Fernando Colomo: “Que desaparezca el coronavirus, pero también la intransigencia”
Prometió hacer el pino antes de las penúltimas elecciones generales de 2016 si conseguíamos un gobierno sin el PP: “Un partido en el que la corrupción se instaló de forma mafiosa”. Nos quedamos con las ganas de verle bocabajo: “Habría hecho incluso el pino-puente”. Mariano Rajoy se convirtió en presidente y él no vio el país del revés por más que lo intentó: firmó un manifiesto por un gobierno entre PSOE, Podemos y Ciudadanos y se presentó a senador con Los Verdes, aunque “sin muchas ganas de que me votaran”. No le importó tener que conformarse con su inmensa pasión por el oficio de cineasta: “Un deporte de alto riesgo”. Pero a él ni el peligro ni cumplir esta semana setenta y cinco años le aburguesa: “Estoy más arruinado que cuando era joven. No tengo ningún motivo para defender al capitalismo”. Tampoco lo buscó ni le tentó.
A los catorce años, el cubismo de Las señoritas de Avignon le robó el corazón y la pintura fue “su primer amor”. A los dieciocho, la arquitectura se convirtió en su “esposa oficial” por imperativo familiar. Y aunque desde crío coqueteó mucho con el cine, a los veintiuno era ya su inseparable “amante”. Durante todo ese recorrido ha garabateado en cuadernos y en márgenes de guiones a Flash Gordon, al Hombre enmascarado y a todos aquellos personajes de cómics con los que soñó en su infancia cuando “quería ser dibujante de tebeos”. Pero aquella España franquista en la que creció solo permitía sobrevivir sin fantasear: el arte no era el camino para ser “un hombre de provecho”. También tuvo que resignarse con saber de las películas censuradas solo a través de revistas de cine: unas llegaron a sus manos por casualidad y otras por doce pesetas difíciles de costear. Sin dejar nunca de ojearlas heredó libros, reglas y mesa de dibujo y se convirtió en arquitecto como su hermano mayor. Centenares de viviendas de un municipio madrileño se construyeron con su firma. Con el ladrillo ahorró y contentó a sus padres mientras él sabía que esa licenciatura solo era “el medio para conseguir un fin: hacer cine”.
Entre planos, obras, escalas y retranqueos comenzó a rodar varios cortos. Con la gran valentía del que entra en una batalla que no está seguro de ganar, arriesgó su patrimonio para convertirlo en fotogramas que ahora son retrato de nuestro país e historia en movimiento de nuestra cultura. Dando vida a Tigres de papel y preguntando Qué hace una chica como tú en un sitio como este, enlazó una película con otra hasta llegar a la niña de sus ojos: Isla bonita. Sin guion, sin actores profesionales, sin vestuario ni maquillaje, y con un mínimo presupuesto, “pero con mucha verdad”, aquella cinta rodada en la casa de un amigo de Menorca le puso en las manos el Goya al mejor actor revelación interpretando a su alter ego. También le salvó de un sinfín de deudas y de “años de psiquiatra” para superar “el desastre absoluto de una superproducción, hasta entonces la película más cara del cine español: El caballero del dragón”.
Al hombre menudo al que le sale sonrisa y talento hasta detrás de sus gafas de pasta, ni el éxito ni el fracaso le detienen. Hace cincuenta años descubrió que arrancar una sonrisa “abre una puerta por donde entrar”. Siguiendo ese camino se convirtió, sin dejar de mezclar géneros, en el gran maestro de la comedia, aunque no lo haya pretendido: “En el Festival de San Sebastián de 1977 presentamos mi primera película, Tigres de Papel. Creíamos que era un dramón. Pero a los tres minutos de comenzar el pase de prensa, la gente empezó a troncharse de risa. ` Pero ¿por qué se ríen? ´, me preguntaba Carmen Maura. `Tú cállate y di que es una comedia´, le contesté. La paradoja es que cuando intento hacer humor no me sale. En mis comedias la gente se ríe donde yo no lo espero”.
Después de dirigir su ópera prima y de poner título musical a su segunda cinta ambientada en la movida madrileña, incansable ha continuado envolviendo con ingenio e ironía situaciones y personajes cotidianos que son nuestro espejo. Desde La mano negra y La línea del cielo, pasando por La vida alegre, Bajarse al moro, Alegre ma non troppo, Los años bárbaros y Rivales hasta La banda Picasso, La tribu y Antes de la quema, su cine es nuestro cuaderno de bitácora.
Campeón de hockey, promesa de dibujante y pintor cubista
Llegó a ser campeón de España como portero de hockey patines cuando era sólo un crío. Sobre la pista, Fernando Colomo ya era tan observador e inquieto como no ha dejado de serlo en toda su vida. Su padre era militar del Cuerpo de Intervención, pero a él nunca le interesaron los uniformes. Tampoco quiso dejarse contagiar del ambiente gris y mísero que imponía el franquismo de mediados de los años cuarenta en los que él nació. Desde la casa familiar, que estaba frente al madrileño parque de El Retiro, siendo niño supo mirar más allá y ponerle una nota de humor y de magia a la vida. Por eso, como sentencia su amiga Rosa Montero en la novela que el director tiene como libro de cabecera, La buena suerte, trató de hacer “de la alegría un hábito”.
Dibujando y leyendo los tebeos de El Cachorro, El Capitán Trueno y todos los de Álex Raymond, el pequeño Colomo soñó con ser de mayor quien los firmara. También quería estampar su nombre en óleos cubistas. Seducido por la luz de Sorolla, por el realismo de Hopper y, sobre todo, por la síntesis de los elementos geométricos de Picasso, con catorce años pintó una virgen cubista y la presentó a un concurso. De ahí a decidir que estudiaría Bellas Artes apenas pasó tiempo. Pero sí más del que tardaron sus padres en negarse rotundamente: “Me dijeron que si estudiaba esa carrera me moriría de hambre, que me tendría que dedicar a conducir tranvías. No imaginaban que los tranvías iban a desaparecer”.
Los Cuatrocientos golpes
Las aulas escolares no fueron ajenas al franquismo. Tampoco las del colegio Los Sagrados Corazones donde estudió el segundo hijo varón de los Colomo. Pero entre los defensores de “la letra con sangre entra”, de crucifijos presidiendo las pizarras, de rezos y de machaconas entonaciones colectivas del Cara al sol o de Montañas nevadas, aquel adolescente supo encontrar la guía de la libertad a hurtadillas, con firma francesa y plasmada en fotogramas.
Con quince años, colarse en una proyección del cineclub del colegio, reservado para los alumnos mayores, le descubrió el placer de la tentación, de lo prohibido, y un universo nuevo. También la fuerza de una narración que le fascinó para siempre: “Recuerdo una escena en la que entraba la madre del chico y, mientras se hacía el dormido, veía cómo se quitaba las medias. También otra en la que ella se besaba con otro señor. Aquello me pareció muy fuerte, en una época en la que las madres sólo se veían como madres, era impensable que pudieran hacer algo así”. Impresionado por las imágenes y por el mensaje sin censura del autor de la Nouvelle Vague, Los cuatrocientos golpes se convirtió en el icono que cambió su vida: “Me encantó. No tenía nada que ver con el cine de guerra, de risa, de romanos, divertido o aburrido que había visto hasta entonces. Desde ese momento, lápices, tebeos, pinceles y lienzos pasaron a un segundo lugar: ”El cine lo sustituyó todo“. La ópera prima de Truffaut ”es, sin duda, la película que más me hubiera gustado dirigir“.
Arquitecto por obligación y cineasta por vocación
Siempre esperó lo inesperado, por eso, cuando llegó lo supo reconocer. Sin saber cómo, un día encontró una carta a su nombre para suscribirse a la revista Cinestudio. El primer número tenía artículos que instruían sobre el lenguaje cinematográfico. Esperó ansioso el segundo ejemplar, pero no llegó. Buscándolo en quioscos encontró otra revista del mismo grupo: Film Ideal. Con el atractivo eslogan “un cine mejor para un mundo mejor”, aquel número de 1961 recogía la noticia de la muerte de Gary Cooper y también la de La Palma de Oro a Buñuel por Viridiana en el Festival de Cannes. A Colomo le sorprendió que la concesión de un premio tan importante fuera para un cineasta español que no mencionaban las críticas que leía. El hermano de un amigo, que era muy cinéfilo, le dio información sobre quién era ese director del que no se escribía porque “estaba prohibido”. Se despertó más su interés y comenzó a frecuentar cinefórums, a asistir a los pases programados de la Filmoteca Nacional, a adquirir un conocimiento más profundo del cine y sus autores.
Con dieciséis años realizó su primer corto: “Como era la única película que habíamos hecho, no creímos necesario ponerle título”. Costó doscientas cincuenta pesetas, revelado incluido, y para financiarlo cada amigo participante puso cinco duros. Los domingos, durante dos meses, rodaban un solo plano cuando el director y guionista, Fernando Colomo, regresaba de sus entrenamientos de hockey. Para la grabación utilizaban una cámara de cuerda de 8mm, propiedad del padre de un compañero. Para iluminar y concentrar la mayor cantidad posible de luz en un punto, usaban una bombilla y dos bandejas de plata de la madre del cineasta. Con la influencia del estilo narrativo de Antonioni, la cinta contaba la historia de un adolescente enamorado de su vecina.
Tarareando a The Beatles con su Eleanor Rigby, la canción escrita por McCartney que no se cansa de escuchar, hizo su segundo cortometraje en super-8: Sssouffle. Homenajeando al Godard de Al final de la escapada se convenció de que su huida no tenía más destino que el del séptimo arte.
Construyendo casas para costear sus películas
“Si no fuese arquitecto, probablemente jamás hubiera sido director. He hecho cientos de casas. Gracias a eso pude autoproducir cine”. Acostumbrado a heredar de su hermano mayor ropa, zapatos y casi todo lo que tenía, pasó a usar sus apuntes en la Escuela Superior de Arquitectura para que sus padres le dejaran “tranquilo y además salirles más barato”. En 1972, cuando se licenció, ya estaba matriculado en la Escuela Oficial de Cine. Por mediación de su padre, que le presentó al alcalde de su pueblo natal Villa del Prado, el cineasta se convirtió en arquitecto municipal. A fuerza de planos y construyendo urbanizaciones durante cinco años, ahorró su sueldo para costear sus cortos y también parte de su primera película en la que debutó su amiga Carmen Maura. Su primer salario por construir un chalé fue de veinte mil pesetas. Se las comió un corto de veinte minutos rodado en 16mm: Mañana llega el presidente. Con todo el material de grabación prestado y una cafetería que no podían cerrar como localización, filmó mientras invitaba a los clientes a cañas y les convencía para que no se fuesen. Sólo así podía tener figurantes y conseguir respetar el raccord. Acabó gastándose ochenta mil pesetas y la censura prohibió su difusión.
Hasta poder volver a rodar los once minutos de su Pomporrutas Imperiales, con el que comenzó a recibir galardones y reconocimiento, fue él quien tuvo que hacer de figurante como pianista en una película del Oeste. También trabajó como actor, como guionista de largometrajes y hasta compró los bocadillos de los equipos. No importaba el qué ni el cómo. El veneno de la claqueta no le permitió ya alejarse de las cámaras.
Después de toda una vida en Madrid, con la sabiduría de ser gato veterano, añora “la capital abierta de los 80 en la que sólo por estar ya eras de aquí. Poco a poco se ha vuelto más hostil”. Una ciudad también en la que “teníamos menos dinero, pero éramos más libres”. Por eso no se cansa de desear que desaparezca el coronavirus, “pero también la intransigencia”. Con el gusanillo del fútbol que le picó siendo niño, mientras despide su Playlist echa una rápida ojeada al resultado del partido del Real Madrid. Pero sueña con recibir un tuit que diga que el equipo del pueblo de su madre, que aún le huele “a aquellas magdalenas de mi tía Chonchi”, el Navalcarnero, “ha ganado La Liga este año”.
Insistiendo en que “lo mejor y lo peor de nuestro país es el carácter”, el hombre al que se parece Woody Allen, pese a los años, premios, medallas y homenajes, sigue buscando su sitio en la cultura porque “ahí está la libertad”.
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