La democracia se está yendo por las cloacas
O puede que ya se haya ido del todo. Y sin que en el horizonte se atisbe la manera de rehacerla. Porque, ¿qué jurista sensato calificaría de democrático a un sistema incapaz de encarrilar el gravísimo conflicto catalán por las vías de la negociación política, en el que la desvergüenza se ha instalado como norma entre los exponentes del poder sin que les pase nada, en el que las cúpulas de un entramado judicial conformado más bien según las reglas del clientelismo es cada vez más el principal protagonista de la acción política, en el que no funcionan las instituciones y en el que unas leyes aprobadas por la derecha más retrógrada e intolerante encarcelan a todo aquel que ose ir un poco más allá de lo que le gusta a la caverna?
El escándalo del máster de Cristina Cifuentes ha expuesto todo eso a los ojos de los ciudadanos. Con una crudeza sin límites. Por la corrupción que supone en el ámbito político y en el universitario, por la evidencia de que el eslogan de que esa señora era la regeneradora del PP era otra más de las mentiras de ese partido y por las reacciones que la revelación del mismo ha provocado. Que el cálculo político prevalezca sobre la necesidad de atender a la indignación de los ciudadanos no habla precisamente bien de la integridad democrática de nuestros políticos, sobre todo de los que tienen en sus manos la llave para que se adopten decisiones tajantes. El momento sería para sacar toda la artillería de la que cada uno disponga, no de andarse con prudencias.
La actuación del PP y de su líder, la de negar la evidencia y la de poner en marcha el ventilador contra los demás, no ha sorprendido a nadie. Porque es la misma que siempre ha tenido en precedentes situaciones similares. Y porque la desfachatez es también el único recurso que le queda a un partido hundido, que sabe que va a perder ignominiosamente el poder y que cuando eso ocurra puede desgarrarse en batallas internas entre miles de cuadros que lucharán, lo están haciendo ya en Madrid, por defender sus sueldos y sus privilegios.
Lo que no era previsible –también porque no se había pensado mucho en ello- es que el ventilador del PP sacara a la luz comportamientos muy indignos en otros partidos. Que el secretario general de los socialistas madrileños mantuviera durante ocho años una titulación falsa en su currículo no es hecho menor. A la luz de los antecedentes, en Alemania su partido ya le habría mandado a casa. Que el secretario de organización del Podemos gallego haya dimitido tras saberse que había dicho que era ingeniero sin serlo habla de la buena capacidad de reacción de ese partido, pero no destierra la sospecha de que la ola de inmoralidad política también haya llegado a esas aguas. Y encima Juan Antonio Griñán ha vuelto a asegurar que él no supo nada de la trama de los ERE.
Se dirá que son casos puntuales, que lo viene pasando desde hace una década en el PP los deja ridículamente pequeños. Y es cierto. Pero en la percepción popular esos matices cuentan poco, salvo entre los convencidos de uno y otro lado. La gente tiene, y cada vez más, la sensación de que la política española está podrida: el último barómetro del CIS concluía que el 20,1 % de los españoles opina que la situación política era “regular”, un 34,0 % que es “mala” y un 40,9 % que es “muy mala”. Una situación como esa debería provocar una reacción de emergencia en los partidos y en las instituciones. Pero nadie mueve un dedo, salvo, quien puede, para instruir a sus medios a fin de que esas cifras pasen lo más desapercibidas posibles.
Cabe suponer que nuestros avezados políticos - sobre todo los que alguna vez tocaron poder- se digan entre ellos que sí, que esas cifras no son buenas, pero que, al final, los mismos que se quejan terminan votando, que es lo que les interesa. Porque no son capaces de darse cuenta que un juego como ese tiene un límite. Y puede que nos estemos acercando a él.
¿Quiere eso decir que se está fraguando un movimiento revolucionario? Para nada. Es España funcionan demasiados amortiguadores sociales, económicos, ideológicos y culturales como para que un proceso como ese pueda siquiera iniciarse. Lo que no elimina la posibilidad de que minorías radicales de uno u otro signo puedan lanzarse al monte en el momento menos pensado.
Pero siendo muy inquietante esa posibilidad, el efecto más grave de la creciente desafección ciudadana hacia la política es que los partidos que tendrán el protagonismo del gobierno y de la oposición cuando el PP deje el poder carecerán de una posibilidad mínimamente sólida de conectar con la sociedad cuando propongan las reformas que serían imprescindibles para salir del desastre en el que se encuentra la política española. En todos sus ámbitos. El institucional, con la monarquía y los tribunales seriamente en cuestión, el autonómico, el más acuciante, por la crisis catalana pero también por la creciente inquietud del nacionalismo vasco y los gravísimos problemas de financiación y de competencias de las demás autonomías, y, por supuesto, el económico, que se repite que va bien, pero que tiene unos agujeros muy inquietantes de cara al futuro, particularmente el del inmenso endeudamiento público.
Hacer frente a esos problemas va a requerir de algo más que buenas palabras. Se tendrán que tomar medidas. Algunas de ellas no serán precisamente populares. Otras podrían provocar tensiones, si no enfrentamientos, con estamentos poderosos. Para abordarlas no sólo serían precisos acuerdos entre los partidos, sino también el apoyo o cuando menos la aquiescencia de la ciudadanía. Y la posibilidad de que algo parecido a eso se manifieste en un futuro, a corto y medio plazo, es nula o remota.
Sí, Cristina Cifuentes dejará el cargo y Rajoy y los suyos también. Y seguramente a no mucho tardar, por muchas triquiñuelas que se saquen de la manga y por muy tímidos que sean sus opositores. Porque una situación de desgobierno, o de incapacidad para gobernar como la que ahora existe no puede durar mucho.
Pero van a dejar una herencia espantosa. España no solo no se ha levantado aún de la tremenda crisis de 2008, heredera también de los desmanes de los políticos de antes de esa fecha, sino que en algunos aspectos, incluido el económico, las cosas han empeorado. Para levantar el país y para que vuelva a ser democrático, hace falta bastante más que ganar unas elecciones. Los partidos deberían empezar a pensar en ello. Pero no parece que lo estén haciendo.