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Eduardo Ruiz Sosa, escritor: “Nunca contamos los hechos que nos hacen ser quienes realmente somos”

Eduardo Ruiz Sosa

José Miguel Vilar-Bou

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Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, México, 1983) reúne en 'Cuántos de los tuyos han muerto' (Candaya) once relatos que exploran la muerte, pero ante todo el sentimiento de pérdida que deja la desaparición de un ser querido, lo irrecuperable de todo lo que nos vinculó a él. Lo hace con un estilo personal y  arriesgado, que oscila entre la poesía y la memoria. El autor se adentró en la escritura de esta colección de relatos “para cerrar ciertos procesos personales”. Eduardo Ruiz Sosa presenta su libro el lunes a las 20.00 en la librería La Montaña Mágica, de Cartagena.

¿Es 'Cuántos de los tuyos han muerto' un libro de duelo?

Completamente, aunque quizá no a la manera tradicional. Normalmente los libros de duelo tienen mucho que ver con la novela o el diario. No sé si hay muchos libros de duelo en forma de compendio de cuentos, pero así me salió. El segundo relato, “La garra de la estatua”, es el primero que escribí, sobre la muerte de mi madre. Y a partir de ahí fueron desgranándose todos los demás. Es un libro para cerrar ciertos procesos personales.

Hablas no tanto de la muerte como de la dispersión de todo lo que rodea al que se va, como sucede en 'Desaparición de los jardines'

Cuando muere alguien, mueren muchas cosas alrededor. No se trata sólo de la aniquilación física y emocional del ser, sino que todo lo que compartíamos con él también muere: Rutinas, prácticas, rituales, esperanzas… Ese cuento tiene mucho que ver con mi abuela materna, que aún vive, pero está muy enferma y tiene problemas de memoria. Su deterioro físico ha ido acompasado, como en el relato, con el de la casa, que es una vivienda vieja, colonial, en el centro de la ciudad. Ver cómo la casa y ella se van desgastando me hace pensar que cuando muere alguien hay un efecto como el de una bomba que cae: La onda expansiva destruye mucho más.

En tu libro, la muerte del ser querido cambia a los que le sobreviven.

No quería escribir sobre la muerte como fenómeno, porque me parece complicadísimo y más bien tarea de la poesía o la filosofía. Quería centrarme en los que quedan, los deudos. Hace unos años vivimos en Culiacán, mi ciudad, la muerte de dos amigos que enfermaron de cáncer. Fueron procesos muy complicados, y el tratamiento que requerían era carísimo. La situación económica de uno de ellos era muy precaria. Cuatro amigos nos reuníamos todas las noches en un bar, pensando en cómo hacer para reunir dinero. Eventualmente terminamos haciéndonos amigos, y eventualmente terminamos separándonos, cuando él murió. Esa operación que se sucedió en nosotros es lo que me interesaba tratar en la escritura.

Son cuentos tristes, pero también se rastrea en ellos la esperanza.

Sí, porque esa comunidad de sobrevivientes que se crea tras un fallecimiento, y sobre la que me interesaba escribir, es lo que nos permite seguir. Es una declaración de resistencia ante lo inevitable, una suerte de esperanza. Mi abuela tenía un jardín enorme, con muchos árboles frutales, gigantescos, y ya no existe. Ahora parece un desierto. Esa imagen en su momento me golpeó muy fuerte. Pero resulta que cuando mi madre murió, y después de pasar un rato bastante mal, mi padre se dedicó a hacer un jardín enorme en el patio de su casa y ahora aquello parece una selva. Son esas las resistencias que uno requiere para seguir adelante. La de mi padre se convirtió para mí en un referente: Un jardín desapareció, pero hay otro gestándose.

Todo el libro está recorrido por la imposibilidad de reconstruir al fallecido.

Cuando yo tenía veintiún años, un primo mío que era prácticamente un hermano de crianza fue asesinado en Culiacán. Fue un asunto muy doloroso para toda la familia. Él y otros dos primos éramos casi de la misma edad. Vivimos juntos todas las experiencias de la infancia y la adolescencia. Tras su asesinato, solíamos reunirnos con otros primos más jóvenes y esas reuniones terminaban convirtiéndose en una especie de reconstrucción del muerto, como si nos hiciera falta terminar de formarlo en la memoria, sobre todo para los que, por ser chicos, no habían convivido con él. Nos preguntaban y nosotros les contábamos los viajes, las borracheras, las aventuras juntos. Se fueron criando con esas historias y llegó un punto en que las relataban como si hubieran estado ahí, viviéndolas. Ese apropiarse del muerto, que es muy parecido al del personaje de “Desaparicion de los jardines”, no tiene tanto que ver con la construcción del finado como con el deseo de construirnos a nosotros mismos.

En un momento hablas de “aquello que llamamos quizás ingenuamente los hechos”. ¿A qué te refieres?

Hay una serie de procesos en México, el más concreto es la desaparición de los 43 estudiantes en Iguala, donde las autoridades cuentan una serie de historias plausibles sobre lo que ocurrió. Suelen decir: “Esta es la verdad de los hechos”, o “la verdad jurídica”, o “la verdad histórica”, dando categorías muy concretas a la verdad, como si ésta fuera un objeto. En realidad la verdad es una cualidad, y creo que en las historias individuales sucede lo mismo: Todos tenemos historias que hacemos públicas, pero tras ellas ocultamos otros hechos, aquellos que nos hacen ser lo que somos.

También escribes: “No hay realidad ni ficción, hay experiencia”.

Es que para mí la literatura es tratar de hacer llegar al lector una afectación que tiene que ver con la experiencia. El texto escrito es ficticio en el momento en que empiezas a redactarlo, sea crónica, novela o ensayo. En todo hay ficción porque ni el pensamiento se ordena como el lenguaje escrito, ni mucho menos la realidad que experiementamos. Entonces, tratar de hacer llegar esa realidad, esa experiencia, a los demás… eso es, creo, lo que la literatura intenta hacer.

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