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UNRWA es la Agencia de Naciones Unidas para la población refugiada de Palestina en Oriente Medio. Desde 1949 trabajamos para proporcionar asistencia, protección y defensa a más de 5 millones de refugiados y refugiadas de Palestina, que representan más de la quinta parte de los refugiados del mundo y que actualmente viven en campamentos de refugiados en Jordania, Líbano, Siria y el territorio Palestino ocupado (la franja de Gaza y Cisjordania), a la espera de una solución pacífica y duradera a su difícil situación.

“Hasta el último momento”: mi viaje a través del desplazamiento forzoso y el regreso a mi hogar en Ciudad Gaza

Ciudad de Gaza
Vistas de la ventana de la casa de Maha Hussaini

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Dos kilómetros antes de llegar a mi barrio, al suroeste de Ciudad de Gaza, el taxista que me traía de vuelta desde mi octavo desplazamiento forzoso se detuvo. “Este es el punto más cercano al que podemos llegar en coche”, dijo antes de dejarme en lo que antaño había sido una calle llena de vida.

Me quedé al borde de la carretera, mirando hacia mi barrio e intentando divisar la torre de pisos en la que vivo con la esperanza de que hubiera sobrevivido. Desde donde me encontraba, casi todos los edificios que llevaban hasta ella habían quedado reducidos a escombros. 

Sacudí el polvo de mis pantalones y levanté la bolsa de viaje en la que llevaba solo lo esencial, lo que había empaquetado antes de ser desplazada forzosamente de mi hogar a finales de septiembre. Me preparé para escalar por los escombros de las casas que conducían a la mía, rezando para que mi viaje no terminara sobre las ruinas de mi propio hogar. 

 

Quedarse todo el tiempo posible 

Al igual que casi un millón de personas residentes en Ciudad de Gaza y en el norte de la Franja que habían sido expulsadas hacia el sur por el ejército israelí, pude regresar a mi hogar el pasado mes de febrero tras 16 meses de desplazamiento. 

Pero, de nuevo, me vi obligada a marcharme. Esta última huida se sentía distinta, parecía definitiva. Las órdenes de desplazamiento llegaban casi a diario. En cada llamada telefónica, el ejército israelí nos exigía abandonar nuestras casas. Aun así, nos aferrábamos a la esperanza de poder quedarnos un día más en lo que quedaba de nuestros hogares. 

En lugar del habitual “¿Cómo estás?”, la gente empezó a saludarse con preguntas distintas: “¿Qué vas a hacer?”, “¿Tienes algún lugar al que ir?”, “¿Cuándo te marcharás?”. Las preguntas cambiaban, pero una respuesta se repetía a lo largo de toda la Franja: “Hasta el último momento”. 

Muchas personas pensaban quedarse en sus casas o tiendas de campaña en Ciudad de Gaza todo el tiempo posible, aunque nadie sabía realmente cuándo llegaría ese último momento, o si ya había pasado. Aun así, la gente lo repetía y lo publicaba en redes sociales sin ningún contexto. Aparecían mensajes en árabe que solamente decían: “Hasta el último momento”, sin más explicación. Nadie podía comprender realmente ese mensaje salvo las personas de Gaza.

Para mí, ese último momento llegó cuando los drones israelíes, cargados de explosivos capaces de destruir una veintena de edificios a la vez, se posicionaron a unos cientos de metros de mi casa. 

Era 17 de septiembre. Finalmente, decidí empaquetar mis cosas, lo más esencial, esos objetos que había estado evitando durante semanas pese al peligro inminente y la creciente urgencia. Cogí también a mi gato y a mi querida planta de albahaca, la que había comprado cuando regresé a casa tras casi un año y medio de desplazamiento, y me fui. Eché una última mirada y cerré la puerta. Hice una foto a esa puerta con cierre múltiple, que había quedado hecha añicos y que había vuelto a recomponer. 

Aunque me veía obligada a abandonar mi casa, trasladarme al centro  —en vez de abandonar por completo Ciudad de Gaza— se convirtió para mí en un pequeño gesto de resistencia. Era una forma de aferrarme, aunque fuera un poco, a la esperanza de seguir en mi ciudad y no volver a ser expulsada, como ya me había ocurrido antes. 

Por primera vez desde que había comenzado el genocidio, llevaba conmigo un deseo silencioso e inconfesable: morir en mi ciudad en lugar de ser empujada otra vez al vacío del desplazamiento. 

Como nieta de refugiados de Palestina, crecí escuchando a mi madre hablar de una pena que nunca había abandonado a mi abuelo y a mi abuela: la pena de haber tenido que huir de su amada Jerusalén. Ese dolor se convirtió en el latido de nuestro hogar y, de algún modo, lo absorbí. Creo que corría por mi sangre mucho antes de nacer: la pena de ser arrancada de una tierra que nunca había visto, pero a la que siempre pertenecí. 

Como periodista, he escuchado las voces temblorosas de las personas mayores, siempre repitiendo el mismo ruego, el ruego que ahora me susurro a mí misma: poder descansar algún día bajo la tierra de sus propios hogares, en lugar de abandonarlos a manos de quienes nos oprimen. 

Pero en esta ocasión, por primera vez, sentí que el peso de la elección se inclinaba hacia mí. Sentí que, quedándome, negándome a otro exilio, reclamaba, de algún modo, aquello que nuestros abuelos y abuelas perdieron en 1948: un pedazo de hogar, de dignidad, el derecho a permanecer. 

 

Mi vida y mis palabras aún podían dar sentido a las cenizas 

Solo hicieron falta ocho aterradores días para que cambiase de opinión. Mi ciudad se vaciaba bajo las bombas y el ejército israelí masacraba a la población. Edificios residenciales enteros eran derribados sobre las cabezas de sus habitantes y quienes se negaban a dejar sus barrios tenían que soportar todo tipo de ataques indiscriminados. 

Desde las ventanas del apartamento donde me refugiaba, en el corazón de la ciudad, observaba el humo elevarse en todas direcciones, devorando el horizonte. En la quietud entre una explosión y otra, un pensamiento volvió a mí: “La muerte es fácil. Es la supervivencia, bajo la mirada del opresor, la verdadera prueba”. 

Comprendí entonces que lo realmente importante es el mensaje que custodiamos, la verdad que transmitimos mientras el aliento lo permite. Mi muerte no devolvería su casa a mi abuelo y a mi abuela, pero mi vida aún podía dar sentido a las cenizas, mis palabras podían seguir siendo testigo, haciendo eco de las voces silenciadas por el rugido de la destrucción. Fue entonces cuando decidí empaquetar de nuevo mis cosas y abandonar Ciudad de Gaza para dirigirme a otra zona de la Franja. 

En una tienda improvisada en Deir al-Balah descubrí otra cara de la vida: más dura, pero también más reveladora. Allí se desvaneció cualquier ilusión de comodidad y quedó solo la voluntad desnuda de sobrevivir. Entre el polvo y la respiración cansada de las personas desplazadas, entendí que debía continuar trabajando por todas las personas palestinas que aún sostienen la esperanza de regresar a sus hogares en Ciudad de Gaza y en el norte. 

 

Nunca perdemos la esperanza del regreso 

Pasaron otras cinco largas semanas antes de que se anunciara el tan esperado alto el fuego, una pausa frágil en medio de la destrucción que ha permitido a las personas desplazadas trazar el camino de regreso a las ruinas de sus vidas. 

Cuando por fin llegó la mañana del retorno, reuní los fragmentos de hogar que aún conservaba: mi gato, tembloroso pero leal en cada huida, y mi planta de albahaca, con sus hojas pálidas y frágiles tras demasiadas huidas. Los abracé y emprendí el camino de vuelta a Ciudad de Gaza, con el corazón atrapado entre el pavor y el anhelo. 

No sabía lo que me esperaba. Solo tenía la certeza de que mi barrio había sido arrasado por los bombardeos y de que las calles de mi infancia habían quedado reducidas a escombros. 

Avancé entre las ruinas que habían devorado mi barrio. Me corté las manos en las piedras afiladas de lo que una vez fue. Y entonces, entre el polvo y el silencio, lo vi... mi hogar, dañado, pero obstinadamente en pie, como si estuviera esperando pacientemente mi regreso

El pecho se me encogió y el corazón empezó a latir con fuerza, como un tambor, golpeando entre la pena y el alivio. 

Cada paso hacia su puerta fue un acto de rebelión contra el intento de borrarnos, un latido desafiante contra quienes habían intentado arrebatárnoslo todo. En ese momento, susurré a mi abuelo y a mi abuela, a todas las personas que han sido expulsadas de sus hogares en los últimos 77 años: Seguimos aquí. Sobrevivimos. Nunca perdemos la esperanza del regreso. 

Maha Hussaini es una periodista palestina de la franja de Gaza y activista de derechos humanos. El contenido de este artículo refleja exclusivamente las opiniones de su autora. 

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UNRWA es la Agencia de Naciones Unidas para la población refugiada de Palestina en Oriente Medio. Desde 1949 trabajamos para proporcionar asistencia, protección y defensa a más de 5 millones de refugiados y refugiadas de Palestina, que representan más de la quinta parte de los refugiados del mundo y que actualmente viven en campamentos de refugiados en Jordania, Líbano, Siria y el territorio Palestino ocupado (la franja de Gaza y Cisjordania), a la espera de una solución pacífica y duradera a su difícil situación.

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