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Cómo tratar a los votantes suicidas

Simpatizantes de Jair Bolsonaro, nuevo presidente de Brasil. EFE/Antonio Lacerda

Rosa María Artal

Van cayendo, una tras otra, las bolas de esa lotería que entrega el poder a los nuevos, eternos, fascismos. Brasil es la más reciente. 58 millones de seres han elegido un presidente, Jair Bolsonaro, que se propone destruir hasta las bases de la democracia. Incluso dañar, vender, parte del pulmón del mundo, la Amazonía, que cayó en su territorio. Nadie debería sorprenderse puesto que lo ha anunciado, pero hay un ingente número de personas que creen en la imagen que se han forjado del personaje y obran por sentimientos sin utilizar la lógica. Sin dar la importancia esencial que tiene la razón en el comportamiento humano.

Brasil es el último ejemplo, pero otros 62 millones de electores entregaron su confianza a Donald Trump y ahí sigue bastante estable. La lista en Europa empieza a ser larga, desde el húngaro Viktor Orbán y el polaco Andrzej Duda, pasando por Austria, Eslovaquia, hasta la Italia de Salvini. O la desnortada derecha española. La temible peste ultra avanza sin pausa impulsada por una población –cuesta llamarla ciudadanía- que vota con una obcecación impropia de seres racionales. No hay excusas. No son ideologías del juego democrático.

Me dirán, y estoy de acuerdo, que partimos de democracias imperfectas. En muchas de ellas, el peso de la corrupción altera todos los esquemas. Por cualquier campo que se indague –escribí del narcotráfico en el artículo anterior– vemos el dedo que duele en cuanto toca. Y que hay circunstancias, quizás consecuencias, diferenciales en este momento histórico.

La impunidad viene instalada en la esencia del capitalismo pervertido ya en la anterior crisis del 29. No hay ni en Tulsa, ni en parte alguna, a quien reclamar por Las uvas de la ira. La crisis actual ha ahondado las desigualdades, ha expulsado del sistema a muchas personas, las ha abandonado. Y las ha manipulado a niveles desconocidos. Sí, siempre hubo quien ejerciera esa labor. Pero ahora, se multiplican los púlpitos mediáticos plegados al poder, los mensajes uniformes y masivos, y las fake news operan con inusitada fuerza.

Es indispensable marcar la diferencia, cada vez con mayor rotundidad, entre el periodismo y la propaganda. Los medios a los que ataca Trump, por ejemplo, son los que cumplen su labor de informar. El magnate norteamericano supo utilizar esa baza para identificar el descontento ciudadano con los medios críticos. Les llama “los enemigos del pueblo”. Según contó Almudena Ariza, corresponsal de RTVE en Nueva York, “en un sondeo reciente de CBS, el 91% de sus ”strong supporters“ opinan que la información que Trump proporciona es precisa. Y solo el 11% cree en los medios como fuente fiable”.

Trump ha usado las fake news a discreción en su campaña y en su ejercicio de gobierno. Bolsonaro le ha imitado, con éxito. En España hace tiempo que funciona la estrategia contra la izquierda. Hay millones de seres dispuestos a creer cualquier falacia malintencionada, siempre que conecte con algo que anide en sus intestinos. A creer cualquier explicación simplista. Insisto en que las tribus wasaperas están teniendo una influencia decisiva en la involución. Se tragan y difunden lo que sea como si fuera verdad absoluta. Creen. Quieren creer. Da más trabajo pensar.

Hay razones para el descontento. El error se da al abordar las soluciones, cegados por influencias que no descartan ni el odio. Lo priorizan. El rechazo al Partido de los Trabajadores de Brasil ha llevado a muchos de esos 58 millones de votantes a creer que sus problemas los arreglará un régimen fascista. Así sucede en otros países. Así pasó ya en la trágica Europa de Hitler y Mussolini. En España, se impuso por las armas.

Toda la historia de la filosofía se puebla de esa incógnita por la que algunas personas obran en contra de sus propios intereses. Es una de las primeras definiciones de la ignorancia. Siempre acompañada de osadía y autosatisfacción. El caso es que la irracionalidad gana terreno. Y vuelven las críticas a lo que no ha sabido hacer la izquierda. A que no convence. Explorando causas y soluciones, llegamos a la conclusión de que insultar a los votantes de Trump no sirvió de nada. El país de los 200 millones de habitantes, algo más abajo, se entrega a Bolsonaro. Igual todas son tácticas fallidas.

España elige un líder de la derecha oficial, el PP, que produce sonrojo. Su desfachatez, su incultura, sus mentiras descomunales. Los discos sin fin con las cuatro ideas repetidas de los líderes de Ciudadanos se inscriben en similar contexto. Y ya no nos falta más que la promoción de la ultraderecha neta con ese cortejo de los horrores con el que aumenta sus filas. Y todo ello alentado, y al menos lavado por buena parte de los medios.

Al ciudadano que se siente a gusto con esta situación le molestan las críticas. Es consciente de su poder. Existe, en ese sector y en la izquierda exquisita, una autentica apología de la ignorancia que acusa de clasista cualquier apelación al conocimiento. Siempre recuerdo a José Luis Sampedro cuando hablaba de los votos tan condicionados como para pervertir su sentido. “Se confunde a la gente ofreciéndole libertad de expresión al tiempo que se le escamotea la libertad de pensamiento”, concluía.

A este ser escasamente lógico, los datos contrastados le sobran, le convencen más los mensajes emocionales, viscerales. Lo que mejor funciona, decían los expertos, es ganarse su confianza y desplegar la persuasión, con múltiples cautelas para que no se replieguen.

A la ultraderecha troglodita que alcanza el poder le basta con mentirles y decirles lo que quieren oír. En algunos casos, hundidos en la miseria, les seguirán creyendo. Se trabajó y se trabaja mucho para que así sea. Tenemos un problema grave y creciente. Porque perturba la convivencia de todos. El futuro.

La condescendencia tampoco funciona. Poner la otra mejilla nunca resultó para las víctimas. Hay que enfrentar la verdad, decir las cosas claras, y mover las teclas con efectividad. “Es hora de aullar”, dijo José Saramago hace 14 años. “Se presentan tiempos de oscuridad, el fascismo puede regresar y llegar a la paradoja de que -por ejemplo, en la Unión Europea- haya un país en el que el pueblo decide elegir un gobierno fascista. ¿Qué vamos a hacer después?”.

¿Qué vamos a hacer antes, ahora, cuando aún hay tiempo para nosotros?

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