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Nuestros débiles orgasmos judiciales

El juez de la Audiencia Nacional Pablo Ruz. / Efe

Maruja Torres

Si me pusiera zafia hasta la incertidumbre podría equiparar nuestras alegrías judiciales a esos orgasmos tontos que se producen después de un coito decepcionante con una persona que prometía excitar en privado al menos lo mismo que sugería a primera vista. Si la Justicia, la nuestra, me pone y nos pone –o así debería ser–, sus muy esperadas resoluciones llegan tan tarde y después de un trajín tan poblado de espinas que más que provocar un estallido de jugos vitales y otros gozos nos dejan fláccidos, sudorosos y preguntándonos si esto va a ser así toda la vida.

Ello, en el mejor de los casos. El caso Fabra, sin ir más lejos de Castellón. Yo, que normalmente no participo en esa tontada que hoy se va diciendo de que “nunca me alegro de que un ser humano vaya a la cárcel”, pues, en esta ocasión, tampoco. Me alegro muchísimo de que el cacique del cabezón aéreo tenga que escuchar desde su ordenador o transistor, en una celda, las sesiones parlamentarias en donde su niña Andrea quizá le suelte alguna perla de las suyas especialmente dedicada, o un espacio radiofónico del disco solicitado con una grabación de Nino Bravo –Libre resultaría muy adecuada– para mi querido papá que me estará escuchando en la trena.

Llevábamos tantos años aguardando lo que parecía imposible, yo misma tenía un calendario –y dos, y tres, y así hasta once– en el que iba tachando los días de cada año… Y cuando por fin llega el asunto a su clímax, fuzzzzzzzzz, hemos sentido tan poco. Pero mamá, ¿tanto hablarme de que los hombres sólo quieren eso de nosotras, y resulta que es esto? ¿Tanto sigamos con respeto el curso de la Justicia para que luego se nos moje la traca?

Es desalentador, porque aunque algunos bravos jueces como el señor Ruz –a quien uno de los tertulianos documentados pero indocumentables que por ahí pululan llamó el otro día “oscuro juez de provincias”– tienen por delante –Ruz, en el caso de que no lo saquen en cualquier momento– un calvario de trucos argucias y juegos malabares, puestos en marcha por los más acreditados bufetes de abogados defensores sin escrúpulos, perdonadme el pleonasmo. Ya casi no me acuerdo de lo que hizo Undargarín, y, puesta en lo mismo, casi no me consta lo que no sabía la Caixinfanta sobre lo que hizo Undargarín.

Resulta natural que, más que de gatillazo justiciero, podamos hablar de orgasmo debilitado por extenuación debida no sólo al trabajoso calentamiento previo, sino por los avatares del acto en sí. Os juro que, de haberse producido en su momento justo el ingreso entre rejas de la Pantoja, me habría pillado en edad de celebrarlo marcándome un airoso pasodoble, cuyos salerosos giros me resultan inalcanzables en fechas tan tardías.

Pero hemos venido a este mundo a sufrirles, que decía mi querido Manolo V. M., y añadía: estamos perdidos y, encima, rodeados. Y eso que no había visto ni la mitad de la misa. Por consiguiente, y aunque no me conforme, me regocijaré con el estallido de estos petardos y petardas, llegue cuando llegue.

Y que no falte.

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