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La doble amenaza del neofascismo en Europa

Saludo fascista en el Valle de los Caídos, durante una jornada de oración organizada por la Fundación Francisco Franco. (Foto de archivo)

Lina Gálvez

Candidata del PSOE al Parlamento Europeo —

Ahora que han vuelto a extenderse los movimientos de extrema derecha en casi todo el mundo, hay quien meramente se interesa por distinguir si los partidos surgidos de esos movimientos son galgos o podencos. Muchos analistas tratan de averiguar en qué medida fenómenos como el de Vox en España encajan o no en las características del fascismo tradicional. Una tarea que, en mi opinión, no es la que debe concentrar nuestros esfuerzos.

La experiencia y la naturaleza del fascismo italiano y del nazismo (o del franquismo) han sido ampliamente estudiadas. Sabemos de dónde surgieron, qué intereses defendieron y qué efectos provocaron. Por tanto, creo que lo menos relevante del auge de los actuales movimientos de extrema derecha en casi todos los continentes es el hecho de que éstos puedan ser reflejo de una u otra experiencia histórica anterior, por mucho que ellos mismos se presenten como nostálgicos herederos de un pasado mitificado y, por tanto, idealizado y tergiversado.

Me parece, por el contrario, que lo fundamental es acertar a la hora de determinar su naturaleza actual, las amenazas que representan y la forma en que mejor se les puede hacer frente. Pero sin olvidar lo que decía Umberto Eco en una conferencia de 1995, posteriormente resumida y publicada en The New York Review of Books y hace poco editada como libro en España con el título de Contra el fascismo: hay un “fascismo eterno” que puede disfrazarse con ropajes muy diferentes.

Según el escritor italiano, ese fascismo eterno posee catorce características que vale la pena enumerar: el culto a la tradición, el rechazo a lo moderno, el culto a la acción por la acción, la idea de que el desacuerdo es traición y el rechazo al pensamiento crítico, el miedo a la diferencia, la apelación a las clases sociales frustradas, la obsesión por el complot y el recurso a la xenofobia subsiguiente, el sentimiento de humillación ante la riqueza y la fuerza de sus enemigos, la asunción de la vida como y para la lucha, el desprecio por los débiles, el culto al heroísmo, el machismo, el populismo (la creencia en la “voluntad común”) y el uso de una especie de neo-lengua de léxico pobre y sintaxis elemental para limitar el razonamiento complejo y crítico.

A mi juicio, es evidente que la nueva extrema derecha que se extiende por Europa comparte la mayoría de estas características, por muy diferentes que puedan ser los matices en un país o en otro. Y de ello creo que se deduce la primera amenaza que tales movimientos conllevan: el ataque a la democracia y a los poderes representativos.

Esta primera amenaza se ha manifestado ya en la práctica en aquellos países donde la nueva extrema derecha ha entrado en los gobiernos o, como está empezando a ocurrir en Andalucía, donde ha alcanzado influencia suficiente para determinar la agenda del gobierno. Y esto irá en aumento en la medida en la que se incremente su presencia en los parlamentos o administraciones territoriales.

Pero si la amenaza neofascista es ya un hecho preocupante en algunos países, es dentro de las instituciones de la Unión Europea donde puede resultar mucho más peligrosa.

Por una parte, por el alcance que puede llegar a tener si la ciudadanía demócrata no se moviliza y vota masivamente en las próximas elecciones europeas. Hay que tener en cuenta que los comicios europeos suelen tener una participación menor que otras citas electorales, a pesar de la relevancia de los temas que se tratan y deciden en el seno de las instituciones europeas.

A esa menor participación hay que añadir que el electorado de extrema derecha está muy movilizado y es el que guarda una mayor fidelidad a su partido de referencia, lo que se conoce como una mayor identidad política positiva. Recientemente, un informe de la Fundación Bertelsmann basado en una encuesta realizada por YouGov a 23.725 votantes de doce países europeos mostraba cómo, mientras la identidad positiva de la ciudadanía con respecto a todos los partidos se encuentra, como promedio, en el 6,1%, en el caso de los populismos de extrema derecha, esa podríamos llamar “adhesión incondicional” se dispara al 10,3%. Es cierto que también son los que levantan una identidad política negativa –rechazo– mayor con un 52,8% frente a un 48,8% de promedio.

No sería de extrañar por tanto que, si la ciudadanía europea democrática y defensora de los valores de la Unión no se moviliza en las próximas elecciones europeas, se cumpliesen las estimaciones de algunos sondeos que apuntan a que la extrema derecha euroescéptica puede ocupar un tercio de los escaños en el próximo Parlamento Europeo.

Por otra parte, la amenaza neofascista a la democracia europea puede resultar más peligrosa desde los organismos europeos de lo que ya lo es en la mayoría de sus estados miembros porque la Unión Europa es una institución de por sí frágil desde el punto de vista democrático. Hasta ahora, la UE no ha sido capaz de dotarse de los recursos de gobernanza suficientes y adecuados para alcanzar los estándares de democracia que ella misma exige a los estados que la conforman o aspiran a formar parte de ella.

Si, como estamos viendo, la llegada del neofascismo a los gobiernos nacionales puede ser muy dañina, corremos el riesgo de que el contagio a las instituciones europeas sea letal. No causa el mismo perjuicio un virus inoculado en un organismo fuerte, en este caso el neofascismo en una democracia consolidada, que en otro de por sí débil, como la Europa actual, concentrada hasta ahora en lograr una unión más económica y monetaria que política, sin haber conseguido crear aún una auténtica ciudadanía europea. No hay que olvidar que, en la actualidad, las fuerzas antidemocráticas no necesitan, como antaño, dar golpes de estado militares para imponerse; basta con persistir en la labor de vaciamiento de la democracia que la revolución neoliberal lleva años realizando.

La respuesta ante la ofensiva totalitaria y la amenaza antidemocrática que representan los movimientos de extrema derecha no puede ser otra que la de más y mejor democracia en Europa. Necesitamos dar un salto adelante en materia de gobernanza y de libertad ejercidas a escala comunitaria, y no hay que tener miedo de darlo a toda velocidad para llegar lo más lejos posible en este campo. De no hacerlo, estaremos llegando demasiado tarde a nuestra cita con retos globales y regionales tan inaplazables como el cambio climático, el aumento de las desigualdades, los movimientos internacionales de población, la nueva disrupción tecnológica, los cambios geopolíticos y la erosión de los valores e instituciones democráticos y que pueda acabar haciendo implosionar a la Unión Europea y la propia democracia.

Menos Europa o la no Europa no son ni deberían ser opciones para España y el resto de los países europeos. E incluso me atrevería a decir que para todo el mundo, ya que la europea, a pesar de sus imperfecciones, es la unión de países que más mecanismos democráticos posee y más valores sociales defiende. En ese sentido, puede servir además de para mejorar el bienestar y las oportunidades de las y los europeos, como modelo para otras uniones de otras regiones que permitan abordar mejor los retos globales antes mencionados.

La segunda amenaza que representan los movimientos extremistas de derechas en Europa tiene que ver con una característica nueva que distingue a este neofascismo del nazismo o el fascismo del siglo pasado. Aquellos movimientos del siglo XX se revistieron de un profundo estatismo, porque los grandes capitales que los financiaban necesitaban (en pleno auge del capitalismo de Estado) que los aparatos estatales se pusieran a trabajar en su favor con todas sus fuerzas. Ahora, por el contrario, lo que busca el gran capital es justamente lo opuesto: desembarazarse del Estado, es decir, de las restricciones que puedan imponer o suponer las instituciones representativas, los derechos individuales y sociales, la propiedad pública, los impuestos o la regulación. Eso es lo que explica que el neofascismo se haya hecho neoliberal y que se presente defendiendo un proyecto socioconómico en las antípodas del estatismo de un siglo atrás.

Así lo reconocía hace unos días en España el anarquista de extrema derecha Juan Ramón Rallo cuando decía que el programa de Vox era “el mejor y más liberal programa económico de entre los grandes partidos que se presentan a las próximas elecciones generales”.

Hace un siglo, el fascismo se enfrentaba al liberalismo de su época porque el capital ansiaba una concentración creciente para la cual resultaba esencial el apoyo de los estados. Ahora se identifica plenamente con la ideología liberal más fundamentalista porque lo que buscan las grandes corporaciones es acabar con cualquier tipo de trabas que les impidan aumentar su poder y su beneficio. Por este motivo, la actual extrema derecha neofascista se entiende a la perfección con otras derechas más tradicionales o con las autoproclamadas liberales, como el Partido Popular o Ciudadanos en España, que ya han pactado en Andalucía, que estaban dispuestos a hacerlo en el gobierno central y que no ocultan que lo harán allí donde alcancen conjuntamente una mayoría tras las próximas elecciones municipales y autonómicas.

A pesar de todos los pesares y de todas las resistencias, Europa ha impulsado en los últimos decenios avances indiscutibles en materia de derechos sociales y libertades personales que pueden desaparecer si el neofascismo, el fascismo neoliberal de nuestra época, se consolida con fuerza en las instituciones europeas. Y sin una mayor unión política, sin unas instituciones democráticas más fuertes, sin una cierta armonización fiscal progresiva, el proyecto social europeo no podrá mantenerse; tampoco lo hará nuestro modelo de democracia.

Al aterrizar en Europa para apoyar a los movimientos extremistas, el ideólogo de Trump, Steve Bannon, ha reconocido sin ambages que el objetivo de aquéllos a quienes asesora es minar el proyecto europeo. Pero que nadie se lleve a engaño: el soberanismo y la retórica con la que estos movimientos afirman querer devolver a los estados una mayor capacidad de maniobra son sólo la excusa para destruir los avances sociales logrados y eliminar las barreras que la lógica de lo público impone al capital privado. No pretenden, como dicen, lograr que los gobiernos nacionales estén en condiciones idóneas para mejorar las condiciones de vida y defender los intereses de sus poblaciones; lo que buscan es acabar con cualquier tipo de obstáculo o límite al enfermizo afán de lucro y la mercantilización abusiva de nuestra época, que cada vez abarca mayores aspectos de nuestra vida y también de nuestro cuerpo, especialmente de los de las mujeres a través de las crecientes actividades de trata con fines de explotación sexual, prostitución o la normalización de la gestación para otros.

Es verdad que la Europa actual resulta muy insatisfactoria en muchos aspectos y que es indispensable corregir sus muchos defectos. Pero sería una tragedia que sus imperfecciones se resolvieran por la vía de la destrucción de la democracia y los estados de derecho y de bienestar, ya de por sí debilitados por las políticas neoliberales y, más recientemente, de austeridad. Para parar al neofascismo, necesitamos un impulso muy fuerte y una amplia confluencia de todas las fuerzas progresistas europeas que debería empezar por la movilización para votar masivamente el próximo 26 de mayo. La partida no se acabó el 28 de abril. El 26 de mayo en Europa nos jugamos mucho, nos lo jugamos casi todo.

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