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A mi madre y a mi abuela en este 8M

Victoria Parraga

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Me crié en una familia en la que de niña me parecía que una gran parte de la fuerza que todo lo movía venía de las mujeres. Mujeres como mi madre, mi abuela, mis tías Concha y Luisa, mi tía Antoñita, mis tías abuelas Carmen, Margarita y Antonia. Todas demostraban con su conducta en aquellos años duros de los 50 y 60 que un 'no' era un 'no y un 'sí' era un 'sí' en todos los ámbitos de sus vidas que tenían que ver con la dignidad.

Elijo a dos. Mi madre, Palmira Julia Tello Landeta, 'La Tellito', afiliada desde los 14 años a la JSU, fue encargada durante la Guerra Civil y con apenas 16 años de AgitProp –Agitación y Propaganda– en su zona de Madrid, junto con su siempre recordada amiga Dionisia Manzanero, una de las Trece Rosas. Tuvo que huir de su querido Madrid en 1939 porque la policía franquista la buscaba y se convirtió en Amaya Hidalgo a partir de entonces. Su foto subida a un coche en 1936 arengando a la gente para que se protegieran de los ataques de los aviones alemanes ha aparecido en diferentes publicaciones.

Mi madre, a quien siempre todo el mundo llamó Amaya desde que puedo recordar, nació en Madrid en 1920 y murió en 2016. Fue la mujer que desde muy niña me dijo que tenía que estudiar y tenía que ir a la Universidad precisamente por ser mujer. Que podía ser una señora de la limpieza si quería, pero con un título en el bolsillo por si me cansaba de limpiar todo el día. En las reuniones políticas en mi casa en la época de la clandestinidad hablaba tanto o más y, desde luego, más alto que cualquier hombre. Se exaltaba con una fuerza que hacía que se le hincharan unas venitas del cuello. Yo me quedaba mirando a las venitas; a veces pensando. qué lista es mi madre; a veces pensando: se le van a explotar las venitas.

Mi madre me habló muchas veces con entusiasmo de cuando asistió a aquella Segunda Gran Conferencia Nacional de Mujeres Antifascistas en noviembre del 1937 en Valencia. Fue una mujer autodidacta a quien con frecuencia, cuando llegaba yo de la escuela a mediodía, encontraba sentada leyendo a Pinter, a Chekhov, a Betty Friedan o algo sobre Madame Curie. Entonces, me miraba sorprendida y me preguntaba: pero, ¿qué hora es ya? ¡Uy, madre mía!, ahora mismo hago la comida.

Fue una mujer que en los años 60 y a los 45 años decidió que necesitaba hacer menos faltas de ortografía y se inscribió en una academia para aprender gramática con toda una clase llena de chavales y chavalas de 14 a 16 años –las dos directoras de la academia no le quisieron cobrar–. Cuando era niña mi ama me contaba cosas sobre la guerra, y a mí me parecía que aquello debía de haber sido jauja; tan emocionada y convencida lo contaba y siempre terminando con un “y lo volvería a hacer”.

Siendo niño en los años 90, mi hijo Mikel en nuestra cocina de California le decía cuando no se quería ir a la cama: “abuela, cuenta esas cosas tan bonitas de frustraciones y sinsabores que pasabais en la guerra”. A mi hijo, de niño, la Guerra Civil española contada por su abuela Amaya también le debía de parecer que había sido una gran fiesta.

Mi abuela, Julia Landeta Tutor, nació en Gallarta, Vizcaya, en 1898. Fue abandonada por su marido cuando tenía unos 25 años con 4 hijos pequeños. Perdió a un hijo por malnutrición antes de cumplir un año, a otro a los 17 años en el Alto de los Leones durante la defensa de Madrid, y a un hermano en el campo de concentración de Mauthausen-Gusen. Mi abuela pasó 4 años en las cárceles franquistas nada más terminar la guerra, por no decir donde estaba escondida mi madre (no lo sabía). Su hermana Margarita sí que lo sabía y no dijo nada.

La abuela me contaba de niña los castigos que sufrió en la cárcel de Ventas en manos de la tristemente famosa monja carcelera 'La Veneno'. De esos castigos escribiría en su libro La Voz Dormida la recordada Dulce Chacón muchos años más tarde. La reacción que tuve al volver a escuchar a mi abuela otra vez a través de la lectura del libro Dulce Chacón fue grande. Lloré amargamente todas las noches que me duró su lectura, en todas sus páginas me parecía leer el nombre de mi abuela, aunque su nombre no apareciera en ninguna.

En boca de mi abuela Julia escuché también de niña el nombre del comisario Conesa y de los castigos que ella y su hija pequeña Antoñita sufrieron en sus manos. Me hablaba también mi abuela de los hombres que se habían querido sobrepasar con ella en sus diferentes trabajos y me decía con contundencia que nunca me dejase manosear por nadie que yo no quisiera que me manoseara, aunque tuviera que perder mi trabajo.

Mi abuela murió poco después de las elecciones del 15 junio de 1977. Ese día, mi madre y yo tuvimos que llevarla casi en volandas a votar; rechazó usar el servicio de ambulancia. Con la poca estabilidad mental que le quedaba –murió con demencia senil al poco tiempo– nos dijo a mi madre y a mí que ella había ido andando a votar durante la República y que ahora iría también andando.

En este tiempo del #MeToo y muy cerca del 8M me acuerdo mucho de mi madre y de mi abuela. Mi abuela decía que ella se había jugado como mujer el perder su trabajo más de una vez y que no se podía estar a las duras y a las maduras en ese aspecto. Mi madre daba menos explicaciones: “¡Ay, cuando se liberen las mujeres; qué pena me dan los hombres!”, le oí decir algunas veces. No daba más explicaciones cuando se las pedía. “Ya verás, ya...” me decía. Y vaya si lo he ido viendo. Las palabras de las dos resuenan hoy así en mí: Un 'no' es un 'no' y un 'sí' es un 'sí'.

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