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Los de abajo contra los de más abajo

Manifestación contra el racismo en Madrid

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Hace años vi una película francesa que me atrapó singularmente porque, además de otras muchas más cosas, reflejaba con una veracidad inusual las tensiones subterráneas de aquellos que habitan en la base de la pirámide social. Contaba las relaciones complejas, no siempre explícitas, que se establecen entre los parados y los que (mal que bien) conservan sus empleos, los que no han sido indemnizados con los que sí, los que carecen de prestación con los que las cobran, o los jóvenes sin trabajo, sin casa ni futuro con los pensionistas. Se llama Las nieves del Kilimanjaro (no confundir con la versión del relato de Hemingway), de Robert Guédiguian, y se estrenó en plena Gran Recesión, cuando estaba en auge la vieja táctica de enfrentar a los de abajo con los de más abajo. Durante aquel cataclismo --cuyas medidas de recortes inmisericordes fueron tan distintas a las que se despliegan ahora para superar el colapso de la pandemia--, una parte de los que menos tenían se encaró con los que no tenían nada, en lugar de revolverse contra las élites, quienes desde sus atalayas comprobaban gratamente cómo multiplicaban beneficios. Me ha venido a la memoria este recuerdo después del asesinato en Murcia de un marroquí de tres tiros a quemarropa y el apuñalamiento de una ecuatoriana. Dos ataques racistas en solo una semana.

Lo sucedido sobrepasa la clásica guerra entre pobres que siempre han sabido fomentar los poderosos para descargar en el eslabón más débil el malestar devenido del extremo desnivel económico que ellos mismos provocan. Pero el origen es compartido. Sirva como ilustración la conocida leyenda sobre la semilla de un tipo de bambú oriental que no da frutos durante seis o siete años. Nada se ve en la superficie. La evolución es bajo tierra: una compleja estructura de raíces se está tejiendo en un largo periodo de hibernación para sostener la planta. Cuando por fin brota, en un par de semanas alcanza una altura de 15 metros. Aunque esta fábula se suele usar en sentido positivo como parábola del tesón y la importancia de contar con bases sólidas, es igualmente válida para explicar la explosión violenta de racismo en España que nos ha sobrecogido. En los últimos decenios la desigualdad y la injusticia han crecido de una manera escandalosa, a la par que las refriegas en las barriadas marginales donde se va apilando la indigencia, la segregación y los discursos de odio al extranjero que ha popularizado la ultraderecha. Un robusto armazón de conflictos en el subsuelo como el que describe la metáfora del bambú, al que hay que sumar estereotipos y prejuicios.

En nuestro país se ha instalado una especie de burbuja de la hipérbole donde prima el lenguaje rimbombante de lo desagradable, con un clima político destructivo que incendia más que apacigua, agrava los problemas, irrita y encona.

En Gran Canarias, meses atrás, los vecinos de los enclaves más deprimidos se arrojaron a la calle para protestar contra los migrantes que quedaron retenidos es la isla por una maraña burocrática que tardó varios días en desenredarse. Algunos se organizaron en patrullas, espoleados por los bulos difundidos por Whatsapp que, pese a desmentirse una y otra vez, empapan el entramado social de ideología cochambrosa. Apedrearon los recintos de acogida, hubo amenazas con armas, palizas, insultos y persecuciones. Mientras ocurría, Rocío Monasterio demonizaba pausadamente en las televisiones a los menores extranjeros no acompañados y sus compañeros se dedicaban a expandir con fruición el amplio repertorio de falsedades de Vox, con esa petulancia agresiva de la que se jactan. La misma Monasterio que hará dos años se presentó en Sevilla para manifestarse frente a un centro de niños y adolescentes migrantes, y que hace una semana arremetió contra el diputado senegalés nacionalizado español Serigne Mbayé en la Asamblea de Madrid, acusándole de llegar en patera y “lucrarse” al trabajar de mantero, tal si estuviera en una de las reyertas teatrales de Sálvame de Luxe. El escritor Fernando Aramburu sintetizó en Twitter la mejor respuesta: “... ¿Cómo vino? Como pudo. ¿De qué vivió? De lo que pudo. Conozco docenas de historias apenas distintas de emigrantes españoles en Alemania. Respetémonos”.

Sin embargo, el respeto al que se refiere el autor de Patria se encuentra en horas bajas. En nuestro país se ha instalado una especie de burbuja de la hipérbole donde prima el lenguaje rimbombante de lo desagradable, con un clima político destructivo que incendia más que apacigua, agrava los problemas, irrita y encona. Que propaga la desconfianza para sacar partido y busca enemigos a los que atribuir las culpas, con esa lógica del chivo expiatorio que nos sumerge en lo más lúgubre del ser humano. Todo junto: la desigualdad, la injusticia, la precariedad que es ya estructural, la falta de horizontes, los partidos que se dicen moderados pero pactan con los ultras y hacen suyas su agenda y retórica volcánica. Todo junto conforma el caldo de cultivo perfecto para que germine el miedo y el odio inducido y florezca con una potencia asombrosa la guerra de los pobres contra los pobres. “¡Moros de mierda, no quiero veros más por aquí!”, dijo el hombre que asesinó en Mazarrón a Younes Bilal. “¡Sudacas! ¡Nos quitan la comida!”, exclamó la mujer que apuñaló a la ecuatoriana Lili en Cartagena. Tendríamos que hacer algo como sociedad antes de que la planta del racismo y la xenofobia siga fortaleciendo sus raíces y se agigante de tal modo que acabe por aplastarnos.

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