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El vivo al bollo

Dos personas mayores pasean por las calles de Pamplona

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“El fantasma de las Navidades por venir lo trasladó, igual que había hecho con anterioridad (...), a los lugares donde se reúnen los hombres de negocios, pero tampoco se encontró a sí mismo” - Charles Dickens, en su 'Cuento de Navidad'.

La sobremortalidad en lo que va de año alcanza las 70.000 personas, sea por el virus o por lo que se ha dejado de tratar por el virus o por lo que no se diagnosticó por el virus. Vivimos la peor crisis de mortalidad en España desde que tenemos registros oficiales y ya hay días en los que fallecen más de cuatrocientas por causa de la COVID. Arranco con las cifras porque puede que les hayan pasado desapercibidas, últimamente hay que buscarlas con paciencia entre los datos de contagios, de ingresados, de ocupación hospitalaria… sólo al final leerán de forma escueta: 450 muertos en 24 horas. Simultáneamente a alguien se le ha ocurrido la brillante idea de lanzar un eslogan para salvar la Navidad. 

¿De verdad podemos festejar algo en estas circunstancias? No solamente porque, como veremos, es un riesgo cierto de aumentar las cifras, sino porque no debería quedarnos ni la más mínima gana de celebrar, lo que sea, en estas circunstancias de luto severo para la nación y para el mundo. En primer lugar, porque hay miles de familias a las que ya les falta un familiar en la mesa de las fiestas y, en segundo, porque las tradiciones que pretenden algunos perpetuar, pondrán sin duda más muertos en las estadísticas y en el haber de los que tanta necesidad tienen de juntarse para saltar corchos de cava y hacer lo que siempre se hace porque hacerlo es lo que hay que hacer. ¿No pueden estarse quietos? ¿Les va la vida en repetir lo que han hecho durante tantos años y van a volver a repetir durante muchísimos más? ¿De verdad son tan gregarios, tan previsibles, tan temerarios que no pueden prescindir de esos gestos reiterados y en algunos casos hasta obligados por la costumbre sólo por una vez?  

Claro que reza el cruel refrán que el muerto al hoyo y el vivo al bollo y aquí el bollo no sólo es el que se ponga sobre la mesa de las comilonas sino también el de tanta gente que depende del gasto económico que se despliega en estas fechas para tener el pan que llevarse a la boca. No digan pues, ¡salvemos la Navidad!, digan ¡salvemos a los que viven de la Navidad! Eso lo comprendo algo más. Y reconozcan, como ya sabíamos, que las fiestas son sobre todo un inmenso conglomerado económico al que estamos amarrados, nos guste o no nos guste, como en una noria que no puede atender ni a las más lógicas y simples necesidades de la salud. 

Supongamos que somos capaces de poner a esto racionalidad, ciencia y mesura y llegamos a la conclusión de que hay cosas que no podemos hacer. Nuestra cultura, también la navideña, es contraria a cualquier profilaxis anti epidémica. La veraniega era incluso menos peligrosa, a fin de cuentas íbamos a andar al aire libre, y miren hasta dónde nos ha traído. No se trata de una discusión meramente española, no nos miremos el ombligo. La enojosa frase se ha oído en todos los idiomas de los países de tradición cristiana: Sauver Nöel, Save Christmas o Weihnachten retten. Occidente entero anda volcado en el rescate económico más arriesgado en términos de vidas que se recuerda. 

La Navidad lleva aparejados los viajes, las reuniones de no convivientes, las celebraciones con comida y alcohol en espacios cerrados, las salidas de compras, los regalos y la decoración. Si lo que nuestros dirigentes consideran es que hay que encontrar un equilibrio entre las 400 defunciones diarias, los porcentajes de ocupación de UCIs y la posibilidad de que miles de familias de pirotécnicos, vendedores de juguetes, turroneros, hosteleros y vendedores de zambombas y uvas sin pepita queden a la intemperie, entonces lo que deben hacer es decirlo claramente y desbrozar de toda esa bomba epidemiológica qué es lo que podemos intentar preservar y qué no. Unas normas claras para llegar a esas fechas con precaución y a medio gas, a sabiendas de que el dolor sigue recorriendo las ciudades y de que se trata sólo de tener paciencia hasta que la vacuna llegue el año próximo y podamos festejar la llegada de 2022 hasta caer extenuados de gozo y de alegría de vivir porque eso, afortunadamente, va a llegar. No se trata de exterminar nada sino de diferirlo. 

Yo, particularmente, no creo que sea posible celebrar nada en estas circunstancias. Los creyentes supongo que sabrán que pueden hacerlo en sus corazones. En todo caso es posible hacer una comida o cena especial –entre convivientes– comer ese turrón y beber ese cava –por consumir, no porque queden muchas ganas–, felicitarnos a distancia y hacernos regalos que no hace falta que nos demos en persona, porque recuerden que se encargan de repartirlos los Magos o Papa Noël, el Olentzero o Santa Claus, y que estos van a encontrar miles de fórmulas para hacerlos llegar hasta sus destinatarios. No podrá haber, claro está, cenas de empresa. Pongan un belén o un árbol si lo desean, pero compren los adornos en solitario y con mascarilla, respetando las distancias y sin mercadillos abarrotados. No se, échenle cabeza porque no puede haber alegría en aquello que traerá destrucción, porque no merece la pena encabezonarse en juntarse con la familia si en unas semanas eso les va a arrasar en lágrimas, porque la cogorza de fin de año nos la podemos coger el día que nos podamos quitar las mascarillas, porque la Navidad celebra el nacimiento de una esperanza y no las campanas que tocan por un muerto más. 

Regálenles a sus seres queridos seguridad. Deséenles muchos años más de libertad y de salud. Envuelvan sus ganas de fiesta y su hartura de privaciones en papel de razón y de prudencia y desenvuélvanlas cuando esto afloje. No sé, pidámosle al Gobierno que el día que se decrete el fin de la emergencia se fijen dos días de fiesta para que salgamos a la calle a abrazarnos como hicieron en 1955 cuando se obtuvo finalmente la vacuna para la polio. Presuman de ser conscientes e ir a hacer las cosas de otra forma este año. Es sólo una vez. Será la vez en que vivimos una Navidad diferente pero que será solidaria y humana porque será en función de nuestra vida, nuestra salud y la del resto de los que nos acompañan en la humanidad.

Tampoco estaría de más que en vez de someter a la población a discursos contradictorios, a medias verdades, a silencios o a ausencias, alguien vaya trazando ya un plan claro para todos aquellos que no pueden o no quieren prescindir de una tradición que es perfectamente aplazable. El que más y el que menos, por trabajo, por la enfermedad de un ser querido, por una muerte, ya ha tenido alguna vez que pasar de ella. No ocurre nada, consta que todos han sobrevivido a unas no fiestas pero no consta si usted que me lee o alguien a quien quiera sobreviviría a unas fiestas ahora. 

Los muertos van a ir al hoyo, pero no olvidemos que son nuestros muertos. 

Yo prefiero pasar del bollo si es preciso.

Ustedes mismos. 

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