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Imbécil onírica
Esta noche, en sueños, la he pasado en un espacio gigantesco que era a la vez una oficina llena de escritorios rectangulares que se entremezclaban con las mesas redondas del comedor de un restaurante en el que los clientes tenían que hablar en voz muy baja para no molestar a quienes trabajábamos al ordenador.
Yo estaba muy concentrada en mis tareas y tenía a mi lado la mesa de un jefe con el que apenas me podía comunicar, porque todo le molestaba. Pero, claro, tenía preguntas que hacerle sobre asuntos que dependían en exclusiva de su criterio. Incluso eso le exasperaba. En un momento dado, a una escueta pregunta, responde entre dientes algo de lo que yo solo logro entender un “imbécil” que me cabrea a nivel dios. Me levanto, me pongo frente a él y le suelto un discurso muy bien armado (en mi mundo onírico, al menos) en defensa propia y poniendo de manifiesto mi clara visión sobre su estupidez.
En la siguiente escena ese incidente queda del todo atrás, y estoy como volviendo de algún lugar a esa misma oficina cuando escucho a gente cantando a lo lejos. Busco la procedencia del jolgorio y llego a una mesa de señoras que están comiendo y pasándose a la vez por el arco del triunfo el silencio exigido en este peculiar recinto. Les invito a bajar la voz. Ni me escuchan. Ellas siguen a lo suyo. Me enfado y cojo a una del brazo firmemente, buscando su atención.
Al escribirlo, me doy cuenta de que en mi sueño es recurrente la queja por no ser escuchada. Y es que en la “realidad” es algo que me disgusta sobremanera, la discapacidad generalizada que tenemos para prestar atención al otro. Y me incluyo en este déficit, pues me encuentro a mí misma en muchas ocasiones cortando el discurso de la persona con la que converso. Es lamentable. Llevamos dentro a un pseudo-dios yo, mí, me, conmigo, que muchas veces no sabe, o puede o quiere, dejar espacio a los demás. Esta circunstancia, como casi todo, tiene su modulación: siempre hay quien más y quien menos. Lo que no tiene medida es la necesidad que todos tenemos de ser escuchados. Quizás también por eso cada vez me gusta más (o necesito, no sé bien) escribir. Escribir para estar en silencio, escribir para parar, escribir para reflexionar, escribir para expresar lo que es imposible expresar de otro modo.
Volviendo al lío, de repente ya no estoy en esa mesa en la que las felices señoras cantan a voz en grito. Una de ellas parece que me ha dado el encargo de cuidar a una niña, y con ella paseo por una especie de calle comercial de aspecto medieval. Una cosa rara de esas de los sueños. Es una niña francamente excepcional, muy pequeñita, aparenta unos dos años, pero hay mucho en ella de adulta, de adulta de verdad. Con ella sucede algo que me ha pasado en la vida real con algunos niños con los que me he relacionado. Me comprende cuando le hablo, me tiene en cuenta. Cuando ella habla, sus palabras están cargadas de lucidez. Se desenvuelve muy bien sola, aunque a veces yo he de cogerla en brazos o ayudarla a cruzar la calle, subirla al mostrador de una tienda o abrazarla. Siento una profunda complicidad con esta niña. Por fin me siento tranquila.
Camino junto a ella, otra vez como de vuelta hacia algún lugar que no sé cuál es, por esa calle de piedras. Es muy pequeñita y resuelta. Camina delante de mí y yo la miro embobada cuando me asalta una duda brutal: ¿no será esta niña un producto de la inteligencia artificial?
Me despierto del tirón, con dolor en el cuerpo, un agujero en el pecho y la certeza de que el mundo me es cada vez más ajeno. Al rato pongo la radio y Millás habla con Javier del Pino de su nuevo libro “Ese imbécil va a escribir una novela”. Vuelvo a sentirme mejor.
Luego me asalta la duda de si el Millás actual puede ser otro producto de la inteligencia artificial y entonces no me queda más remedio que ponerme a escribir este texto y sentirme, un poco más aún, la imbécil que reconoció en mí ese jefe agrio que asaltó mi madrugada.
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