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¿Cuándo abrirán los ‘escape rooms’?

Eleonor ha recibido correo en mano pero sin contacto

Elena Cabrera

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Decíamos ayer que el barrio en el que vivo, Prosperidad, en Madrid, tiene unas fuertes raíces populares, un nervio activista y algún ramalazo gentrificador que el resto del árbol combate como puede. Uno de los indicios que nos hicieron saltar las alarmas fue la aparición de un escape room, una extravagancia incomprensible que los vecinos más rancios miramos con la misma incredulidad que hace tres años la tienda de cupcakes. Hoy he pasado por delante de él de camino al supermercado y me he quedado mirándolo asombrada, pues siempre olvido que existe, con su decoración egipcia y su misteriosa parquedad informativa.

Como todos sabéis, las fases de la desescalada son tan complicadas de desentrañar que, después de haberlas estudiado largo rato, he sido incapaz de utilizar esta información para dar a mi hija Eleonor respuestas a toda sus preguntas: ¿cuándo puedo ir a ver a los abuelos?, ¿cuándo podemos ir a la piscina?, ¿cuándo iremos a La Coruña?, ¿a cuánta gente puedo invitar en mi cumpleaños? Mi respuesta final ha sido “ya lo iremos viendo”, que es exactamente lo mismo que le decía antes de que se dieran los detalles del desentumecimiento social. Y ahora yo sola, delante de ese enterramiento faraónico de barrio, me preguntaba ¿cuándo abrirán los escape rooms? Ni idea. Pero la pregunta interesante es: ¿no hemos tenido suficiente experiencia escape room después de dos meses sin poder escapar de casa, a veces incluso sin poder salir de una habitación?

Hoy he ido a un súper grande con la esperanza de encontrar harina (gran éxito) y canela en rama (estrepitoso fracaso). Con su habitual capacidad de reacción inmediata hacia la caprichosa demanda del mercado, habían creado un rincón “especial repostería” con sacos de harina de cinco kilos y cuatro tipos diferentes de levadura. Estos supermercados venden alguna otra cosa además de la alimentación y la droguería, como por ejemplo algo de papelería, textil, plantas, sartenes y maquillaje. En algunos pasillos, por tanto, habían colocado unos carteles que indicaban que según real decreto no se podían vender los productos de esa zona. El problema es que las señales están puestas, aquí y allá, sin ninguna otra delimitación, por lo que es bastante imposible saber si las gomas para el pelo o los ambientadores de coche se pueden o no echar al carro. En un mismo pasillo había una zona prohibida, una permitida y de nuevo otra prohibida. De hecho, nada impide coger esos productos, pero al llegar a la caja no te los cobran y los tienes que dejar ahí mismo.

No tiene mucho sentido y provoca que algunos clientes con los nervios a flor de piel se enfaden y discutan con los dependientes, como he visto hoy, cuando una señora indignada porque quería comprarle unas zapatillas de estar en casa a su hijo recibió informaciones contradictorias de dos empleados sobre si podía o no comprarlas. La verdad es que en un estado de alarma en el que te pasas el día en casa, quizás el niño había destrozado las pantuflas. Y este follón sucedía delante del propio niño y de un panel de pantuflas de todo tipo, tallas y colores, al alcance de la mano. La mujer alargó la mano y en ese momento me pareció que iba a agarrar las primeras zapatillas que pillara, pero realmente lo que hizo fue coger la mano del niño, darse la vuelta con cierto aire dramático e irse de allí pegando zancadas, exclamando: “¡siempre que vengo aquí acabo enfadada!”.

Con tanta animación en el supermercado y una complicada lista de la compra, llena de productos acumulados que no había podido encontrar en expediciones anteriores, tardé más de lo previsto y me dieron las ocho de la tarde dentro del establecimiento. ¿Qué pasa en el interior de un supermercado a la hora de los aplausos? Es extraño. Es como acostarse a las once de la noche el 31 de diciembre y que el cambio de año te pille durmiendo, sin comer uvas ni besar a nadie. Miré a mi alrededor y comprendí que ese minuto, en este lugar, era exactamente igual que el minuto de las 19:57 o el de las 20:04. Nadie le daba importancia. Estuve a punto de ponerme a aplaudir yo sola, como una vieja loca, en el pasillo de los arroces y las pastas. No lo hice porque solo hay una cosa a la que tengo más miedo que a la enfermedad: al ridículo.

Por eso yo no soy una visitadora de balcón, pero me encanta que vengan a visitarme. Los visitadores de balcón son los amigos que, cuando pasan por debajo, te gritan para que te asomes. Ayer nos pasó eso: en el paseo con sus hijas, P. se dedicó a recorrer las casas de las amigas, y esta ha sido la primera vez que nos hemos visto en 3D desde hace semanas, aunque yo disfrutaba de un plano cenital y P. de un plano mío contrapicado que, según pude ver luego en las fotos, no me favorecía nada. Hablamos un rato, un poco a voz en grito, como en una película italiana, y, claro, el problema es que todos los vecinos se enteran de la conversación, pero bueno, así les damos material para sus respectivos diarios.

La hija mayor de P. trajo una carta para Eleonor y se la dejó en unas plantitas que tenemos en el portal. La carta estaba llena de preguntas, planes e invitaciones para un futuro próximo. Eleonor dedicó buena parte de la tarde a escribirle una contestación. El problema es que P. vive en un noveno y ya confesé en el párrafo anterior mi miedo al ridículo. Habrá que hacer la entrega de otra manera.

Los datos de hoy para la expansión del coronavirus son los siguientes: 212.917 casos confirmados en España; 1.393.060, en Europa y 2.959.929, en el mundo.

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