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En Abierto es un espacio para voces universitarias, políticas, asociativas, ciudadanas, cooperativas... Un espacio para el debate, para la argumentación y para la reflexión. Porque en tiempos de cambios es necesario estar atento y escuchar. Y lo queremos hacer con el “micrófono” en abierto.

Menopausia: dolor ignorado, violencia de sistema

El entorno social y laboral no suele tener en cuenta lo que conlleva el climaterio.
22 de noviembre de 2025 21:16 h

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Una mujer de 52 años intenta explicar en su trabajo que lleva semanas sin dormir, se despierta empapada en sudor, el corazón se le dispara, la cabeza se le queda en blanco. Pronuncia la palabra “menopausia”. Su compañero responde: “Yo también duermo fatal, el niño pequeño llora todas las noches”.

Otra mujer, 46 años, tiene un puesto de responsabilidad. La menopausia le trae noches en vela, sofocos en mitad de las reuniones, lagunas de memoria que le dan pánico. Además, es la hija “responsable” de unos padres mayores. Cuando pide flexibilidad y apoyo temporal en sus funciones, la llama a hablar otra mujer con cargo en la empresa y con tono pretendidamente “empático” le dice: “Te vemos sufrir, de verdad. ¿No será mejor que lo dejes para no sufrir más? No puedes estar al 100%”.

En un invernadero del campo andaluz, una temporera de 49 años trabaja a destajo. Sangrados muy abundantes, mareos, sofocos bajo el plástico, dolor en las piernas. El baño está a diez minutos andando. Cuando pide ir porque la compresa no aguanta más, el manijero mira el reloj y responde que allí se ha ido “a trabajar, no a pasearse”. En pleno sofoco siente que se desmaya, pero no le permiten parar porque “se enfría el ritmo”. Ese día, con los mareos y el sangrado, no llega a la media de kilos exigida. Al final de la jornada, el capataz la llama aparte: “Mañana quédate en casa, ya te avisaremos”. Varios días sin jornal, sin despido formal, pero con castigo real.

No son anécdotas aisladas. Son tres formas distintas de una misma violencia. Cada 25 de noviembre miramos de frente el maltrato psicológico, los asesinatos, las violaciones. Y es imprescindible. Pero hay violencias que no dejan moratones y, sin embargo, destrozan la vida de miles de mujeres en Andalucía como el abandono sanitario tras un cribado de cáncer de mama o la falta de atención y de derechos laborales de quienes transitan la menopausia con síntomas severos.

La mayoría sufren síntomas y para alrededor de un 20%, esos síntomas deterioran gravemente la calidad de vida con sofocos, insomnio crónico, ansiedad, dolores articulares, sangrados incapacitantes, niebla mental, pérdida de memoria, dolor en las relaciones sexuales...

Lo escribo como feminista, como activista de derechos humanos y como exdiputada andaluza que llegó a registrar una ley para luchar contra la discriminación por menopausia. Si hubo que redactarla es porque el sistema falla en algo tan básico como nuestro derecho a la salud y al empleo en igualdad. Durante su preparación pude recoger decenas y decenas de testimonios de mujeres que me confirmaron esta necesidad.

El climaterio, esa transición que incluye la perimenopausia, la menopausia y la posmenopausia, puede durar años y atravesar casi la mitad de la vida de las personas con útero. La mayoría sufren síntomas y para alrededor de un 20%, esos síntomas deterioran gravemente la calidad de vida con sofocos, insomnio crónico, ansiedad, dolores articulares, sangrados incapacitantes, niebla mental, pérdida de memoria, dolor en las relaciones sexuales... Y, sin embargo, llegamos a esta etapa casi siempre desinformadas. Ni en la escuela, ni en las campañas públicas, ni en las consultas te preparan. No es un despiste neutral: es la consecuencia de una medicina androcéntrica que sigue tratando la salud de las mujeres como un añadido sin importancia, un problema “de hormonas” que cada una debe sobrellevar como pueda.

La Organización Mundial de la Salud lleva años reclamando que la transición por la menopausia se trate como parte integral del derecho a la salud, con atención física, mental y sexual y acceso real a información y tratamientos. Ignorar estas recomendaciones cuando se conoce el sufrimiento que hay detrás no es un olvido técnico, es una decisión política.

Volvamos a las escenas. El compañero que responde “yo también duermo fatal” borra la especificidad de lo que te ocurre, reduce un cuadro complejo y sostenido a una mala noche, coloca su experiencia de hombre como medida de todas y te lanza un mensaje disciplinador: si él aguanta, tú deberías aguantar. Es machista porque se niega a reconocer que tu insomnio no viene de un niño que llora, sino de una etapa vital que solo atravesamos las mujeres y que va unida a una desigualdad estructural en la sanidad y en el trabajo. Además, desplaza el foco de la conversación: en lugar de abrir espacio para hablar de menopausia en la empresa y pensar cambios, la sitúa en el terreno de las quejas individuales. Tu dolor deja de ser un asunto político y vuelve a ser un problema privado que deberías gestionar tú sola.

La otra compañera que te dice “mejor déjalo para no sufrir” envuelta en empatía está haciendo el trabajo sucio del patriarcado. En vez de pelear junto a ti por una adaptación razonable, convierte el problema estructural en tu decisión “libre” de renunciar. Es machista porque parte de la idea de que solo hay dos opciones: o encajas en el modelo de trabajadora ideal, disponible, sin límites, sin cuerpo, sin cuidados, o desapareces. Se apoya en el hecho de ser mujer para legitimar el mensaje pero lo que transmite es que la combinación de cuerpo menopáusico y cuidados son incompatibles con el poder.

La temporera que no llega a la media de kilos descubre otra cara de lo mismo. Las condiciones objetivas de muchos trabajos como el trabajo con calor extremo, falta de ventilación, distancia o restricciones para ir al baño o uniformes restrictivos multiplican los síntomas, y la forma de contratar: a destajo, con miedo o sin contrato, sin derechos, convierte esos síntomas en sanción económica. No hace falta que nadie pronuncie la palabra menopausia para que tu cuerpo y tu bolsillo sean castigados por ella.

Muchas han pensado en dejar su empleo por una menopausia complicada, muchas van a trabajar sufriendo por miedo a que su situación se interprete como falta de compromiso, y casi ninguna se atreve a nombrarla abiertamente en la empresa

Cuando miramos los datos, el panorama es impactante. En el Reino Unido, un informe de The Fawcett Society, Menopause and the Workplace (mayo 2022), reveló que tres de cada cinco mujeres menopáusicas se veían afectadas negativamente en el trabajo y que centenares de miles habían dejado su empleo por los síntomas. A los 50 años con al menos un síntoma problemático tienen mucha más probabilidad de haber dejado su trabajo a los 55 o de haber reducido su jornada. Y una encuesta del Women & Equalities Committee del Parlamento británico (septiembre 2021) recogía que en torno a un tercio de las participantes se había ausentado del trabajo por sus síntomas, muchas sin atreverse a decir la verdadera razón a su jefe.

Mientras tanto, en España y en Andalucía no tenemos estudios públicos sobre cómo afecta la menopausia a la carrera profesional de las mujeres. Lo poco que sabemos proviene de investigaciones parciales y privadas que dejan ver lo obvio: muchas han pensado en dejar su empleo por una menopausia complicada, muchas van a trabajar sufriendo por miedo a que su situación se interprete como falta de compromiso, y casi ninguna se atreve a nombrarla abiertamente en la empresa.

En la sanidad ocurre algo similar. Una encuesta de la Sociedad Andaluza de Ginecología y Obstetricia de 2023 realizada a profesionales del SAS muestra que la inmensa mayoría de especialistas en medicina de familia, ginecología y matronas no había recibido formación suficiente en menopausia y no se sentía preparada para tratarla. La atención al climaterio aparece en los papeles, pero en la práctica no hay unidades específicas, ni protocolos claros, ni campañas públicas que expliquen qué nos pasa y qué opciones tenemos.

La respuesta habitual son parches farmacológicos, ansiolíticos, antidepresivos, que ni tratan el problema, ni abordan de manera global la situación, ni previenen complicaciones como la osteoporosis o el riesgo cardiovascular. Cuando actualmente hay tratamientos eficaces y seguros que pueden mejorar radicalmente la vida de mujeres muy mermadas, y aun así no se ofrecen o se demonizan, lo que hay detrás no es ignorancia inocente, sino desinterés estructural.

El feminismo habla desde hace mucho de violencias estructurales e institucionales. Hay violencia machista cuando un sistema sanitario no forma a sus profesionales, no organiza recursos, no analiza con datos la realidad para poder actuar y normaliza que miles de mujeres sufran durante años síntomas graves en una etapa vital que solo atravesamos nosotras. Hay violencia machista cuando un sistema laboral no contempla el climaterio en la prevención de riesgos, no incluye la menopausia en los planes de igualdad, no prevé ajustes razonables ni flexibilidad y utiliza la competitividad como filtro que expulsa a quienes no pueden rendir como el varón estándar. Y hay violencia machista cuando una cultura ridiculiza la menopausia, nos hace avergonzarnos de nombrarla y nos empuja a aguantar en silencio.

Cuando el precio de la menopausia es perder la salud, el salario o el trabajo, lo que se rompe no son solo nuestros cuerpos, es nuestro derecho a una vida digna

El resultado es empobrecimiento, brecha salarial y de pensiones, pérdida de autonomía, deterioro de la salud, expulsión de espacios de poder. Y ese daño recae casi exclusivamente sobre mujeres de determinada edad, muchas de ellas trabajadoras precarias, migrantes y cuidadoras. Llamar a esto violencia machista no es exagerar; es darle nombre a un daño que, precisamente por no tenerlo, se ha vivido en soledad generación tras generación.

Este 25 de noviembre volveré a salir a la calle por las asesinadas, por las violadas, por las mujeres acosadas. Pero también quiero salir por las mujeres que se levantan cada mañana después de otra noche en blanco, se toman un ibuprofeno, un ansiolítico, un café y se van al tajo, al invernadero, al hotel, a la oficina pensando que “es lo que toca”. No, no es lo que toca. No es “la edad”. Es un sistema sanitario y laboral que ha decidido que nuestros cuerpos en climaterio son prescindibles.

Nombrarlo como violencia machista es el primer paso para dejar de soportarlo en silencio. El siguiente, ineludible, es exigir políticas públicas a la altura: formación, unidades específicas, adaptaciones laborales, datos y recursos reales. Porque cuando el precio de la menopausia es perder la salud, el salario o el trabajo, lo que se rompe no son solo nuestros cuerpos, es nuestro derecho a una vida digna. Y eso, aquí y en cualquier lugar del mundo, se llama violencia.

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