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Sexo y poder

El secretario general del PP, Miguel Tellado, la portavoz en el Congreso, Ester Muñoz, y Alberto Núñez Feijóo, durante una sesión de control al Gobierno, en el Congreso de los Diputados.
12 de diciembre de 2025 21:33 h

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No se trata de negar los casos de acoso que afectan al PSOE, sino de preguntarse por qué solo interesan cuando sirven para empuñar el hacha contra el adversario, y no cuando obligan a revisar cómo funcionan realmente los partidos por dentro. No hay duda de que estos casos son deplorables y que deben ser investigados a fondo, no solo para depurar responsabilidades de los supuestos agresores, sino también para garantizar la reparación de las mujeres víctimas que han denunciado y asegurar que no se repitan casos similares en los entornos donde se han producido. 

Resulta sonrojante el repentino interés de la derecha y la extrema derecha por la violencia machista si los casos afectan al partido de Pedro Sánchez. Especialmente cuando en sus propias formaciones políticas se ha pasado de puntillas, (cuando no directamente se han encubierto), ante episodios similares de violencia sexual no solo contra las mujeres, sino también contra las infancias. Sin ir más lejos, la condena a nueve años de prisión de Arturo Torres, portavoz de Vox en un municipio de Almería, por una agresión sexual a una niña de 12 años. O la condena al exconcejal del Partido Popular Javier Rodrigo de Santos por varios delitos, entre ellos coaccionar a hombres presos para mantener relaciones sexuales con él, la agresión sexual a una persona menor de edad y el uso de más de 50.000 euros de dinero público en prostitución.

Eso sin mencionar el silencio persistente y el obstruccionismo ante los numerosos casos de pederastia en el seno de la Iglesia católica. Poco ruido han hecho los de Núñez Feijóo y Abascal ante la reciente destitución del obispo de Cádiz y Ceuta, Monseñor Rafael Zornoza, quien está bajo investigación por abusos sexuales a personas menores de edad.

La doble moral aparece cuando los casos que salen a la luz afectan a las formaciones de izquierda: escándalo selectivo, indignación interesada y una batalla política y dialéctica que sustituye a la reflexión profunda. Si los hechos se producen en un partido político progresista, pero se ignora que esto también suceden en sus propias organizaciones políticas. La coerción sexual ejercida contra mujeres por parte de sujetos que ostentan posiciones de poder ocurre en todos los ámbitos y en todas las instituciones. Ese es el problema. Ni el PSOE ni la política son una excepción, como tampoco lo son la universidad, el mundo cultural, las ONG, las empresas o los centros educativos…

Poco le interesan a la derecha y la extrema derecha las mujeres víctimas de la violencia sexual, al menos eso es lo que refleja el combate partidista utilizado para tumbar al PSOE, en lugar de abrir una reflexión colectiva y honesta sobre cómo prevenir, detectar, atender y reparar las prácticas de coerción sexual que se reproducen en el interior de las estructuras de poder. Los términos en los que se plantea esta conversación solo perjudica a las mujeres. Si el problema es Pedro Sánchez y el PSOE, el problema de fondo, las prácticas de coerción sexual que sufren tantas mujeres, seguirá intacto y ellas desprotegidas.

Sin infravalorar la gravedad de lo que revelan los casos del PSOE respecto a las deficiencias en la lucha contra las violencias machistas en su propio partido, conviene no desviar la atención del problema estructural. Decenas de mujeres, también en otras formaciones políticas, sufren situaciones de acoso y violencia en las organizaciones en las que trabajan por parte de hombres que ocupan posiciones de poder. Mujeres que no encuentran ni los canales ni los apoyos necesarios para denunciar en esos espacios donde quieren desarrollar una carrera profesional porque quienes las rodean relativizan, justifican o directamente ignoran las conductas machistas y misóginas de esos hombres que las identifican y se creen con el derecho a disponer de ellas, a ser unos guarros como diría mi amiga Eva.

El denominador común de la coerción sexual no es el partido ni la ideología, es la impunidad de quienes, desde posiciones de poder, saben que pueden actuar sin consecuencias. Una impunidad que no se construye solo desde arriba, sino que se sostiene cuando hay personas en esos entornos que miran hacia otro lado y relativizan conductas abusivas en nombre de una causa supuestamente mayor. En esos contextos, el sexo no es un intercambio libre, sino una herramienta de control. La dependencia profesional, la promesa de oportunidades, el miedo a represalias o al descrédito convierten el consentimiento en una frontera difusa, marcada por la desigualdad. No hace falta violencia explícita cuando el poder organiza el silencio y castiga a las mujeres que se atreve a romperlo.

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