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Sobre este blog

Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

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Aina Gallego - @ainagallego

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Las consecuencias políticas de la desigualdad

Antonia Díaz Rodríguez

Desde hace algunos años está creciendo el apoyo popular a partidos nacionalistas de inspiración fascista cuyo último objetivo es la destrucción del Estado de Derecho y el sistema de instituciones y relaciones internacionales existente desde la Segunda Guerra Mundial.

El último episodio, la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, es un paso más hacia la perversión y destrucción institucional. La desaparición de la base electoral de los partidos llamados tradicionales les está llevando al coqueteo con posturas contrarias al Estado de Derecho, cuando no a su franca asunción: me refiero, en concreto, a la xenofobia y el populismo. Los conservadores, cuyo electorado está votando masivamente a esos partidos protofascistas, van escorando a la xenofobia para retenerlo.

Los partidos socialdemócratas están implosionando por la división interna que genera su fracaso electoral. Una parte de sus dirigentes quiere seguir abrazada a las políticas de la “tercera vía”, políticas que gran parte de su electorado rechaza. La otra parte recurre al populismo. Y ¿por qué los ciudadanos están virando a estos partidos protofascistas? Por la incapacidad manifiesta de los partidos tradicionales para articular un conjunto de políticas económicas y sociales que contrarresten los efectos del aumento de la desigualdad y la caída de la movilidad social.

Cuando aumenta la desigualdad, cae la movilidad social (como es el caso en estos años, véase gráficos 1 y 2) y entonces la igualdad de oportunidades se resiente. Y sin igualdad de oportunidades desaparece la convicción de que nuestras instituciones democráticas pueden crear un sistema donde libertad e igualdad convivan armónicamente.

Sin esa convicción, desaparece el respeto al conjunto de leyes que nos hemos dado. Y sin ese respeto el Estado de Derecho no puede existir. Es decir, el Estado de Derecho no soporta demasiada desigualdad. Y, sin Estado de Derecho, la democracia está en peligro porque es extremadamente vulnerable al poder del más fuerte, ya se derive su fuerza de la riqueza o del tamaño de la masa.

En la Edad Media la cohesión social se basaba en la existencia de estamentos inmutables. En el Renacimiento, con el nacimiento del Estado-nación, la argamasa social fue la religión. En el Estado absolutista, el rey. Tras la emergencia del Estado liberal, nuestra única argamasa social es la igualdad, entendida como igualdad de oportunidades para poder ser plenamente libres en nuestra búsqueda de la felicidad. La existencia del Estado de Derecho, con su equilibrio de poderes y respeto a las minorías, depende de nuestra cohesión social. Pero si no nos sentimos iguales no nos sentimos libres, la cohesión social desaparece y, con ella, la fe en el Estado de Derecho. Esta es la razón de la emergencia de esos partidos protofascistas. Y por eso son tan peligrosos para la democracia.

Gráfico 1. Cambios en la distribución de la renta

Gráfico 2: Desigualdad salarial y movilidad social

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? En los años 80 del siglo pasado se rompieron varios consensos básicos que dirigían la política económica de los países desarrollados: (1) una política de rentas apoyada en sindicatos fuertes que negociaban colectivamente los salarios, (2) un entramado legislativo destinado a vigilar y fomentar la competencia en los mercados y (3) un sistema fiscal basado en la progresividad de los impuestos. El informe de la OCDE Divided we stand: why inequality keeps rising, (OCDE 2011) es especialmente clarificador a este respecto. A mí me gusta especialmente este gráfico:

Gráfico 3: índices de desregulación

El grafico muestra que desde los años 80 se ha eliminado progresivamente la legislación destinada a la protección de los trabajadores y vigilar la competencia en los mercados. Estas políticas se eliminaron al principio de una etapa de rápido cambio tecnológico, explosión del comercio internacional y apertura de los mercados de capitales. Como predice la Teoría Económica (neoclásica), estos avances han producido ganancias fabulosas pero, como también nos dice la Teoría Económica (neoclásica), esas ganancias no se distribuyen uniformemente entre toda la población.

El progreso tecnológico y la globalización han supuesto la desaparición de miles de trabajos industriales y, en ausencia de sindicatos fuertes que contrarresten el poder empresarial, al desplome de los salarios reales. A cambio, se han creado trabajos con alto contenido en capital humano. Pero, ni se crean tantos trabajos debido a la falta de competencia en los mercados, ni el gasto público en formación es suficiente como para reciclar trabajadores al ritmo exigido por los avances tecnológicos.

La prueba es que la brecha salarial entre universitarios y no universitarios (college premium) sigue aumentando. Por ejemplo, según la OECD (Education at a Glance, 2011, 2014 y 2016) la renta salarial anual de un trabajador con educación superior es 1.59 veces la media, mientras que aquellos que solo tiene estudios secundarios perciben el 76% de la renta salarial media. Según la OECD, esta diferencia está aumentando a un 6% anualmente (Education at a Glance, OECD 2011). Es instructivo echar un vistazo al Gráfico 3 y pensar que ése es nuestro futuro. Este gráfico muestra la evolución temporal de la brecha salarial entre universitarios y no universitarios en Estados Unidos y nos dice que las diferencias en renta de 1964 se han multiplicado por dos en 2012.

Grafico 4: Evolución temporal de la brecha salarial entre universitarios y no universitarios en Estados Unidos.

Es triste comprobar que lo único que hemos podido ofrecer a todos esos trabajadores desplazados por la globalización es una prestación social o un minijob. Todo esto lleva al aumento de la desigualdad, a la caída de la movilidad social y, finalmente, al resentimiento social y desafección institucional.

Sin embargo, no nos preocupamos hasta que llegó la Gran Recesión. Ahora, al perderse millones de trabajos y derrumbarse la clase media, todos los ciudadanos, excepto los muy ricos que pueden usar ingeniería fiscal, vemos que aumenta nuestra carga impositiva, se recorta el gasto público, y que las perspectivas de mejora social de nuestros hijos desaparecen. Por cierto, el deterioro de los servicios públicos no solo se debe a la caída de los ingresos impositivos sino a la privatización de su provisión, iniciada en los años 80, bajo la absurda (o, más bien, interesada) creencia de que el principio de maximización de beneficios aplicado a la gestión de bienes públicos es socialmente beneficioso.

No es de extrañar que muchos ciudadanos crean que el progreso tecnológico y la globalización solo traen penurias e incertidumbre. No es de extrañar, por tanto, la desafección creciente con nuestras instituciones y el auge de los partidos protofascistas. Que la financiación del gasto social derivado de la crisis descanse sobre los ciudadanos sin acceso a ingeniería fiscal invita al enfrentamiento de pobres contra pobres, al odio al diferente, al sectarismo.

Pero lo trágico es que todo esto ya lo vimos antes. La Gran Depresión se llevó por delante millones de trabajos y trajo el drástico empobrecimiento de la clase media. Las democracias de la época, tan ciegas como las de ahora, no supieron responder a las demandas de los ciudadanos. Entonces los trabajadores se hicieron comunistas y la clase media apoyó el fascismo: todos volvieron la espalda al Estado de Derecho y a la democracia. Entonces los judíos fueron el chivo expiatorio, el blanco sobre el que se descargó la ira y frustración de tantos. Hoy, los emigrantes y los refugiados son los nuevos judíos y sobre ellos se vierte, también, el antiguo y reavivado odio antisemita.

Nos urge recomponer los consensos de política económica y social rotos en los años 80 renovados y adaptados al mundo actual. Nos urge reconsiderar el papel del Estado, del gasto público, de los sindicatos. Habrá quien se escandalice pensando que quiero más Estado y más impuestos. No quiero más, sino mejor. Porque, que yo sepa, y así seguimos explicando en las Universidades, la Teoría Económica (neoclásica) dice que los mercados no asignan recursos eficientemente cuando hay falta de competencia, externalidades y bienes públicos.

Un Estado que ampara a los más necesitados y promueve la igualdad de oportunidades es un Estado que aprovecha el talento de todos para impulsar el crecimiento económico y el bienestar social. Nuestro reto como economistas es formular políticas económicas adecuadas para cada caso y teniendo en cuenta que la promoción del esfuerzo individual no debe entrar en conflicto con la igualdad de oportunidades.

Quizás el mayor error de la investigación económica de los últimos treinta años (ensimismada en el sueño de la competencia perfecta) haya sido arrinconar el estudio de los efectos de las externalidades como si éstas fueran una rareza extinta y no una característica esencial de nuestras sociedades. El reto social es recomponer esos consensos independientemente de nuestras sensibilidades políticas para apuntalar el Estado de Derecho. Si no lo hacemos, estaremos fomentando el enfrentamiento, la violencia y, en definitiva, la desaparición del Estado de Derecho. Y cuando éste desaparece, nuestras peores pesadillas pueden hacerse realidad. Pesadillas que, desgraciadamente, ya hemos vivido.

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