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Hay poetas entre los refugiados

Exiliados republicanos en el campo de Amélie-les-Bains. / Historia Gráfica de la Catalunya Autónoma

Ruth Toledano

Solo en 2015 han muerto en el Mediterráneo, tratando de alcanzar las costas europeas, 3.771 personas. Que sepamos. Fontaneros, maestras, informáticos, sastres, profesoras, camareros, secretarias, abogadas. No sé. Entre 3.771 personas, algún poeta.

Varias generaciones hemos estudiado al poeta del 98 Antonio Machado, considerado cumbre de la poesía española. Machado estaba en nuestros libros de texto, no obstante se nos usurpara el relato completo de su vida y de su muerte. Principalmente, de su muerte: hace tan solo dos años que la editorial Anaya tuvo que retirar un libro de primaria porque decía que el poeta de Campos de Castilla “se fue a Francia con su familia” y que “allí vivió hasta su muerte”; así que cualquiera sabe lo que ponían nuestros libros del colegio de hace unas cuantas décadas.

Huyendo de la guerra, de la persecución política, de la miseria de sus países arrasados por las bombas, más de un millón de personas ha logrado entrar en Europa, donde, sin embargo, los países están adoptando fuertes medidas de restricción ante su desesperada llegada y, vergonzosamente, se pasan sus vidas de mano en mano, como si se tratara de desinfladas pelotas inservibles.

Ya mayor y devastado por la tristeza, al gran poeta español Antonio Machado le pilló la Guerra Civil en Madrid, donde su significación republicana hacía muy peligrosa su permanencia. En representación de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, los poetas Rafael Alberti y León Felipe tuvieron que convencerle para que se fuera. Solo accedió si le acompañaba su familia. El poeta, su madre, sus hermanos y sus sobrinos compusieron el grupo de refugiados Machado que llegó a Valencia, donde fueron acogidos en la Casa de Cultura y, después, durante un año y medio, en la localidad de Rocafort.

Ante el desprecio de las autoridades europeas por la suerte de los fontaneros, maestras, informáticos, sastres, profesoras, camareros, secretarias, abogadas y, quién sabe, algún poeta, la sociedad civil de Europa y América del Norte se ha unido para reivindicar un “pasaje seguro” para los refugiados. El sábado pasado decenas de miles de personas se unieron en una marcha de solidaridad común y de repulsa ante el miedo y la xenofobia que alientan los gobiernos y los cuerpos de seguridad de los estados, impasibles frente a los actos de barbarie neonazi contra centros de refugiados o directamente cómplices con la vergüenza racista de los vecinos europeos. Ver llorar a esos niños zarandeados hace presagiar lo peor para todos. ¿Y, por cierto, dónde están los 10.000 niños “desaparecidos”?

Los Machado tuvieron que huir también de Valencia. Cada vez más enfermo, el gran poeta español llegó con su familia a Barcelona, donde primero se hospedaron en el Hotel Majestic y después en una finca abandonada por una duquesa. Fue okupa Antonio Machado. Imagino sucio a aquel hombre ilustrado, a aquel poeta digno como un fontanero o una maestra, aterido en la noche, desgarrado por su país, aterrado por el destino de sus seres queridos, con los huesos también anochecidos, con el aliento turbio, con el ánimo incapaz de conciliar el sueño. Me llegan los sonidos más inquietantes de su alrededor. Lo imagino llorando.

“De los 15.000 refugiados que España se comprometió a acoger solo ha traído a 18”, denuncia José María Trillo-Figueroa, de la Red Solidaria de Acogida e impulsor en Madrid de la marcha por los refugiados. Trillo-Figueroa, que recuerda que estas personas huyen de conflictos en los que nuestros países están interviniendo, clama por la concesión de visados y por que las embajadas de los países de tránsito abran sus puertas para acogerlos. ¿De qué sirve, si no, una embajada?, me pregunto. Y me llega un tintineo de copas, un crepitar de chimeneas, un cosquilleo de alfombras.

El 22 de enero de 1939 un grupo de españoles cruza la frontera francesa. Entre ellos, el gran poeta español Antonio Machado y su familia. Van en un vehículo de la Dirección de Sanidad que en un determinado punto tienen que abandonar. En él quedan también todas sus pertenencias. Bajo la lluvia y el viento, cientos de personas avanzan hasta Francia. Algunos logran subir a un tren que los conduce a la localidad de Colliure. Entre ellos, el poeta Antonio Machado, que apenas se tiene en pie.

Los ciudadanos y ciudadanas europeos y norteamericanos que el pasado sábado marcharon en solidaridad con los refugiados demuestran estar muy por encima de los gobiernos: piden que esas personas sean reasentadas, piden que se suspendan los acuerdos de retorno con países que no respetan los derechos humanos, como Marruecos o Turquía, piden la derogación del Reglamento de Dublín, que impide la libertad de movimientos de los refugiados por el espacio Schengen, piden un plan urgente para los que llegan a Grecia y a Italia. Piden compasión, ética, obligación moral. Piden que no desaparezcan niños. Piden que los fontaneros, las maestras, los informáticos, los sastres, las profesoras, los camareros, las secretarias, las abogadas que lo han perdido todo sean tratados con humanidad. Que los poetas no lloren en cualquier rincón de la noche.

El gran poeta español Antonio Machado murió en Colliure el 28 de febrero de 1939. Su madre, de 85 años, murió dos días después. Fueron enterrados juntos en un nicho cedido por una vecina de esa localidad francesa.

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