Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

Lo que la prisión permanente revisable esconde. Breve manifiesto penitenciario

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, en una convención por la prisión permanente revisable

Puerto Solar Calvo, Pedro Lacal, María Mota y Noelia Meroño

Técnicos de Instituciones Penitenciarias —

El bochornoso debate que presenciamos el jueves pasado en el Congreso de los Diputados sobre la derogación o no de la PPR merece una reflexión. Una reflexión que va mucho más allá de nuestra condición de convencidos penitenciaristas; se trata de una reflexión que hacemos como seres humanos. Tan seres humanos como aquellos que desgraciadamente sufren los delitos más atroces y, nos guste o no, tan seres humanos como los que aparentemente pierden su humanidad cometiéndolos.

El Derecho Penal nace como sustituto de la víctima para perseguir al delito y hacer proporcionada la respuesta social al mismo. La víctima no puede medir esa respuesta porque, salvo la increíble excepción y lección de humanidad que todos hemos visto estos días, a la víctima, por definición, lógica y legitimidad, cualquier respuesta social que se dé al delito le va a parecer insuficiente. Siendo esto así, volvemos al inicio, al bochorno, a la vergüenza que causa observar a nuestros representantes políticos hacer un uso interesado del ser humano que tanto ha sufrido. Nada se explica, nada se piensa y el debate se convierte en un gallinero donde ganan las pasiones. Aquí las pasiones, incluso las nuestras, están claras ¿Hay alguien que se anime a ir más allá?

Aportemos algunos datos. En primer lugar, nuestro CP de 1995, ha sido modificado, en sus poco más de 20 años de vigencia, en treinta ocasiones. Ello como claro síntoma de que lo que impulsa al legislador penal son las pasiones sociales y el rédito político que se quiere obtener de ellas. En segundo lugar, con una tasa de criminalidad en la cola de la UE -no alcanza la cifra de 48 por cien mil habitantes, muy lejos de la media europea de más de 70 por cien mil-, tenemos la tasa de encarcelamiento más alta de nuestro entorno geográfico más próximo -164 presos por cada cien mil habitantes-. Es decir, en contra de lo que comúnmente se transmite y de forma comparada con los países con los que compartimos tradición jurídica y democrática, somos un país donde se cometen pocos delitos pero se responde de la forma más severa frente a ellos. Como ejemplo de ello, y en concreto para la PPR, los ordenamientos en los que dice inspirarse sitúan la revisión de la cadena perpetua en torno a los 15 años -es el caso del ordenamiento alemán-. Nuestro art. 92 CP ubica esta posibilidad, en el mejor de los casos, tras 25 años de cumplimiento. Dicho de otro modo, el tiempo de cumplimiento que nuestra norma establece como requisito para el acceso a permisos y al tercer grado, es el mismo que sirve en Alemania para obtener la libertad definitiva ¿Se detecta la desproporción?

Pasemos ahora al campo de las mentiras y los imposibles. El Código Penal, antes de la reforma de 2015 donde se incluye la PPR, ya recogía penas para delitos muy graves entre 15 y 25 años de condena. Se siente, se piensa y se cree que es fácil salir de prisión. Que una condena de 20 años queda reducida a nada en términos de cumplimiento efectivo. Esto es falso. Primero por la labor que se realiza desde la propia Administración Penitenciaria, que antes de realizar cualquier propuesta de beneficio penitenciario exige la confrontación del interno con su delito y la asunción de su responsabilidad, trabajando las causas que dieron lugar a la condena. Segundo, por la labor de jueces y fiscales que, lejos de dar por cumplidas las condenas con la premura que se piensa, son garantes de que estas se cumplan y están habilitados para corregir aquellas decisiones de la Administración Penitenciaria que consideren excesivamente benevolentes o extremas. La segunda idea tiene que ver específicamente con la PPR y pretende su mantenimiento frente a los delitos más graves porque permite que, pasado un tiempo de cumplimiento y sobre hechos objetivos, se pueda determinar si el delincuente sigue siendo peligroso para la sociedad. Pues bien, si la anterior consideración es falsa, esta es imposible. No se puede determinar la peligrosidad de nadie de forma objetiva. No existe manera humana de hacerlo de forma segura porque todo ser humano es sujeto de un potencial riesgo. Sinceramente, ¿podríamos decir de nosotros mismos que nunca cometeremos un delito? Ni siquiera tras haber realizado el mejor de los tratamientos penitenciarios de la mejor de las maneras y con el mayor aprovechamiento podremos augurar un riesgo de reincidencia cero. El ser humano es el riesgo.

Por último, un credo penitenciario, humanista, conciliador. Creemos en el ser humano, en el ser humano que deja de serlo y al que la sociedad no expulsa, sino que rehabilita. Creemos que esa rehabilitación no equivale a la compasión, ni mucho menos a la justificación de la conducta cometida, sino que parte de la responsabilización por la misma. Creemos que 20 años en prisión dan 7.300 días para reflexionar, para sufrir, para ver y aprender a vivir. Creemos en que se puede trabajar cada día desde dentro para que los agresores cambien y no haya más víctimas. Esa es nuestra guerra. ¿Utópica? Volvamos a los datos y demos un paso más. ¿Dejamos de lado el avión porque uno, de vez en cuando, se estrella? El resultado es siempre catastrófico, muerte segura de todo el pasaje. ¿Dónde está el motivo de la diferente apreciación social? ¿Pensaríamos diferente si de forma constante, ese único accidente de avión fuera el objeto principal de los medios de comunicación durante un año entero? Quizá entonces tuviéramos la sensación de que ese accidente u otros similares se repiten cada día. Quizá, sintiendo, pensando y creyendo algo que no es real, nos viéramos abocados a tomar decisiones sobre una base ficticia. Por tanto, ¿A qué se está jugando? Se está jugando a despistar.

Etiquetas
stats