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AVE Césares y AVE María Purísima

La ministra de Fomento, Ana Pastor, y el ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo, junto al president de la Generalitat valenciana, Alberto Fabra, entre otras autoridades, durante una visita a las obras del AVE en la provincia de Alicante en junio de 2013. / Efe

Maruja Torres

Dentro de unas horas me subiré a un AVE y sentiré que lo hago sobre una radiografía de este país, hoy, después de la caída, como si entre las vías se abriera una grieta en la que aparecemos nosotros, nuestra abulia, nuestra creencia de que viajábamos a toda velocidad hacia alguna parte y no hacia parte alguna. De forma deslumbrantemente cruel se acumulan ahí abajo restos de los delirios de grandeza del ayer, burbujas especulativas y vómitos arquitectónicos. Desde el cómodo y carísimo asiento que antes nos permitía desplazarnos sin tener que ver el alcance de los despilfarros y sin pararnos a atender a sus víctimas, podemos en el presente hacer lo mismo, si no fuera porque a la superficie de esa mierda que parecía bien cubierta han asomado ya, y siguen haciéndolo, demasiadas ampollas que revientan entre nuestras piernas: corrupción, chapuzas, presuntos implicados. Glu, glu, glu.

El sobrecoste como forma de administración pública, las comisiones como aspiración social, el beneficio inmediato como promesa de paraíso, la pasta gansa que llegaba de Bruselas repartida entre los próximos y, dominándolo todo, a todo gas, el súper tren mega rápido cargado de ejecutivos de diverso pelaje que se comunicaban los logros a golpe de teléfono móvil. Inauguraciones de nuevas líneas con prebostes viajando por la filosa, personajes reales, ministros de Fomento de ambos sexos, presidentes centrales y presidentes autonómicos: sin nada que decirse, pero unidos en la mandanga. A fuer de simbólico, el AVE hasta nos representa en el extranjero: como favor que nos hacen los dictadores del Golfo permitiéndonos construírselo, y no quiero ni pensar mediante qué mejunjes.

A mecha máxima va el tren de los oropeles sobre un país que se estremece con movimientos tectónicos a causa de las profundas injusticias en las que hemos caído casi sin darnos cuenta, y de los monstruos que creíamos desaparecidos pero que ahora levantan cabeza, ¿y por qué no? ¿Por qué no tiene que salir un cura de pueblo a mentirnos sobre los valores morales de antes –qué sobrecarga de negra sangre en solo dos palabras–, si no hemos llenado las calles, para protestar hasta la insumisión por las políticas gubernamentales sobre los malos tratos a la mujer? ¿Por qué no van a seguir pisoteándonos si saben, encuestas en mano, que seguirán ganando en las urnas y seguiremos con nuestro pasotismo y nuestra resignación, arrastrando la bola como escarabajos peloteros?

Y además pronto viene el verano y, en el fondo, los hombres de trajes tristes parecen inspirarnos más confianza porque, hay que reconocerlo, nos meten en cintura con un par, saben de qué va esto, al fin y al cabo les viene de casta, no son arribistas, arribaron ya sus bisabuelos. Y tranquilos, que el AVE pasa deprisa por encima del país que quisimos ser y sin tocar un pelo del que verdaderamente somos.

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