudadanos pudientes.
Por el contrario, los vehículos de gasolina eran muy contaminantes, sucios y ruidosos; requerían bencina o gasolina –difícil de comprar al principio–, se arrancaban con manivela, cambiar de marcha suponía una tortura y, por si fuera poco, fallaban más de lo aceptable.
¿Cómo cambió todo? Se dio un cúmulo de circunstancias, como suele suceder. La invención del motor de arranque comenzó a cambiar las tornas. Luego, Henry Ford se propuso y logró motorizar a todo un país, con su Model T, y para ello ideó la producción en cadena. A ello se sumó el abaratamiento de la gasolina, a raíz del descubrimiento de los yacimientos de crudo de Texas, y la apertura masiva de carreteras.
En 1912, un vehículo eléctrico costaba 1.750 dólares y uno de gasolina, 650. Con la nueva red de carreteras, el combustible estaba disponible en las zonas rurales, mientras que la electricidad solo se conseguía en las ciudades. Así la autonomía pasó a ser el gran hándicap de los coches eléctricos, y en eso estamos aún hoy en día.
De este modo se borró del mapa la tecnología eléctrica hasta la crisis del petróleo de los 70, cuando comenzaron a verse pequeños vehículos urbanos o carritos de golf eléctricos. El producto más acabado de esa época (aunque bastante posterior) sería el prototipo Impact de General Motors, del que saldría el famoso Experimental Vehicle 1, o EV-1.
A pesar de iniciativas legales como la Zero Emission Mandate de California, diversos intereses sepultaron de nuevo el coche eléctrico hasta su nuevo reverdecer de los últimos años. La ola encabezada precisamente por una empresa californiana, Tesla, parece que en esta ocasión lleva suficiente fuerza para quedarse.