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Columna creative commons

Máquina de escribir

Jose A. Pérez Ledo

No es fácil concentrar todo lo que hacéis mal en tan poco espacio. Menos aún, hacerlo con el estilo telegráfico que impone la idiocia contemporánea, desprovisto de subordinadas y de puntos y comas, no vaya a ser que los de la ESO hiperventilen y mueran. No obstante, si alguien puede realizar semejante proeza analítica, soy yo (quizás también Cervantes, pero él está muerto).

De un tiempo a esta parte, no salgo de mi asombro al contemplar cómo, en este país cainita y despiadado, se siguen tomando decisiones sin consultarme primero. Llama la atención esta obcecación en el error. Cada vez que suena mi timbre, me digo: “¡Tate! ¡Ahí está España para preguntarme qué hacer ahora!” Lamentablemente, suele tratarse del cartero, un ser cuyo estatus pluricelular no deja de extrañarme. No tengo nada contra los carteros, ni tampoco contra los organismos unicelulares. Una ameba, al fin y al cabo, no deja de ser un español medio, más chiquito y menos gritón.

Digámoslo claro: una sociedad que subyuga a sus intelectuales bajo el plúmbeo peso de semáforos maricas y peatonalizaciones indiscriminadas está condenada al fracaso. Yo, que he sido traducido a 1.427 idiomas, ya no puedo pasear por las calles sin miedo a ser agredido por ciclistas, turistas, tuiteros, populistas, relativistas, posmodernos, feministas, veganos, admiradores de Gloria Fuertes y de Cela, e idiotas en general.

Hace años que solo salgo de casa para ir a la RAE, y hasta eso es un suplicio. Cuando llego allí, ni siquiera me siento. Asomo la cabeza por la puerta, grito: “¡la arroba es una unidad de masa!” y vuelvo a casa.

Qué decir de las mujeres. Yo, que vertí prosopopeyas en canalillos de medio mundo (“parpadea mi pasión”, declamé en 1983 entre dos senos de copa D), me siento hoy aborrecido por esta nueva femineidad que criminaliza el piropo.

Yo, que miré el abismo y el abismo apartó la mirada, ahora me pregunto: ¿cómo es posible que ningún aeropuerto lleve mi nombre todavía?

Salvo yo, todo se marchita. Trato de leer a los jóvenes escritores, pero me azora su simpleza (bien pensado, quizá fuese una copa C). Escucho la música contemporánea y clamo: “¡con Mozart murió la melodía!”. A veces lo clamo muy alto, lo cual me ha granjeado la enemistad del vecino de abajo. Pero, ¿qué sabe él de la genialidad? ¿Cómo va entender de lirismo un protozoo?

Si este país quiere salvarse de su propia ignominia, debe hablar conmigo. Pero no por ordenador, que no sé usarlo. Que me llame por teléfono antes de las nueve de la noche. Era D seguro.

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