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Mil euros al mes: de sueldo vergonzoso a techo salarial

Jóvenes de acciones por el clima

Santi Fernández Patón

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El primer registro escrito del término “mileurista” corresponde a una carta al director del diario El País en el año 2005. Hoy, seguramente, a los más jóvenes ni siquiera les suena, pero lo cierto es que ese término se popularizó en muy poco tiempo. En suma, los salarios se habían devaluado tanto, las empresas exprimían de tal modo a sus plantillas, que los jóvenes de entonces (“la generación más formada de nuestra historia”) solo podían aspirar a salarios bochornosos: mil euros netos al mes. Resultaba escandaloso, y no faltaron reportajes y estudios sociológicos para, sin más, certificar lo evidente: que difícilmente un mileurista podría alguna vez construir una vida emancipada. Y eso era antes de que dos crisis convirtieran los mil euros al mes no en una realidad, sino en una aspiración.

De repente, la crisis de 2008 puso de moda la familia porque muchos jóvenes tuvieron que recular hasta el nicho de sus padres, las amistades forzadas porque tantos otros acababan compartiendo pisos con quienes podían y el amor porque ahora lo más económico era precipitar la convivencia en pareja. Fue entonces cuando el Gobierno y la patronal decidieron ir a cara perro, perder toda vergüenza: al sector bancario se lo rescató con dinero público, a pesar de los récords de desahucios, y a los jóvenes se les intentó convencer de que se merecían lo que tenían, o más bien lo que no tenían. La cosa estalló en el 15M de 2011, pero los mil euros siguieron siendo, para un buen número de jóvenes y ya no tan jóvenes, el techo salarial.

Cualquiera puede entrar en la calculadora del Instituto Nacional de Estadística y comprobar que de 2008 a la actualidad el IPC ha subido más de un 30%, y luego cotejar si su salario también lo ha hecho. La respuesta es evidente. Aun así, en la actual crisis inflacionista, la patronal no ha dejado de insistir, con una perversidad obscena y cruel, en que la solución pasaba por contener los salarios. Christine Lagarde, desde el Banco Central Europeo, lo ha repetido siempre que hacía falta, por supuesto, a pesar de que la realidad es justo la contraria.

Son esas crisis las que permiten a las peores empresas apretar más las tuercas, como demuestran los datos, y cumplir con una regla matemática bien sencilla: cuanto menos tenemos nosotros, más tienen ellas. Una cuestión de puro reparto, jamás de escasez

En la zona euro, los costes laborales han aumentado un 5,7%, mientras que la inflación alcanzaba el 9,2%. En España, siempre paradigmática cuando se trata de explotación laboral, las empresas han duplicado sus beneficios, a la vez que mejoraban su rentabilidad y la patronal ni siquiera se sentaba a la mesa de negociación para subir el salario mínimo a esos 1.000 euros que hace 15 años nos parecían una miseria. De hecho, justo antes de la pandemia, España era el país de la OCDE que peor pagaba a sus jóvenes.

Entre tanto, sin salir de mi ciudad, Málaga, el precio del alquiler de la vivienda se dispara un 40%. Eso la convierte en la primera ciudad andaluza con máximos históricos en el precio de compraventa y alquiler. Pese a todo ello, los desahucios no se frenan, ni siquiera en vísperas de elecciones, y los apartamentos turísticos consuman la expulsión de los vecinos del centro histórico.

Ya no es solo un problema de jóvenes mileuristas, aunque su salud mental esté golpeada más que nunca. La precariedad creciente, la pauperización a la que nos abocamos, no es producto de crisis sobrevenidas, como la inflacionaria actual. Son esas crisis las que permiten a las peores empresas apretar más las tuercas, como demuestran los datos, y cumplir con una regla matemática bien sencilla: cuanto menos tenemos nosotros, más tienen ellas. Una cuestión de puro reparto, jamás de escasez.

Esos beneficios obscenos se presentan públicamente y de forma tan arrogante gracias a una sensación de completa de impunidad, cuya única explicación reside en la cobarde pasividad del Gobierno

Esos beneficios obscenos se presentan públicamente y de forma tan arrogante gracias a una sensación de completa de impunidad, cuya única explicación reside en la cobarde pasividad del Gobierno: impuestos a la banca, pero solo de manera temporal; limitaciones a los precios del alquiler de viviendas, pero no rebajas; prórrogas de alquileres en las mismas condiciones, pero solo de seis meses, etc. Ninguna medida realmente estructural, ninguna medida de verdadera reforma fiscal ni de redistribución.

Y eso les convierte en culpables ante cada cuadro de ansiedad, ante cada crisis y daño autoinfligido entre los más jóvenes. Por eso, cuando, tal y como hacía Isaac Rosa en esta columna, preguntemos “¿Jóvenes, qué os pasa?”, no olvidemos responder: “También os pasa un Gobierno cómplice”. Y eso no hay campaña electoral que lo vaya a borrar.

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