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“El Prestige hundió a un pueblo con todas las consecuencias sociales y económicas que ello conlleva”

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Ángeles Huertas

Clara Sánchez no pudo reprimir las lágrimas cuando este martes escuchaba una y otra vez en las noticias que los imputados por el caso del Prestige, el desastre medioambiental más importante en la historia de España, quedaban exentos de la cárcel y del pago de cualquier tipo de indemnización. “Lloro porque es injusto y porque en este país da igual lo que pase que nadie tiene responsabilidades. Así reviente el mundo que aquí no pasa nada”, grita entre dientes.

Hace cerca de once años que Clara formó parte de una de las tres expediciones de voluntarios que la Universidad de Granada fletó a Carnota (A Coruña) para limpiar parte del chapapote de sus playas. “Me apunté -recuerda- porque soy de Tarifa y cuando vi las imágenes por la televisión pensé en mi pueblo y algo tiró de mi”. Clara se enfrentó a un padre médico, “que no tenía muy claro si los vapores podrían causarme un daño futuro”, pero nada le importó para coger la mochila, montarse en el autobús y pasar cuatro días enfangada hasta las rodillas de arena tóxica y fuel, porque un petrolero cargado con 77.000 toneladas de combustible se había hundido frente a las costas gallegas dejando un rastro de luto negro en miles de kilómetros.

“Cuando llegamos allí” -relata Rocio C. Escalante, otra de la voluntarias grandinas- el paisaje era desolador, aquello no sólo fue un desastre medioambiental sus efectos fueron mucho más allá. Hundieron a un pueblo con las consecuencias sociales y económicas que ello conlleva“. Ahora, tras el juicio, la entonces estudiante de Historia está indignada, ”no sólo por la sentencia, también por los comentarios de los políticos que escurren el bulto y hacen como si no tuviera importancia. Los que estuvimos allí sabemos realmente lo que pasó, pero parece que a ellos les da igual“.

“La gente que fuimos estamos unidos con un algo”, continúa Ángeles Jiménez, que en aquel año era becaria de Investigación en el Rectorado de Granada y le surguió la oportunidad de ayudar. “No sabíamos dónde íbamos. Cuando tras catorce horas de autobús llegamos, nos enfundamos el mono, los guantes, las gafas, las botas y la mascarilla en una nave industrial todo parecía un sueño, una especie de aventura”. La imagen del mar, sin embargo, cambió para siempre en sus retinas. “Nos quedamos mudos. Recuerdo el silencio cuando nos acercamos a la playa y la arena era negra, las olas movian espuma negra, las piedras, los hierbajos, las botellas de plástico… Todo era negro y olía a gasolinera. Hubo gente que lloró”. Ahora, dice, “te preguntas si alguno de los que mandan han aprendido algo. Probablemente no, porque sus vidas siguieron igual y ninguno agachó el espinazo para llenar un cubo de chapapote”.

Premio a la investigación

La Universidad de Granada organizó tres viajes a Carnota en los meses de enero, marzo y abril de 2003. El Ayuntamiento de la localidad gallega prestó el pabellón deportivo para dormir y las asociaciones de mariscadoras y pescadores ofrecieron la comida. “Lo pusimos en marcha”, cuenta Antonio Orellana, lo que hoy se podría denominar el delegado de Estudiantes de la Universidad de Granada en aquella época, “porque la gente venía a la oficina para ver qué podían hacer. Recuerdo que había una asociación de gallegos que todas las mañanas nos preguntaba”.

La unión de los voluntarios estudiantes, bomberos, vecinos…y las ganas por ayudar son los dos sentimientos con las que se queda Orellana. “Hubo cosas que se hicieron mal por falta de información, pero si de los 300 ó 400 estudiantes que fuimos sólo una cuarta ha interiorizado el mensaje y la actitud de prevención, mereció la pena”. Antonio ve con añoranza “cómo nos levantamos por una injusticia, que parece importar poco a algunos”. Su implicacion llegó a tal grado que el trabajo de investigación que realizó con otros compañeros sobre la catástrofe les valió el segundo Premio Nacional de Investigación Educativa 2004. El martes al oír la sentencia, como a casi todos sus compañeros de chapapote, algo se le removió por dentro. “Los voluntarios deberíamos unirnos y comenzar una nueva movilización”, apunta Rocío. “No se puede quedar así, no se debe quedar así”.

Ninguno de los voluntarios que viajaron a Carnota desde Granada olvidará la experiencia. Pero quizás Antonio y Rocio la tienen aún más presente porque “tenemos un niño del chapapote”, sonríen. Se conocieron el viaje organizado en abril de 2003 “y ya no nos hemos separado”. Los unió una desgracia, “pero sacamos algo bueno. Ojalá algún día podamos contarle a nuestro hijo –Gadir- que finalmente en Galicia se hizo justicia”.

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