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Socialistas pusilánimes

Juan Negrín, último presidente del Gobierno de la República española. (CANARIAS AHORA)

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“Y el comisario político de la Flota, el socialista Bruno Alonso, que era un pusilánime, mandó zarpar a la veintena de barcos que todavía retenía la República y que fueron entregados a los franceses en la base de Bizerta, lo que impidió que miles de republicanos pudieran huir”. Así, quedaron atrapados en los puertos del Mediterráneo y, muchos de ellos, internados y masacrados luego en Albatera.

Retuve lo de pusilánime por la precisión gramatical con que Artemio Precioso Ugarte me contaba el episodio, que él vivió en primera persona, de la recuperación de Cartagena tras sublevarse casi todas sus unidades militares en connivencia con el golpe de Estado de Casado, que pretendía negociar con Franco el fin de la Guerra civil. Artemio era el comandante de la 206 Brigada Mixta, a la que el Gobierno de la República desplazó desde Valencia para neutralizar la traición de los partidarios de Casado en Cartagena, con el objetivo prioritario de retener una Flota que, con casi una veintena de buques fondeados en la dársena, entre ellos tres cruceros y ocho destructores, hubieran podido organizar una defensa elástica (otro concepto que le oía al Artemio estratega) de Cartagena, dando tiempo a una retirada lo más ordenada posible para poner a salvo a miles de republicanos facilitándoles el exilio.

Artemio decía pusilánime con la suavidad expresiva que lo caracterizaba, fruto de su exquisita educación, más la consideración que le merecían sus numerosos amigos socialistas del momento en que me contaba todo eso (marzo de 1979). A mí aquel gesto del comisario de la Flota me parecía mera cobardía personal y una clara traición a la República exhausta y a los fieles republicanos en peligro mortal.

En cualquier caso, lo de pusilánime era (generosamente) inexacto, ya que no se trataba de un caso de indecisión o falta de reflejos, ni siquiera de ambigüedad, sino de falta de convicción, de arrojo personal y político, de falta de carácter… aunque haya quien justifique este comportamiento por la extraordinaria complicación de la situación en Cartagena y en España, a menos de un mes del final de la República. Diremos que pusilánime fue también el presidente socialista de las Cortes, el catedrático de Filosofía Julián Besteiro, que formó parte de la Junta Nacional de Defensa a instancias del golpista en jefe, el coronel Casado, destituyendo al Gobierno legítimo del (socialista) Negrín y creyéndose que lograría entenderse con Franco para una digna rendición de la República: lo pagó bien claro, con la muerte en la cárcel.

Pero pusilánime, en realidad, lo fue el propio presidente de la República, Manuel Azaña, que conoció los movimientos y las maniobras (incluso verbales) de Franco en la espiral conspirativa de aquel aciago verano del 36; y lo dejó hacer. No lo fue Francisco Largo Caballero, que supo hacer frente, como presidente (socialista) del Gobierno, a la primera y más dura acometida de la ofensiva golpista, evitando que cayera Madrid. Y desde luego, nadie ha podido decir nunca que lo fuera el presidente de Gobierno de la última etapa de la Guerra Civil, Juan Negrín, uno de los políticos de mayor valía de nuestra historia del siglo XX, y que supo conducir la contienda con competencia y lealtad republicanas, haciendo frente a todas las dificultades (crecientes, desesperantes) a las que la República hubo de enfrentarse por la descarada agresión nazi-fascista y la cobardía de las democracias europeas; siendo una de esas dificultades el propio, y pusilánime, presidente de la República, Manuel Azaña, un intelectual de prestigio para una República en paz, pero un dirigente asustadizo y aprensivo, incapaz de asumir la situación bélica, que vivió ese periodo más como un figurante que como un líder del Estado.

En el estudio de esa época negra a muchos ha escandalizado la actitud del PSOE de la posguerra hacia Negrín, marginando su recuerdo, al menos en parte, por haber confiado –como político realista y responsable, y ante la traición de tantos generales y mandos– en la eficacia comunista en la conducción material de la guerra. El caso es que fue semiolvidado por sus camaradas socialistas a partir de 1939, como si se avergonzaran de evocar incluso su nombre. Actuó, así, la infame leyenda (de origen no exclusivamente franquista) que lo quiso convertir en 'marioneta de los comunistas' en el terrible periodo 1937-39; calumnias, antes que aceptar que demasiados pusilánimes (en su versión de tibios por la República, inútiles para la guerra), como el propio presidente Azaña, no hacían más que estorbar. En esas condiciones, y ante la traición de la mayor parte de los generales, Negrín tuvo que echar mano de los oficiales decentes y, sobre todo, de los civiles con ideas claras y capacidad estratégica, casi todos comunistas.

Artemio Precioso era uno de estos ejemplos: estudiante de Derecho y comunista, inmediatamente se integró en el urgido nuevo Ejército popular que defendía a la República, aprendiendo mucho de leales militares (como Mangada) y de civiles ilustrados en armas (como Tagüeña), y recibiendo al poco, con 20 años de edad, una unidad de combate, la 206 Brigada mixta con la que, tras luchar en varios frentes del Sur, logró el control de Cartagena para la República, mandado por Negrín, en aquellos tres días de marzo (6/8); no pudo doblegar, sin embargo, lo más difícil: la falsedad y la perfidia de traidores casadistas, quintacolumnistas franquistas y derrotistas pusilánimes de toda laya.

Con el paso del tiempo, el calificativo de Artemio, y el alto grado de comprensión con que seguimos tratando a aquellos personajes de marzo de 1939, nos permite seguir utilizándolo, a sabiendas de su inexactitud, para describir nuevas actitudes medrosas y claras indecisiones del poder civil ante el estamento militar, con socialistas y asimilados, de nuevo, en candelero. Como la ministra de Defensa, Margarita Robles, que ha respondido a las últimas deslealtades de militares levantiscos con un discurso falso e inoportuno, destinado a convencerse a sí misma de que en el Ejército actual las actitudes parafascistas son pura minoría sin la menor significación. Si se lo cree es porque es una pusilánime. Y se comporta así cuando no actúa debidamente ante la inadmisible agresión verbal de ese general de los '26 millones de fusilamientos', una perla a la que no es suficiente responder con la Fiscalía por más que se escude en la Reserva, ya que con él aflora un ambiente de deslealtad que habría que tratar con el propio lenguaje de disciplina y castigo de la milicia. (No tendría gracia que el derecho, pusilánime, de la sociedad digital determine la impunidad de un chat venenoso como el de esos espadones, por acogerse a la farsa de la privacidad.)

El contrapunto, de cierto sosiego, de esa patochada sin gracia, hay que atribuirlo a otro de los militares de ese grupo de camaradas, José Ignacio Domínguez, también de la promoción del chat, la XIX del Aire, que ha dado a luz pública esa carnavalada siniestra; su historia sí es de mérito, ya que perteneció al grupo de jefes y oficiales de la semiolvidada Unión Militar Democrática (UMD), hartos de franquismo e impacientes por la democracia, que fueron descubiertos, detenidos y condenados (1974-75). Domínguez, que era capitán, logró exiliarse (fue en Argel donde este cronista lo encontró, cuando buscaba trabajo como piloto civil en Air Algerie).

Los servicios de inteligencia, si es que disfrutan de la salud democrática que se les supone, debieran tener perfectamente fichada a esa panda de franquistas y filogolpistas, adictos a la tríada ultramontana de 'Dios, Patria y Rey', a quienes no se les exigió, en la Academia militar que aprendieran de memoria que Franco hizo triunfar su golpe de Estado, transformándolo en 'cruzada', con la ayuda de los anticristos Hitler y Mussolini, más las fuerzas musulmanas del Protectorado marroquí (si no, de qué); eso por lo que respecta a su fe. Tampoco se les metió en la cabeza, en clase, lo que es una Patria, que más que un territorio, y no digamos una bandera, es un pueblo, unas instituciones, una libertad y un sistema legal implantado por la mayoría (donde votan y son votados unos y otros, incluyendo los que no nos gustan). Y sobre el Rey, muchos de los que conocemos el Ejército y su oficialidad (como los universitarios que fuimos 'caballeros aspirantes' y 'oficiales de complemento'), podríamos asegurar que de entre los que piden a Felipe VI no sé cuántas infidelidades a la Patria por aquello de que es su Jefe supremo, se desharán en procacidades cuarteleras contra el emérito al que juraban lealtad indeclinable hasta ayer mismo, y, con gran probabilidad, contra el rey actual. El CNI debe tener los detalles.

Son esos fallos garrafales de educación los que nos regalan con periódicos sobresaltos esos funcionarios militares capaces de dar al traste con todo, en cuyo conocimiento de la Historia pesa demasiado la tradición intervencionista que nuestro Ejército adquirió ya en las primeras décadas del siglo XIX. Fallos de educación que las sucesivas –pero pusilánimes– reformas de la vida militar no afrontan nunca de verdad, y que debieran mandar a los militares a la universidad civil antes de darles instrucción específica militar, siendo previamente examinados y cribados según la Constitución. (A fuer de justos, la única verdadera reforma militar conocida en cien años fue la de Azaña siendo ministro de la Guerra, en 1931-33, que se vio enfrentada a dificultades insuperables. Bien conocía él lo que se daba cuando suprimió, como parte de esta reforma, la Academia General Militar, con Franco de director.)

Pero pusilánimes siguen siendo los socialistas en el Gobierno ante los licenciosos pasos del monarca dicharrachero, que marean la perdiz y se resisten a ajustar los machos a la Corona y preservar al país de escándalos futuros, al tiempo que se mejora su imagen; cosa más que necesaria si tenemos en cuenta la historia de nuestros Borbones desde el inicio del siglo XIX, los más de los cuales, o se han tenido que ir o ha habido que echarlos (y de Fernando VII, aquel canalla indescriptible, que logró morir en la cama, más vale no acordarse).

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