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El fin de la igualdad

José Manuel Rodríguez Uribes

Decía Oscar Wilde que la mejor manera de responder a la tentación era caer en ella. Esta vez y sin que sirva de precedente, no seguiré el consejo del ilustre dramaturgo irlandés, tan beneficioso en tantos ámbitos de la vida. No escribiré sobre el tentador tema de la situación del PSOE, ni sobre su Secretario General elegido hace 10 meses, por el que, dicho sea de paso, siento afecto y respeto, ni sobre el futuro de la socialdemocracia, ni sobre la situación de la izquierda en general, ni sobre la independencia de Cataluña, ni sobre el concepto de matrimonio, sobre todo después de contar con una sentencia histórica del Tribunal Constitucional. No les daré gusto a los conservadores, a la derecha española o catalana, encantadas con que los progresistas nos dividamos, nos miremos al ombligo, nos flagelemos aunque sea con una fusta laica o, sin más, sigamos obedientemente la agenda que nos marcan. Cómo entramos al trapo! Cuando lo hacemos (y lo hacemos tanto!) ellos sonríen mientras acarician un gato, leí hace tiempo en twitter. Evocadora imagen.

A mí, lo que de verdad me preocupa, lo que me preocupa más, mucho más, infinitamente más, es lo que realmente está sucediendo, sí, en estos 10 meses, pero en nuestro país (aunque no sólo aquí) con la complicidad egoísta de Alemania y el silencio ensordecedor de una Unión Europea paralizada y sin liderazgo. Mientras nos distraemos con algunos de aquellos temas, auténticas cortinas de humo, los fanáticos de la economía como moral que no leyeron nunca a Adam Smith han acabado con la economía política y, a fortiori, con los derechos sociales y su soporte político-jurídico, el Estado del Bienestar, que no es otra cosa que el bienestar de los ciudadanos en general y la protección de los más débiles en particular. Como es sabido, aunque se está olvidando, la Europa unida se construye tras la II Guerra Mundial precisamente con esa utopía en el horizonte. Lamartine decía que las utopías no son sino verdades prematuras y Weber que había que pedir lo imposible para alcanzar lo posible.

Ese Estado del Bienestar, ese constitucionalismo social europeo, se hizo realidad en el centro y en el norte de Europa y puso sus cimientos también en España de la mano de nuestra joven democracia y, por cierto, del PSOE. Ahora, una crisis que es capitalista en su origen, nacida del peor capitalismo, el financiero, se erige como la gran coartada, la tormenta perfecta para llevarse por delante, cual huracán Sandy, la cohesión social y la igualdad de oportunidades. Sus pilares, la educación pública, la sanidad universal, el apoyo a los dependientes, la protección frente al desempleo, etc, se están viniendo abajo como si fueran de cartón piedra, alejándonos por generaciones de la utopía europea que ha merecido recientemente, precisamente por eso, el Premio Nobel de la paz. El mensaje de advertencia es claro y nos lleva hasta Kant y su sueño de paz perpetua: ésta no existe sin justicia social, sin igualdad de oportunidades y sin seguridad frente a los avatares de la vida, la enfermedad o la irremediable vejez. En 1945 los europeos lo vieron claro.

Ahora, sin embargo, cuando el Estado debería ser más poderoso y el constitucionalismo social europeo estar más presente, uno y otro se retiran y avanza el Estado Mínimo y la ley del más fuerte: el sálvese quien pueda, el estado de naturaleza hobbesiano, que es la guerra de todos contra todos y en la que, siempre, el pez grande se termina comiendo al pez chico. Esto no cambia nunca. Por eso se soñó el Estado del Bienestar. La retirada actual, claro, no es sólo ideológica, que también, sino en términos de poder y de opinión pública, fruto de decisiones democráticas de los ciudadanos, desconcertados y escépticos, sobre todo las gentes progresistas y de izquierdas mucho más exigentes con sus líderes que las gentes de derechas que los discuten puntualmente pero les votan fielmente. Y ganan. Aquí y en Berlín. Y ésta es, me parece, la verdadera tarea de los partidos socialdemócratas, mucho más que la legítima lucha por el poder interno.

Es imprescindible una reflexión seria y serena acerca del papel de la izquierda en general y del socialismo democrático en particular en una Europa que avanza a partes iguales hacia la resignación, el desencanto, el populismo y la rebelión. Ideología, contenidos programáticos, unidad de acción, estrategia y táctica, ahondando en las señas de identidad del socialismo democrático (Bernstein, Blanc, Laski, Rosselli, Bobbio, Fernando de los Ríos…) pero adaptándolas al presente y al futuro, sin confundir el legitimo pluralismo también dentro de los partidos con la ausencia de criterios nítidos y coherentes. Sólo la ciudadanía francesa, en los últimos tiempos, ha percibido el riesgo involucionista conservador que conduce a la fractura social y a una crisis no sólo financiera y económica, que no es poco, sino, a partir de ella y por su injusta gestión, a una crisis total que no es sinónimo de global, sino de definitiva, sistémica en todos los órdenes, también el moral y el político. Será, si no lo remediamos, y no quiero ser profeta de catástrofes, la muerte civil de las sociedades bien ordenadas.

De todo esto quería escribir. Lo haría largo y tendido. Con gusto. Como denuncia que gritara a los cuatro vientos la indignación que me produce, como a tantos españoles, perder el tiempo con cuestiones menores cuando este gobierno, el de Mariano Rajoy Brey, campa a sus anchas por mucha legitimidad democrática de la que goce, insensible ante los vulnerables y las clases medias, y desnortado. Saben que la lógica de las cosas, incluso los palos de ciego que dan, la incertidumbre y los silencios, les llevan hacia donde siempre quisieron ir y nunca se atrevieron a decir: el fin de la igualdad, por acción o por omisión, que es el valor, como diría Bobbio, que distingue a la derecha de la izquierda. Nunca creyeron en la igualdad, ni de partida, ni mucho menos de llegada, en la meta. Sin embargo olvidan el riesgo de revuelta social, el argumento de la seguridad que les gusta más. Ya que no conocen el valor que la cohesión tiene para la paz social y que supo ver Rousseau hace casi 3 siglos, que nadie sea tan rico como para poder comprar a otro, ni nadie tan pobre como para verse forzado a venderse, escribió el Ciudadano de Ginebra en El Contrato social, deberían tenerlo en cuenta aunque sea sólo por sentido de la responsabilidad. Lo vio hasta Carl Schmitt, poco sospechoso de “rojo”, para quien la razón de ser del poder es precisamente proteger a los ciudadanos. Lo dice incluso la Constitución de Cádiz, La Pepa, celebrada con toda la pompa en su bicentenario: la obligación del Gobierno es hacer felices a los españoles, decía en uno de sus primeros artículos. Yo, por supuesto, no espero tanto. Me conformo con que no nos hagan desgraciados, con que no nos lo hagan de forma irreversible. La legitimidad de origen, que sin duda tiene Rajoy y su partido, aunque han hecho todo lo contrario de lo que anunciaban en su programa electoral, es insuficiente sin la legitimidad de ejercicio. Y ésta se pierde no sólo por el abuso de poder sino cuando se desatiende a los ciudadanos.

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