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La democracia no se hereda

El alcalde de Badalona, Xavier García Albiol. EFE/ Quique García

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Nos hemos acostumbrado tan deprisa a los derechos que olvidamos que nada garantiza su permanencia. Los primeros derechos conquistados en democracia fueron los políticos y los civiles: la recuperación de la libertad de expresión, de asociación, de reunión o de manifestación devolvió a la ciudadanía lo que la dictadura había arrebatado y desactivó una lógica de persecución antidemocrática. La calle se convirtió en espacio de convivencia y el espacio público dejó de estar sometido al control policial, mientras el privado se liberaba de la moral del confesionario. Con la llegada de la democracia, con sus luces y sus sombras, cada persona empezó a imaginar un proyecto de vida propio, sin pedir permiso y sin miedo a un régimen que castigaba cualquier disidencia.

El voto dejó de ser un privilegio para convertirse en un derecho que no distingue género, ideología ni clase social, aunque su universalidad plena siga siendo una tarea pendiente mientras se niegue a parte de la población migrante el derecho a decidir sobre el país del que ya forma parte. Pero la democracia no solo recuperó derechos políticos, también posibilitó transformaciones que afectaron a la vida privada. Durante los cuarenta años de dictadura, el Estado y la Iglesia habían decidido por las mujeres el cuerpo, la moral, la educación, el trabajo y el deseo. Cada conquista (el divorcio, el aborto, la igualdad laboral, etc.) es una conquista real y simbólica. Es el derecho a decidir sobre la propia vida y los propios cuerpos, aunque persistan desigualdades estructurales que recuerdan que la igualdad legal no basta si no se traduce en una vida libre de violencias.

Junto al camino de las mujeres se abrieron otras puertas para empezar a reconocer realidades que habían sido silenciadas y reprimidas. Las personas LGTBIQ+ pasaron de ser perseguidas por la Ley de Peligrosidad Social a tener un lugar en la calle, la cultura y las leyes. Desde la despenalización de la homosexualidad hasta el reconocimiento del matrimonio igualitario y del derecho a la autodeterminación de género, la protección de las personas LGTBIQ+ se ha extendido también a otros ámbitos. A lo largo de estas décadas, España ha ido tejiendo un marco de igualdad que, aunque imperfecto y elementos que nos deberían pre-ocupar, la sitúa entre las democracias más avanzadas en equiparación de derechos.

Reconocer estos mimbres no es idealizar la democracia: no se puede negar que con su llegada se derribaron en las leyes algunas de las jerarquías que nos oprimían. Sin embargo, resulta evidente que la democracia no ha calado suficientemente cuando amplios sectores que apoyan ideologías reaccionarias y antiderechos dan por descontados los derechos de los que hoy disfrutan y creen que estos sobrevivirían intactos incluso en un régimen no democrático. Esa confianza ingenua, cuando no arrogante, se apoya en un relato de autosuficiencia que atribuye los privilegios propios exclusivamente al mérito individual y borra deliberadamente las condiciones históricas, colectivas y materiales que hacen posible ejercer derechos en democracia. En ese marco, el desprecio hacia las personas migradas no es una anomalía, sino una pieza central de una lógica supremacista, cada vez más normalizada, que necesita negar dignidad y derechos a las personas extranjeras racializadas para reafirmarse, olvidando de dónde venimos y cuáles fueron, y siguen siendo, nuestros propios orígenes.

Ese olvido es el que permite colocarnos por encima de quienes consideramos de fuera, ajenos, extranjeros… como si la pertenencia a una sociedad o a un país fuera una cualidad moral, casi hereditaria, y no una condición compartida. Como si hubiera vidas que llegan y vidas que ya estaban, como si la historia pudiera ordenarse por el ADN y no por trayectorias humanas atravesadas por desigualdades. En ese gesto se cuela el racismo, la idea de que hay cuerpos que sobran y otros que encajan, de que unas vidas valen más que otras por su origen. Pero nadie es de fuera. Todas y todos somos vecinos. Todas y todos estamos buscando vivir. Y mientras quienes ahora disfrutamos de la democracia no seamos capaces de reconocernos en esa evidencia básica el terreno es fértil para las propuestas de la extrema derecha, que se presentan como defensa del orden y la seguridad mientras plantean, de forma explícita o encubierta, vaciar la democracia de contenido y recortar los derechos que la sostienen. 

La paradoja es evidente, quienes creen que tienen algo que perder (aunque sea un privilegio) se aferran a proyectos políticos que prometen precisamente acabar con las condiciones que hacen posible ejercer los derechos de los que hoy disfrutan. La historia reciente demuestra que el retroceso empieza siempre en políticas que, como las impulsadas por Albiol en Badalona, convierten la exclusión, el señalamiento y la limpieza social en una forma de gobierno. Cuando se cuestiona el derecho de las personas migrantes a ser protegidas o se somete la pobreza y la diversidad a una mirada higienista que decide quién sobra y quién merece quedarse, lo que se debilita no es solo la libertad de unos pocos, sino la de todos. Y se debilita también nuestra propia humanidad por apoyar acciones inmorales, inhumanas e ilegales.

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