Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

El problema es el Tribunal Supremo que tenemos

El presidente del Supremo, Carlos Lesmes, durante la toma de posesión de Luis Díez Picazo como presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo.

Carlos Elordi

Sólo dos meses después de la sentencia sobre el procés se ha confirmado lo que se sospechaba desde un principio: que el poderoso juez Manuel Marchena no era tan justo e imparcial como muchos pretendían. Con un añadido: que tampoco es un genio en el manejo de los instrumentos jurisprudenciales. El Tribunal de Justicia de la UE ha sacado a la luz sus limitaciones y amaños, dejando una vez más muy mal parada a la justicia española a los ojos de Europa.Y ahora la pregunta es cuánto tardará el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en concluir que el juicio mismo contra el independentismo se pareció algo a una farsa. Si no es que antes el Constitucional español no aporta más en ese sentido.

La sentencia del TJUE es un varapalo sin muchos precedentes contra el máximo organismo de la justicia de un país democrático. Marchena no sólo vulneró el derecho de Oriol Junqueras a asumir su condición de parlamentario europeo tras permitirle participar en las elecciones al mismo, sino que lo sentenció antes de conocer la opinión del TJUE sobre la cuestión prejudicial de ese asunto que el propio Supremo había elevado.

Son dos irregularidades muy graves y que podrían comportar sanciones muy serias si alguien se atreviera a meterse con nuestro juez estrella. Pero eso hoy por hoy no parece posible. Y si no, mírese el caso de Carlos Lesmes, que sigue presidiendo el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Supremo después del escándalo de las idas y venidas de la sentencia sobre las hipotecas en el que Lesmes tuvo un papel no secundario.

Pero más allá de eso, ¿por qué Marchena se atrevió a tomar iniciativas tan arriesgadas? Sólo caben dos explicaciones. Una, que no creyó que el TJUE llegaría a tanto. Y ahí metió la pata hasta el fondo, indicando que sabrá mucho de cómo moverse por los entresijos de la justicia española pero que ignora buena parte de los usos y costumbres de las más altas instancias de la europea. Y, sobre todo, que indica desconocer que entre las élites de nuestro continente, incluso en sectores de las conservadoras, la respuesta judicial al procés nunca ha sido bien vista. Pues se cree que un asunto como ese no debería haber sido abordada por los tribunales, sino por la política.

La otra razón por la que Marchena decidió atentar contra los derechos de Junqueras es que el cierre definitivo del juicio, con la terrible sentencia, era su prioridad absoluta, al cual cabía sacrificar cualquier escrúpulo procedimental o democrático. Y el final tan poco ejemplar del proceso lleva inevitablemente a preguntarse si todas las iniciativas judiciales adoptadas contra los líderes independentistas no han estado marcadas por una decisión inicial y firme de propinarles un castigo ejemplar. A la que más tarde se fue añadiendo toda la parafernalia jurisprudencial necesaria para llevarlo a cabo.

Cabe recordar que la querella presentada por el entonces fiscal general José Manuel Maza pocos días después del 1 de octubre de 2017 fue prácticamente asumida como propia por Marchena y su tribunal y, por supuesto, por los fiscales del Supremo. Los mismos que ayer tardaron tres minutos en leerse la sentencia del TJUE para concluir que no había que hacerle caso alguno y los que durante la vista oral lucieron su saña inquisitorial contra los procesados, no precisamente acompañada de mucha brillantez ni eficacia profesional.

La iniciativa de Maza fue entendida por algunos como un acto de rabia, seguramente inducido por el gobierno Rajoy, ante el fracaso del operativo montado para impedir el referéndum y de la que el ataque masivo contra los colegios electorales seguramente también era expresión.

El juez Llarena siguió esa línea sin modificarla un ápice. Marchena condujo su proceso sobre esas mismas bases. Al final se vio obligado a retirar la acusación de rebelión porque era demasiado escandalosa, pero dictó unas condenas brutales. Así cumplió con su cometido. Respetando aparentemente todas las normas. Este jueves se ha visto que no era así.

El gobierno tiene ahora una patata caliente en sus manos. El TJUE y el presidente del Parlamento Europeo le han pedido que aplique la sentencia. Esto es, que permita a Oriol Junqueras recibir su nombramiento y ocupar su escaño. Si no actúa en esa dirección Pedro Sánchez puede no ser investido porque Esquerra Republicana no va a mirar para otro lado.

Sorprende que la hipótesis de que algo así ocurriera no hubiera sido tenida en cuenta por los medios de comunicación. Pero mucho más que eso inquieta la incógnita de qué va a hacer el Gobierno con la actual cúpula judicial y con el Tribunal Supremo en particular. Porque un país democrático normal no puede tener a personas como Marchena y como Lesmes, y unos cuantos más, mandando en la estructura judicial.

Sobre todo si por una cobardía suprema o por incapacidad manifiesta para cumplir sus obligaciones, el poder político, el que en su momento representaba Mariano Rajoy y el PP, delega en el judicial la solución de un problema político tan característico y grave como el catalán. Porque por esa vía nunca se van arreglar las cosas, ya que el poder judicial está compuesto por las personas que el poder político ha seleccionado y porque no pocos de nuestros magistrados están demasiado imbuidos de sus convicciones ideológicas como para ser un árbitro en esas cuestiones.

Casi lo de menos ahora es lo que pueda pasar con la investidura. Que puede salir si Sánchez no vuelve a su dogmatismo antinacionalista de hace pocos meses, si comprende que no es momento de defender a Marchena por encima de la evidencia. Más importante que eso es que la política se apreste a acabar con la disfuncionalidad que supone una parte significativa de nuestro poder judicial. Que puede llegar hasta a acabar con nuestra democracia, como la crisis catalana está empezando a demostrar. Se puede hacer. Hace falta coraje. Aunque también inteligencia.

stats