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Senderos de guerras: cuando la intención de convencer al otro se convierte en mera destrucción

Vista de los daños registrados en varias tiendas en el lugar donde hizo explosión un coche bomba en el distrito de Al Karrada, en el centro de Bagdad (Irak), el 14 de agosto. / Efe

Marc Pallarès Piquer

A mediados de los 90, un prestigioso filósofo balcánico pronosticó que en 2015 las guerras prácticamente habrían desaparecido. El razonamiento era el siguiente: los países “desarrollados” no necesitarían dirimir sus diferencias con las armas porque las restricciones en la compra de deuda pública y el veto a las exportaciones resultarían más eficaces que un conflicto bélico. Y, por lo que a los países “menos desarrollados” se refería, 2015 presentaría una nuevas sociedades quizá no mucho más prósperas, pero con una disminución del antagonismo entre las ambiciones de poder y las realidades sociales. Este aspecto concebiría las relaciones humanas a partir de una dimensión de la realidad en la que las armas y los bombardeos no tendrían cabida. En definitiva, subyacía la idea de que las guerras eran poco más que resquicios del feudalismo; y no sólo porque eran controladas por las minorías privilegiadas sino también porque, según este filósofo, expresaban una alineación anacrónica de toda la esfera del capitalismo, de su orden, de su prosperidad y de la regulación que este capitalismo aportaría a las sociedades.

Veinte años después, según el Informe Alerta que redacta la Escola de Cultura de Pau, en 2013 hubo 35 conflictos armados, la mayoría en África (13), seguido de cerca por Asia (11). A continuación, Europa (cinco), Oriente Medio (cinco) y América (uno).

Lo primero que llama la atención de estos escalofriantes datos es que la inestable América del siglo XX (la del Sur) ha dejado paso a una América del siglo XXI más tranquila. Hay que tener en cuenta algunos hechos que han marcado el devenir de los últimos años: tanto en Honduras, en 2009, como en Paraguay, en 2012, gobiernos elegidos democrática y legítimamente (el de Manuel Zelaya y el de Fernando Lugo) fueron revocados sin la necesidad de recurrir a los contundentes métodos militares. La fechoría, típica del siglo XX, se ha sofisticado, ya que las fuerzas conservadoras utilizaron argucias jurídicas para sustituir a presidentes progresistas; se trató de una estrategia bautizada por el profesor Marcos Roitman como “golpes de Estado constitucionales” que, de alguna manera, han evitado que explotaran algunos conflictos bélicos en aquellas latitudes.

Por lo que a África se refiere, las guerras del pasado 2013 ponen en evidencia que la violencia de las desigualdades sociales todavía es capaz de exacerbar, en pleno siglo XXI, los discursos identitarios, que son percibidos como las únicas vías de ascenso social: las personas que se reconocen como miembros de una “comunidad” religiosa, cultural o étnica encuentran un sentimiento de pertenencia y recurren a medios armados para hacer valer sus derechos a través de su grupo. El historiador Pierre Kipré cree que África pasa por una crisis de identidad que sumerge sus raíces en ancestrales procesos históricos. La mayoría de las fronteras africanas fueron delimitadas artificialmente por las naciones coloniales a finales del siglo XIX, y se llevaron a cabo sin tener en cuenta las realidades humanas y sociales. Esto tiene unas consecuencias que se siguen arrastrando a día de hoy y que explican el motivo por el cual África es el lugar donde más guerras se producen; en cierta manera, se puede decir que existe una carencia de sus propias sociedades, hecho que implica que los conflictos surjan a partir de los dictámenes de unas élites políticas africanas que siguen creando las redes de las relaciones sociales como componentes íntimos de poder.

En otros rincones del planeta, algunos de los conflictos que se vienen produciendo en los últimos años, y que habitualmente consideramos como locales, suelen ser agravados por hechos externos. De esta manera, la intervención occidental en Libia en 2011 facilitó la extensión de armas de guerra almacenadas por Gadafi, pero también de los lanzamientos franceses y británicos de armamento con paracaídas.

En cuanto a los conflictos que habitualmente se suelen considerar como religiosos, el historiador y economista libanés Georges Corm defiende que incluso enfrentamientos como los de Gaza son más profanos de lo que creemos, es decir, son conflictos anclados en un contexto social cuya dinámica no se suele analizar en profundidad y donde diferentes mandatarios encuentran la oportunidad de concretar sus ambiciones, que poco o nada tienen que ver con las supeustas convicciones religiosas.

Así, según el informe de Escola de Cultura i de Pau de 2014, solo en junio de este 2014 nos encontramos con que siete conflictos han agravado su situación con respecto a su situación en los los meses anteriores: Irak, Afganistán, Burundi, Nigeria, Pakistán, R. Centroafricana, R. D. Congo-Rwanda. Esto nos lleva a pensar que, en los años 90, el filósofo no acertó en su vaticinio. Las violencias organizadas por los poderes estatales (y religiosos, si no se aceptan los postulados de Georges Corm) inscriben el uso de las armas como herramientas que permiren enlazar, a través de la exacerbación emocional, a la víctima y al verdugo de todo conflicto bélico en una especie de comunidad sagrada. Por ello, en pleno siglo XXI, las guerras suelen desviarse de la función social productiva (que en el pasado funcionaba como principio y como meta supuestamente “útiles” para el pueblo que era llamado a filas).

Ahora, sea en el contexto que sea (África, Irak, Rusia-Ucrania …) la guerra es enfocada por quienes la declaran como un instrumento necesario para impulsar algún tipo de unión orgiástica del pueblo; así, a pesar de la crueldad (Chevalier ya dejó escrito en su sensacional El miedo que una guerra es “la concesión a la Providencia de la capacidad de llenar cementerios”), el llamamiento a la guerra responde a “algo inevitable” en tanto que quien lleva a su población hacia ella encuentra en sus rivales el paradigma de valor-signo.

Mientras la humanidad no rompa con este paradigma, seguramente las guerras no podrán ser simples objetos de estudio de los libros (o las tablets) de historia en los institutos. Hasta que el principio de realidad de las personas que comandan el mundo no deje de necesitar una total y avariciosa transformación de sus necesidades más instintivas, desgraciadamente, será difícil que algunos podamos ver el fin de las guerras en vida.

A pesar del transcurso de los siglos, a pesar de los avances en otras dimensiones humanas, todavía hay demasiadas diferencias que quienes llevan las riendas del mundo han decidido que deben regirse por una dominación de Eros que también es la del Tánatos. Así, la realización y la intención de convencer al otro se convierte en mera destrucción tanto en Irak, como en Nigeria, en Ucrania o en Afganistán. No en un sentido moral sino irracional: coger las armas o subirse a un avión de combate todavía es percibido como algo que se sitúa más allá del Bien o del Mal, y esto hace que permanezca por encima del principio de realidad establecido, un principio convertido con demasiada facilidad en un sendero de guerras en el que, este Eros, en pleno siglo XXI, aun niega y ataca la convivencia en demasiados rincones del planeta.

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