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EN PRIMERA PERSONA

Así fueron los tres años de trámites para conseguir que mi DNI refleje mi identidad

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Me senté en un banco, me encendí un cigarro y saqué de la cartera el documento actualizado para contemplarlo. Era una mañana de marzo y acababa de salir de una comisaría con mi DNI nuevo: tras más de tres años de periplos administrativos, finalmente, tanto el nombre como el sexo que ahí aparecían eran acordes a mi identidad. Venga, Deva, me dije, es un momento especial, tienes que sentir algo especial. Pero el éxtasis no llegaba.

Había un punto de alivio, sí. Sobre todo, me sentía cansada por toda la energía invertida en llegar a ese punto. Además, todavía tenía que acudir a varias instituciones con mi identificación nueva para cambiar el sexo —el nombre lo rectifiqué hace un par de años—. Nada demasiado urgente, pero las experiencia de los últimos años me habían enseñado a esperar obstáculos y pequeños problemas que retrasan cada vez un poquito más ese momento de tener, por fin, todo en regla. Como Aquiles y la tortuga, siempre que pensaba que tenía uno de los hitos al alcance de la mano, surgía un inconveniente. A veces, porque el proceso es más largo de lo que te han contado; otras por pura mala suerte —el día que fui a recibir mi DNI con el nombre cambiado no funcionaba el ordenador—; y algunas por desconocimiento de los protocolos por parte del personal funcionario.

A lo largo de los procesos burocráticos desarrollé una combinación de estoicismo y desconfianza. No tiene mucho misterio: si cada vez que te ilusionas te llevas la torta, dejas de ilusionarte. Como consecuencia, cada cambio o trámite de las decenas que tienes que hacer es tan relevante como hacer la compra. “Otro día de burocracia” es una forma común de describirlo, tanto en mi experiencia como en la de otras personas trans que conozco.

Por el impacto que tenía entonces en mi vida, lo que más me emocionó fue en su momento el cambio de nombre en las listas de clase de la universidad. Para entonces yo llevaba un par de meses viviendo abiertamente como chica trans. Cuando empecé esa transición social no me planteaba hacer grandes cambios en mi aspecto o en la documentación. Mi identidad la decido yo, me dije, no el resto. La sorpresa llegó (voz en off: me sorprendió poco) cuando vi que, sin modificaciones, la gente no me tomaba en serio.

Si todo mi entorno me hubiera tratado por mi nombre y pronombres elegidos, otro gallo habría cantado. Pero quedaba gente que me seguía llamando por el nombre que usaba antes —el deadname o necrónimo en jerga trans— y sentía que ese antropónimo tenía una connotación muy concreta: “Naciste hombre y hombre te quedarás”. Y encontrarme ese nombre en mi correo electrónico, en las clases virtuales y en los paquetes de Correos era un recordatorio ubicuo de una socialización de la que quería escapar. Lo paliaba con un mantra: “Soy anarquista; no espero del Estado que me trate bien”.

Evitar disgustos

Pero este recordatorio ideológico no bastaba y cambiarse el nombre en la universidad era muy sencillo. Era época de teleclases. El nombre aparecía cada vez que intervenía, así que lo evitaba. Contacté con la Unidad de Diversidad y pude cambiarlo con un formulario breve y fácil. Euforia. Le comuniqué a un profesor que me había cambiado el nombre; dijo que se había dado cuenta y que me había notado muy contenta y activa en la clase. Y ahí pensé que, si podía mejorar tanto mi vida con un esfuerzo tan pequeño, ¿por qué no ampliarlo al resto de aspectos de mi día a día? Además, tener la documentación acorde a la identidad podría evitarme disgustos futuros si la ola reaccionaria tocaba poder.

La Ley Trans de la Comunidad de Madrid permitía —ya no, esa parte del articulado se derogó en diciembre del año pasado— modificar la documentación autonómica sin el cambio de DNI previo, así que empecé por ahí: abono de transporte, tarjeta sanitaria, carné de la biblioteca. Me daba mucho apuro plantarme delante de un mostrador a decirle a varias personas cis “hola, soy trans”, pero la mayoría de las veces no había problemas. En otras, el desconocimiento generó situaciones incomodísimas y que viví como muy violentas: en el cambio de tarjeta sanitaria, por ejemplo, la administrativa no sabía de qué le hablaba. Lo comentó con las compañeras, pero no encontraban el protocolo para hacer el cambio. Hablaban alto, me trataban en masculino y por el nombre que quería olvidar. Medio centro de salud se enteró de que soy trans, y ni siquiera conseguí lo que quería; tuve que volver tras el cambio de turno, cuando ya me topé con una funcionaria que sabía de lo que le hablaba y me atendió con diligencia.

Una vez modificada la documentación que dependía de la Comunidad, esperé a cumplir los requisitos de la Ley Trans estatal vigente entonces, la de 2007: debía contar con dos años de hormonación y, después, conseguir un diagnóstico de disforia de género. Mientras, fingía no tener Bizum, me encontraba caras raras al enseñar el billete de Alsa, tuve algún conflicto en Correos cuando tuve la osadía de ir a recoger un paquete a nombre de Deva, y dependía de la buena fe de los departamentos de Recursos Humanos de las empresas donde hacía prácticas para que introdujeran mi nombre en los sistemas corporativos —están obligados por ley autonómica, pero aun así no siempre se cumplía—.

Me ahorré varios años de espera en el trámite del DNI cuando, gracias a un grupo de apoyo mutuo trans, me indicaron que el nombre se podía cambiar sin requisitos en virtud de una instrucción de 2018. En abril de 2021 me planté en el Registro Civil. En mayo del siguiente año tuve mi DNI con el nombre cambiado y, varios periplos burocráticos y meses después, en la Seguridad Social, sistemas internos de la universidad, certificado electrónico, etc.

Volver al Registro Civil

Mi vida siguió y, el último día de febrero de 2023 se publicó en el BOE la Ley Trans actual. Yo ya había normalizado hasta cierto punto las incomodidades y violencias que supone tener un nombre y sexo registral discordante, y estas eran más excepción que regla en mi rutina. Sin embargo, en el horizonte estaba mi graduación y, si no hacía nada por evitarlo, en el título pondría “Don Deva”.

Además, una experiencia en el hospital que sentí como más ridícula que otra cosa reavivó mi aspiración por una vida 'normal' en la que no se me recuerde todo el rato que soy “lo otro”: el técnico de rayos me preguntó por la posibilidad de un embarazo y, tras consultar mi ficha de paciente, se disculpó profusamente, como si me hubiera insultado al tratar como mujer a quien los papeles decían que era un hombre.

Así que volví al Registro Civil para cambiar mi sexo registral. Podría describir de memoria su planta baja. Conozco perfectamente las calles que llevan a él y, por supuesto, el supermercado más cercano, donde iba después de cada trámite a por bollería como premio por haber dado un paso más. Tardaron ocho meses en llamarme. Me sorprendía y a la vez no. Amigas que fueron nada más publicada la Ley Trans al Registro tuvieron su DNI en verano. No entendía el porqué de la tardanza pero, lo dicho, mi experiencia me había enseñado a esperar obstáculos. En este caso había sido una huelga, según supe más tarde.

Una compañera de elDiario.es me propuso escribir este texto cuando terminara los trámites y lo empecé a preparar en marzo. Me he retrasado porque recordar mi primer año fuera del armario no es agradable, pero también porque eso de “cuando termines los trámites” no es un marco temporal tan concreto como parece. Ya he realizado todos los cambios, pero tengo la sospecha de que sigo apareciendo como hombre en el sistema de salud. Se debería cambiar automáticamente tras haberlo modificado en la Seguridad Social, pero en el parte de consulta que me dio el especialista hace poco seguía constando como varón. Me pregunto si, una vez constate que han desaparecido las menciones a mí como hombre, sentiré euforia o me tendré que conformar con alivio.

Debo decir que me parece indignante que haya gente que necesite que el Estado respalde mi identidad para tratarme como pido. Una mayor aceptación de las personas trans por parte de la sociedad habría facilitado enormemente mi proceso y le habría quitado cantidades considerables de ansiedad y sensación de urgencia. Con todo, cambiar la documentación me ha ayudado enormemente en mi día a día. Me evita violencias, explicaciones y sirve como reafirmación de quién he elegido ser, que no es poco. Puedo hacer las paces con el nombre que usaba antes, que ya no es esa arma arrojadiza omnipresente que dice que mi futuro será como mi pasado, sino solo eso: pasado.

Me cuesta dar las gracias a quienes han hecho posibles los cambios normativos que me han facilitado el cambio. Valoro su esfuerzo, pero las dificultades que he encontrado me dejan un regusto amargo. Y no olvido a les compañeres no binaries o migrantes que quedaron fuera, aún personas ciudadanas de segunda.

Y, como me quedan cien palabras, aprovecho para agradecer a toda la gente que me acompañó en el camino, sobre todo en ese funesto primer año; quién sabe si hoy escribiría esto de haber tenido que enfrentarme a las realidades de una transición sola. Gracias a la gente maravillosa con quien intimé en el grupo de apoyo mutuo, a la pareja que me apoyaba por teléfono a 500 kilómetros de distancia, y a esa a la amiga que me acompañaba de compras y que me mandó un video tutorial para hacerme un eyeliner.

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