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Litoral de interior

Los panaderos, Pedro Bernardo, Ávila, 1967.

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''Estás morena. ¿Dónde has estado?''. Yo contesto que en Castellón. Y todo el mundo me imagina en Benicàssim o en cualquier playa cercana. Pero no, vengo de Matet, un pueblo tierra adentro. Un paraje jugoso, un vergel donde remedar a los Durrell en Corfú. Un paisaje de montes redondeados y arbolado espeso, con mucho alcornoque y olivo. Uno de esos paisajes que supuran aceite de oliva mientras suena la banda municipal de la chicharra. Contra la pesadez de las horas más calurosas del día: siesta y alcancía. Es la Sierra del Espadán, que es parque natural, y donde sus habitantes esporádicos y no censados, los hijos de los hijos que nacieron allí y que ahora viven en su mayoría en Valencia, tienen un deje maño al hablar. Turolense más bien, aunque con la ineptitud de la antropología madrileña creemos que todo lo aragonés puede ser llamado maño. 

''Volvemos a la llanura'', dice alguien mientras dejamos Matet y su sierra por la autovía mudéjar. Vamos camino de Asturias. Y al decirlo la gente cree, de nuevo, que vararemos en las playas de Luarca o Cudillero, tal vez Gijón. Pero no, vamos a otro pueblo montañero, Cangas del Narcea, junto a la reserva de Muniellos, uno de los bosques más frondosos de Europa, donde con mucha suerte podrías llegar a cruzarte con un oso pardo despistado. Viajamos de pueblo a pueblo, de montaña en montaña, de interior a interior, de alcornocal a robledal. 

Hay en España una orilla adentro que une todos los pliegues de lo que no es litoral, ni Madrid, ni siquiera ninguna de las ciudades medianas e importantes que siempre salen en las noticias o en las estadísticas. En el trayecto entre nuestros puntos de origen y llegada paramos en la ciudad de Burgos, epítome de la España interior. Casi arisca, también resulta frondosa y fresca con sus dos lados de la ribera renaturalizada del Arlanzón, modelo actual de los ríos que debieran volver a tomar las ciudades con su fauna y su flora. 

Acogedora en su presunta aspereza, Burgos nos muestra caminos y rincones más allá de la Catedral y su 800 aniversario, que se dice pronto. Paramos a merendar en las Llanas, en la de Adentro, en concreto, en un bar-librería que se llama La Figa Ta Tía (el coño de tu tía). Qué más se puede pedir. No muy lejos, en la Casa del Cordón, un regalo: la exposición de fotografía España adentro. De la mano de Fernando Gordillo y su trabajo documental durante los años sesenta y setenta del pueblo Pedro Bernardo (Ávila), villa de higueras, en pleno éxodo rural. Las fotos, hechas en su día en gran formato, revelan una vida ya extinta, la de un pueblo pequeño pero vivo, lleno de trajín diario, panaderías humeantes y criaturas que ahora vivirán en Ávila o en Madrid, y volverán con sus nietos a pasar el verano en el pueblo. A repoblarlo temporalmente, a llenarlo de ruido que cesará en otoño. 

Cómo me cuesta imaginar pueblos como Matet o Pedro Bernardo así, como muestran las fotos de Gordillo, llenos de vida diaria. En mi memoria, igual que la infancia de mis padres transcurre necesariamente en blanco y negro, los pueblos pequeños del interior de España aparecen sistemáticamente vaciados. ¿Y si estamos llegando al fin de esa siesta histórica? Me pregunto si la pandemia traerá un éxodo de las ciudades al pueblo, al campo, al interior. Está por ver por dónde nos sale la reinvención de la vida. Si pasan o están en Burgos no se pierdan la expo de Gordillo ni el bizcocho de cacao de La Figa Ta tía. Tampoco olviden parar en la tierra del Espadán si van camino de la playa de Castellón, ni internarse en el concejo de Ibias si van soñando con las playas asturianas. Hay mucho donde perderse en esa España adentro, un litoral interior lleno de historia, vida y quién sabe si promesa.

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