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Cuando Aznar no miraba a los ojos a Jiménez Becerril

Fotografía del expresidente del Gobierno español, José María Aznar. EFE/Fernando Villar/Archivo

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Y ahora las víctimas. El marco no es nuevo. La derecha pierde el poder y activa ese extraño y obsceno sentido de pertenencia. Todo les corresponde por derecho o por linaje. El poder, las instituciones, la defensa de la lengua, de la bandera, del himno y hasta del dolor ajeno. Siempre lo mismo. Otra vez, las víctimas de ETA. Ya lo hicieron con Zapatero. El único presidente, por cierto, que se atrevió a pedir autorización expresa al Congreso de los Diputados para abrir un proceso de diálogo con la banda terrorista, en ausencia de violencia. Otros lo hicieron antes sin consultar a nadie y con el mismo noble objetivo, seguro, que se marcó el ex presidente socialista: acabar con la barbarie etarra.

A ninguno, cuando la izquierda era oposición se le tachó de traidor, ni de demoler España, ni de vender Navarra, ni de arrodillarse ante los violentos. El PP, sin embargo, acusó a Zapatero de traicionar a los muertos. Corría mayo de 2005 y un Rajoy implacable le espetó desde la tribuna del Parlamento: “Si su mandato terminara aquí, usted pasaría a la historia como el hombre que en un año puso el país patas arriba, detuvo los avances, creó más problemas que soluciones, hizo trizas el consenso de 1978, sembró las calles de sectarismo y revigorizó a una ETA moribunda”. La frase final de aquel discurso sería aún más lapidaria: “Es usted quien se ha propuesto cambiar de dirección, traicionar a los muertos y permitir que ETA recupere las posiciones que ocupaba antes de su arrinconamiento”. 

Seis años mas tarde, en octubre de 2011, la banda terrorista anunciaba el cese definitivo de la violencia y 13 después, su disolución. Y el PSOE entonces convirtió el fin del terror en una victoria colectiva de la democracia, también del PP, sin que ninguno de sus dirigentes emitiera el más mínimo reproche o se atribuyera para sí el éxito. “Ello ha sido posible gracias a la determinación de acabar con la violencia mostrada por todos y cada uno de los sucesivos Gobiernos democráticos y sus presidentes. Creo de justicia recordar en esta hora el trabajo de los distintos ministros del Interior y, en particular, los de quienes me han acompañado en esta etapa”, declaró nada más conocer el comunicado con el que la banda puso fin a los asesinatos.

Ahora, en noviembre de 2020, Pablo Casado, regresa por sus fueros con la utilización partidista de las víctimas para pedir a Pedro Sánchez que mire a los ojos a la diputada Teresa Jiménez Becerril, hermana del concejal de Sevilla asesinado, junto a su esposa, un 30 de enero de 1998, dejando a sus tres hijos huérfanos. “Pídale perdón”, le espetó desde el escaño durante la sesión de control en el marco de una pregunta sobre el sí de Bildu a los Presupuestos Generales del Estado.

Casado tenía 17 años cuando ETA asesinó a Alberto Jiménez Becerrill y quizá por ello no recuerde que tan sólo unos meses después, el 6 de noviembre de 1998, el entonces presidente del Gobierno, José María Aznar, declaró que “por la paz  y sus derechos no nos cerramos a la esperanza, al perdón ni a la generosidad. Seremos coherentes”. Ni que en 1999 defendía: “Siempre tendré una actitud de generosidad, de mano tendida y de espíritu abierto para consolidar las posibilidades de paz”.

No se pierdan el vídeo con sus palabras que ha rescatado estos días Maldita.es. ¿Eso quiere decir que tenemos que acostumbrarnos desde ahora a que los presos etarras no cumplan íntegramente sus penas?, le preguntó la periodista Isabel San Sebastián. “No lo planteemos en términos dramáticos, por favor. Si queremos la paz, hagamos la paz”, respondió. Aznar presumía también en aquellos días de haber acercado a todos los presos de ETA que había en Canarias a la Península en una reorientación de la política penitenciaria flexible que decidió el Gobierno en el contexto de un proceso de negociación con la banda terrorista.

Eran otros tiempos, claro. Los de un Ejecutivo del PP que, como todos los anteriores y los posteriores hasta la disolución de la banda terrorista, buscaron el mismo objetivo por similares caminos. La diferencia es que unos lo admitieron y otros lo negaron. Lo insólito es que cuando el objetivo se logró por los intentos de unos, de otros y de todos, haya alguien que aún exija a un presidente de Gobierno que mire a los ojos a una víctima en ausencia ya de la banda asesina cuando hubo otro que no lo hizo mientras ETA aún mataba. No, Aznar nunca pidió perdón a Jiménez Becerril cuando aún seguía de duelo por la muerte de su hermano y su cuñada, y él negociaba con los asesinos y se disponía a ser todo lo generoso que la democracia le permitiera. Recuerden: “Si queremos la paz, hagamos la paz”. Y ahora que la tenemos, aún hay quien pretende mantenerse en el tablero a base de la construcción de una memoria selectiva y un uso patrimonialista del dolor de las víctimas, como si la aflicción fuera idéntica en todas y cada una de ellas.

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