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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Libertad o salud

Miguel Bosé arremete ahora contra las vacunas para la Covid-19

Pascual Serrano

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La llegada de una pandemia, con lo que supone de que nuestra salud se vea condicionada al comportamiento del resto de las personas, nos sitúa, una vez más, ante el debate sobre la prioridad entre derecho individual o derecho colectivo. En unos tiempos en los que el individualismo no deja de ganar terreno y lo colectivo se va abandonando, la tesis de que “o nos salvamos todos o no se salva ni Dios, que parecía tomada de una arenga comunista, resulta que se ha convertido nada menos que en imperativo científico.

Sin embargo, en estos tiempos de orgullo individualista, descubrimos gentes que asocian ese individualismo a rebeldía. No faltan quienes enarbolan con orgullo su resistencia a ponerse mascarilla, a aceptar las limitaciones de desplazamientos o cualquier otra recomendación que, según ellos, procede de un estado coercitivo y represivo que atenta sobre nuestras libertades. Lo lógico es que esos planteamientos procedan de las clásicas mentalidades liberales, que saben que con ausencia de normas universales, a ellos, a los poderosos, les supondrá más ventajas: el adinerado no necesita al Estado para que le garantice prestaciones sociales, no pagarían impuestos y, tendría toda la libertad que su dinero les permitiera, o sea, mucha. Eso explica las movilizaciones del barrio de Salamanca, gente que está acostumbrada a solo sufrir las limitaciones de su cuenta bancaria –o sea, pocas– descubren que pueden ser víctimas de los criterios sanitarios de un gobierno. O razonamientos como aquel de José María Aznar, afirmando que quién era el Estado para decirle que no podía beber si iba a conducir, cuando él ya tenía su propio sentido de la responsabilidad.

La reproducción de ese pensamiento individualista, que reniega de normativas colectivas, incluso aunque se creen para enfrentar pandemias y se basen en criterios científicos, ha desbordado los sectores neoliberales. Es por ello que tenemos desde movimientos ácratas o conspiranoicos liderando movimientos antivacunas, señalando al 5G y a los gobiernos como responsables de la pandemia o viendo en aplicaciones móviles creadas para detectar a la población infecciosa un control de los ciudadanos que no habían visto hasta ahora, olvidando que Google hace tiempo que controla nuestros movimientos o en las redes nuestra intimidad.

No han faltado los referentes famosos sosteniendo este discurso, desde Miguel Bosé a Bunbury pasando por el rapero Kase O. Si para estos la vacuna es una forma de inocularnos nanorobots o autismo, para el cardenal Cañizares la vacuna se está fabricando con células de fetos abortados. Todos coinciden en combatir a la ciencia y a los gobiernos en nombre de nuestra libertad e individualidad.

El nuevo rebelde se niega a ponerse la mascarilla, a la que compara con un bozal, como si la libertad de expresión se definiese por una mascarilla quirúrgica. Gente que acepta millones de desempleados, explotaciones laborales y corrupción de sus gobernantes, o que nunca se ha indignado ante el despido injusto de un compañero de trabajo o al ver a un anciano escarbar en la basura, pasa a abanderar la lucha contra una mascarilla o contra las normas sanitarias de una pandemia como vía de revolución contra la opresión del Estado. Precisamente ese Estado que es el único que le puede proporcionar un respirador si entra en colapso pulmonar o darle un mínimo ingreso vital si no tiene para comer, se convierte en su enemigo a batir.

Se ha generado también un curioso debate en torno a lo que se ha denominado despectivamente la “policía de balcón”. Se ha asociado a ciudadanos enloquecidos, rencorosos y asociables que solo encuentran sentido a su existencia increpando a las personas que ven en la calle durante los momentos más exigentes del confinamiento. Se recurre constantemente a casos en los que embisten a gritos e insultos con quienes solo eran un trabajador esencial, sanitario o cajero de supermercado, que se dirigía a su trabajo.

Pero que alguien acuse indebidamente a un enfermero de violar el estado de alarma cuando se dirige al trabajo no deslegitima la acción de acusar ante un comportamiento insolidario o peligroso para la salud. Que un vecino cometa la torpeza de acusar a otro de pedófilo porque viese que daba un beso en la cara a su sobrina no quiere decir que no sea oportuno que el testigo de un delito de pederastia no lo pueda denunciar. ¿Acaso no nos parece bien denunciar al que rompa un mobiliario urbano, acose a una mujer o insulte a una minoría racial? Porque esos también son policías de balcón. ¿Si nuestro policía de balcón denunciase a un tipo que condujese borracho a cien por hora en sentido contrario o que estuviese violando a una mujer debajo de su portal también le criticaríamos por llamar a la policía o increparle? Cuando el informativo de televisión recoge la imagen de decenas de jóvenes haciendo botellón sin guardar las distancias y sin mascarilla, con lo que ello supone de posibilidad de provocar un brote infeccioso, ¿con quién sería razonable molestarse? ¿Con los periodistas que lo están haciendo público o con la policía municipal que no ve a los cincuenta jóvenes en el parque?

Si los policías de balcón hubieran advertido a las autoridades de que no se estaban cumpliendo las normas sanitarias en una fiesta de cumpleaños en Lérida se podrían haber evitado 20 contagios, y esa provincia, con todos sus habitantes, podrían haber pasado de fase en lugar de quedarse en la Fase 1. Ojalá algunos policías de balcón hubiesen podido evitar la fiesta del príncipe Joaquín de Bélgica, que obligó a poner en cuarentena a decenas de personas tras saltarse el confinamiento.

Una de las situaciones inéditas que hemos vivido durante este estado de alarma es la puesta en marcha de multitud de normas con poco celo por su cumplimiento por parte de ciudadanos y de autoridades: practicar deporte en la hora de los ancianos, personas sin mascarillas en lugares donde era obligatorio, desplazamientos prohibidos entre provincias. La impunidad era tal que hasta veíamos informaciones con responsables políticos sin guardar distancias, a Mariano Rajoy haciendo deporte, a José María Aznar viajando desde Madrid a Marbella o a los hijos de la Infanta Elena y Jaime de Marichalar eligiendo dónde pasar el confinamiento. Todos ellos violaban las normas del decreto ley del estado de alarma.

Si a la falta de rigor de las autoridades para que se cumplan las medidas se añaden los constantes llamamientos de esas mismas autoridades a la importancia sanitaria para que la gente las cumpla, el panorama es el de un Estado sin autoridad y deslegitimado. Incluso se ha debatido si, finalmente, existirá capacidad legal para aplicar las sanciones por los incumplimientos del estado de alarma.

Y volvemos a la necesidad de que una sociedad disponga de medidas y acciones coercitivas cuando se trata de proteger la salud de la comunidad. En las manifestaciones en Estados Unidos de los partidarios de Trump contra el confinamiento se leía una pancarta que decía “tu salud no está por encima de mi libertad”. Pues precisamente debemos defender lo contrario. Vivimos en una sociedad en la que el dinero del banco está por delante de mi libertad para cogerlo, la valla de la mansión del millonario está por encima de mi libertad para saltarla, su piscina por encima de mi libertad para bañarme, el honor de muchos miserables por encima de mi libertad para insultarles, el resultado electoral por encima de mi libertad para proclamarme presidente del gobierno y el semáforo en rojo y la señal de dirección prohibida en la calle por encima de mi libertad para saltármelo o para circular en sentido contrario.

Es curioso cómo, ante miles y miles de coartaciones de nuestra libertad en nombre de la convivencia y del imperio de la ley, cuando se plantean otras nuevas porque llevamos cuarenta mil personas muertas por una pandemia y se crean con el objetivo de que no haya más, son enfrentadas por amplios espectros de la sociedad, unos desde su ideología liberal y otros desde su pensamiento libertario. Lo vemos en la no obligatoriedad para vacunar a los niños que ha provocado que el pasado año la OMS haya contabilizado 90.000 casos de sarampión debido a los movimientos antivacunas. Es por ello que el gobierno alemán está estudiando su obligatoriedad. El conseller de Educación de Catalunya lo ha intentado como condición para escolarizar a los niños pero se lo han impedido.

El debate no se termina en las normas de un estado de alarma para enfrentar una pandemia y proteger la salud, podemos ampliarlo a medidas medioambientales como el uso y abuso de plásticos o el reciclado. Si un interés común requiere que para que una medida contra la infección sea efectiva se necesite que la gran mayoría lleve obligatoriamente una mascarilla o se vacune, lo mismo sucede con una política medioambiental. Los estados no pueden delegar en la concienciación y la buena voluntad las medidas medioambientales necesarias para salvar el planeta. Es absurdo que yo circule en bicicleta para disminuir la emisión de CO2 si el resto de mis vecinos se están comprando en todoterreno de gasoil. Es ridículo que yo compre patatas de proximidad mientras mi primo se hace traer mangos del Caribe de postre.

Si nos paramos a pensar las normas que interesan a los ricos y poderosos, como el derecho a la propiedad y el castigo a su violación, son indiscutiblemente obligatorias y vinculantes. Ningún movimiento libertador moderno pone en duda que el Estado nos detenga si queremos conducir el coche de nuestro jefe o llevarnos un jamón del supermercado. Sin embargo, desde todas las direcciones ideológicas vienen vientos contra el poder de un Estado democrático para luchar contra la enfermedad. Alguien debería recordarles que muerto o en una UVI dejas de ser libre. La paradoja es que el individualista egocéntrico se considera el centro de todo menos protagonista del ingreso en la UVI, ese siempre cree que será el otro.

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