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El miedo en el cuerpo

Miguel Roig

Cuando iba al instituto, en Argentina, una de las aficiones que compartía con mis compañeros era ver películas prohibidas para menores de dieciocho años. Casi todas tenían esa calificación, con lo cual tan solo se trataba de ver cine ya que la alternativa quedaba reducida prácticamente a Disney. Recuerdo una tarde que intentamos entrar en la sala donde proyectaban Sacco y Vanzetti de Giuliano Montaldo y fuimos rechazados de plano en la taquilla, pero en un cine vecino nos dejaron pasar para ver El pájaro de las plumas de cristal de Dario Argento.

Pasaron muchos años hasta que pude ver la historia de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, los anarquistas italianos acusados en Estados Unidos de un crimen que no cometieron y que acabaron en la silla eléctrica. De no haber mediado tanto tiempo, impuesto por la dictadura que prohibió su exhibición, no tendría en la memoria aquella tarde en la que en lugar de Sacco y Vanzetti vi mi primera película de miedo. Mucho después el artificio de Argento nos haría gracia e incluso, para algunos, sería objeto de culto, pero para los preadolescentes de entonces el miedo era eso. El tiempo, que suele acomodar las cosas, nos descubrió que el miedo, en realidad, estaba expuesto en la otra sala a la que no nos dejaron acceder: el miedo que genera una justicia que no es tal; un sistema del cual la mayoría queda en entredicho.

El miedo es una reacción ante la incertidumbre, a lo desconocido, a la ausencia de control sobre lo real o a la pérdida de su sentido. Por aquel entonces mi madre le tenía miedo al comunismo y mi padre al quiebre de la prolija tensión de la Guerra Fría. Está claro que ambos necesitaban una hipótesis de conflicto en el sereno marco en el que discurría su vida cotidiana. La dictadura trajo como consecuencia que el miedo se trasladara hacia algo tangente: la suerte de sus hijos en un estado de sitio permanente y absolutamente oscuro. La incertidumbre, lo desconocido y la pérdida del sentido se aunaban en una realidad que no daba más garantías que el ciclo diario de rotación de la Tierra alrededor del Sol.

En otras latitudes, en Europa, por ejemplo, los antiguos miedos de mis padres aún gozaban de cierta vitalidad. Para una mayoría que se beneficiaba del modelo keynesiano que la crisis del petróleo de los setenta no había conseguido quebrar, el miedo rondaba la danza gélida de las dos potencias hegemónicas y el desastre nuclear. Otras películas, como Todos los hombres del presidente de Alan J. Pakula, que narra el caso Watergate, o La semilla del diablo, invitaban a perder el miedo al sistema político vigente y a canalizarlo en la versión del mal que proponía Polanski –y que aún late ya que el mal, como el miedo, es perenne–.

La caída del muro de Berlín y la hegemonía del socialismo real cambiaron las reglas del juego y los sujetos del miedo.

La noche del 9 de noviembre de 1989, en Berlín, cae una idea del mundo y los miedos proyectados hacia fuera se comienzan a internalizar de modo tal que poco a poco terminan anidando en nuestro cuerpo para instalarse definitivamente en él otra noche, la del 14 de septiembre de 2008, en Nueva York, cuando junto con el banco Lehman Brothers cae el sistema. Ya nada volverá a ser igual.

Don DeLillo afirma que con la caída de las Torres Gemelas el tiempo ha quedado disuelto, ya que nada de aquello que aprendimos en el pasado sirve para detener un ataque de estas características, en el que un kamikaze puede disolver el presente en cualquier momento y en una realidad así planteada no hay futuro posible. El miedo se expande a todo lo que gira alrededor nuestro, convertidos en blancos móviles permanentes. Pero del mismo modo que Mohammed Atta hizo estrellar un avión contra las Torres Gemelas, Richard Fuld, el presidente de Lehman Brothers, desde otra torre del barrio estrelló su banco contra el sistema.

Ya no hay comunismo –a pesar de la insistencia de Berlusconi en el asunto– ni Guerra Fría. Si mi padre viviera, en lugar de temer un enfrentamiento nuclear se preguntaría cómo es posible que haya permanecido cuarenta años haciendo el mismo trabajo. Su miedo, hoy, estaría puesto en la zozobra de la pensión, en el diario vivir de sus hijos y en el porvenir de su nieto.

La realidad líquida que propone Zigmunt Bauman no es la ingeniosa manera de describir la realidad de un sociólogo polaco que declama en un campus inglés. La astucia de la razón hegeliana, aquella que pregonaba que las ideas quedan en la retaguardia y se preservan de las pasiones, ha quedado también disuelta arrastrando las ideas: no hay certeza alguna; todo se expande como una mancha de petróleo en el mar de la incertidumbre. ¿Cómo no mirar esa mancha con pánico?

Contaba al principio que siendo casi un niño me inicié antes en el cine de terror que en el político. Hoy, posmodernidad mediante, los géneros también se han disuelto y podemos sufrir un escalofrío ante una trama que esperábamos que nos llevase por otro camino. En la película Syriana del realizador Stephen Gaghan, el protagonista, interpretado por George Clooney, pide colaboración a un diputado estadounidense para denunciar un delito de corrupción inherente a las empresas petroleras en cuestión. El político, fuera de sí y a los gritos, se lanza contra Clooney, exclamando “¿Corrupción? Corrupción es el intrusismo del Gobierno en la eficiencia del mercado con sus regulaciones. Eso es de Milton Friedman. ¡Tiene un jodido Nobel! Tenemos leyes justamente para salirnos con la nuestra. La corrupción es la que nos protege”.

En Margin Call de J.C. Chandor, película que dramatiza la caída de Lemahn Brothers, Jeremy Irons encarna al presidente que quebró ese banco, Richard Fuld, y al día siguiente de la caída declara eufórico: “Este desastre nos va a dar mucho dinero”.

¿Cómo no vivir con el miedo en el cuerpo?

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