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Salir a correr o salir corriendo

Una mujer camina por una galería comercial vacía

Ana Requena Aguilar

Os habrá pasado. Si sois mujeres. Habéis llegado a casa apretando el paso, corriendo incluso, con el aliento entrecortado. A veces, más tarde, cuando ya te sientes segura, llegas a dudar de lo que ha pasado. ¿Seguro que aquel hombre te estaba siguiendo?, ¿de verdad te hubieran hecho algo esos tipos si hubieras seguido tu camino con tranquilidad?, ¿por qué no se te ocurrió hacer esto o lo otro?, ¿la policía no está también para esto?

He perdido la cuenta de las veces que me he tenido que escabullir de hombres. Hombres que me cortaron el paso por la calle, o que me siguieron y persiguieron, o que me tocaron o lo intentaron, o que incluso se me abalanzaron. La última experiencia fue hace no mucho. Llegué a casa alterada y diría que avergonzada. Qué carrera tan estúpida cruzando la plaza me había pegado. El móvil en la mano, incapaz de usarlo para nada que no fuera apretarlo con fuerza. Yo, la feminista, cómo no me enfrenté a ellos, como no fui capaz de pedir ayuda, como no se me ocurrió en ese momento marcar el 112.

Al día siguiente, me levanté ansiosa y con mal ánimo. Me miré al espejo. Basta, Ana, basta. Que no quiero sentir miedo en mi propio barrio ni mucho menos cargar con culpa o apuro alguno. No me quiero exigir ser valiente, solo quiero ser normal. Quiero salir a correr, que no salir corriendo. Ese mismo día volví a la esquina de la calle donde me había topado con esos tipos la noche anterior. Como un animal que marca su territorio. Esta calle es mía y punto. No es que no tenga miedo, es que me niego a abandonar lo que me pertenece: las aceras, las esquinas, los bares, los rincones, también los poco iluminados. Se dice fácil; no lo es tanto.

Pero esto no va de mí, sino de todas. Cuando se revuelven ante nuestro grito #LauraSomosTodas no quieren entender lo que decimos. Sí, nosotras estamos vivas y ella está muerta. Como lo están muchas otras a las que no ponemos nombres y apellidos. Otras siguen vivas, pero dudo que quien lanza esas críticas quisiera para sí una existencia marcada por un abuso, una agresión, o un maltrato al que se sobrevive sí, pero que marca como un hierro ardiendo contra la piel. El resto, convivimos con todo tipo de situaciones y agresiones machistas de diferentes intensidades pero que condicionan nuestra cotidianidad y hasta nuestras experiencias vitales. Tampoco creo que quien cuestiona o minimiza nuestro grito colectivo deseara para sí esa vida.

Veréis, los que nos sucede es que todas sabemos que podríamos haber sido Laura o Laura nosotras. Porque el machismo no es la excepción, sino la regla, y aprendemos a vivir con él desde pequeñas. Algunas, o mejor dicho, algunos llegan a la cúspide de esa pirámide machista y violan, pegan, asesinan. Siempre ha sido así, pero ahora se ha roto definitivamente el permafrost -la capa de suelo congelado que nos envolvía y que da título a una de las mejores novelas de 2018- y articulamos un grito colectivo que incomoda. Incomoda, porque el permafrost nos aislaba a nosotras y, sobre todo, protegía a la sociedad de lo que teníamos que contar. Podían ignorarnos, ya no.

Yo miro de reojo a los hombres que tengo cerca. Me preguntó cómo será vivir sin esa alerta constante en el cerebro. Sin pensar si es demasiado temprano o demasiado tarde para cruzar el parque, sin temer irte a casa con un tipo que te atrae porque nunca se sabe, sin lidiar con que en un autobús te toquen el culo o en la calle las tetas, sin que en un bar se restrieguen contra ti, sin que traten de emborracharte para acostarse contigo sin importar si tú en realidad lo deseas o no, sin que te asalten por la calle con la polla fuera, sin que te llamen puta por ejercer tu libertad. Ver cada semana las noticias de mujeres agredidas sexualmente, asesinadas, maltratadas sin sentirte aludido. Cómo será vivir sin miedo, asistiendo a una violencia que ejercen los que, como tú, se dicen hombres.

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