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Solos en el capitalismo único

Las autonomías tienen 70 tributos propios y suponen menos del 2 por ciento de sus ingresos

José Luis Moreno Pestaña

UCA —

Juan Carlos Rodríguez acaba de consagrar un libro al marxismo (De qué hablamos cuando hablamos de marxismo, Madrid, Akal, 2013) y eso después de muchos años aplicándolo, con reflexiones teóricas que marchaban al paso de la investigación. El marxismo de los textos de Juan Carlos Rodríguez nunca fue de proclamas, sino de construcción laboriosa: menos de explicar qué es ser marxista, más de mostrar cómo serlo enfrentándose a desafíos de su investigación: sobre todo, cómo se construyeron, en un proceso conflictivo, la literatura y el sujeto modernos. En este libro, el lector encuentra condensados muchos de sus principios de análisis.

Para resumir la obra elijo dos claves. La primera responde a la pregunta: ¿qué sucede cuando nos quedamos solos en el capitalismo? Solos, solos: sin un socialismo real que, por aberrante que fuese y de hecho era, indicaba al menos una alteridad posible. Hoy existe únicamente la alteridad de los integrismos religiosos o nacionalistas y, de esos oponentes, poco puede esperarse una crítica de nuestro mundo que sea liberadora: entre otras cosas, porque nacionalistas e integristas abrazan con pasión el capitalismo. Solos, también, porque el capitalismo parece haberse insertado completamente en la vida cotidiana de la gente. No existe más horizonte que el consumo y sus inevitables correlatos: la conversión de cada porción de la existencia en un mercado donde se compite y donde se sube o se baja. Solos porque, en tal escenario, cada golpe en la competencia se experimenta como un fracaso propio, una muestra de que uno no se encuentra a la altura de las circunstancias. Deberíamos ver, pero resulta muy difícil cuando solo miramos desde el horizonte capitalista, que esa competencia es un fraude: sirve para que enriquezcamos a otros, ya sea consagrándoles las horas del día, ya sea intentando que en esas horas seamos cada vez más productivos: más sabios, más eficaces, más guapos... Pero, ¡ah!: habría que saber algo de la plusvalía absoluta o relativa para empezar a ver las cosas de otro modo e imaginar una forma de trabajarse a uno mismo que no consista en explotar o en dejarse explotar.

En su magistral estudio El escritor que compró su propio libro, Juan Carlos Rodríguez analiza un inquietante capítulo, aquel en que los duques, en la segunda parte, encierran a Don Quijote y Sancho en su castillo. El propósito no es otro que introducirlos en un juego atroz: representar en el castillo la realidad que Don Quijote creía vivir. Los duques se disponen a reírse de los dos desgraciados, ayudados por una caterva de servidores y figurantes. Las historias que leyó Don Quijote, y en las que su escudero cree algunos ratos, van a realizarse y nuestros amigos vivirán su delirio mientras los nobles se desternillan de ellos.

Salvando las distancias, algo así, siguiendo a Rodríguez, nos pasa en el castillo del capitalismo único. Nos han dicho que somos sujetos libres y alrededor nuestro se nos invita a que lo seamos: elige como vestirte, como perfeccionarte, como superar a tu vecino... Es una falsa libertad, como la del Quijote en el castillo, porque se te ofrece elegir sobre cuestiones con dos rasgos: uno, se te anima, exclusivamente, a ejecutar las libertades que el mercado puede ofrecer y con las que puede funcionar; segundo, en ese juego, los dados se encuentran marcados. Igual que los duques de marras podían vivir en el modelo feudal, porque tenían el poder para recrearlo (un castillo y sus siervos), los amos del mundo pueden jugar y elegir en el mercado porque tienen los recursos para convertir su voluntad en realidad, sus apuestas en triunfo, sus bazas en algo que el azar puede premiar. A nosotros nos pasa un poco como a los héroes de Cervantes: creemos participar en una aventura y solo somos figurantes en el escenario dispuesto por otros. Que, por supuesto, se mondan viéndonos hacer el ridículo.

Pero, ¿y por qué nos hemos quedado solos?, es la segunda pregunta. Se ha impuesto la idea de que solo en el capitalismo existe libertad, aunque sea la de un juego falso, porque en el fondo no se juega, lo hemos visto, es una pantomima: la emoción resulta escasa cuando se enfrentan un peso pluma sin entrenamiento y un peso pesado profesional del boxeo. Cierto que todo puede pasar pero, normalmente, el primero acabará destrozado y humillado. Pero, aún así, mejor es vivir la representación de una pantomima que someterse servilmente a los dictados de una autoridad, que te propone el juego, y ese sí que es ridículo, de que se puede eliminar la explotación intensificando la servidumbre. El juego del capitalismo tiene una mínima verdad: a veces las apuestas salen y los que no son nada se convierten en todo; el juego del estalinismo te juraba que la obediencia precedía al paraíso. Los que obedecían en el estalinismo se cansaron de hacerlo y mandaron a paseo a sus jefes y a sus promesas.

Tras aquello parece no quedar otra libertad que la capitalista porque a todo marxismo se le identifica con un Gulag. Las consecuencias políticas son evidentes: contra el capitalismo solo queda decirle que somos libres y que él no nos deja serlo bastante. Juan Carlos Rodríguez recuerda la escena de la movilización del 25 de setiembre de 2012 donde una chica desnuda reivindicaba la igualdad y la libertad de todos por nacimiento. En realidad, la que apostó por la exhibición corporal en medio de la protesta política, era un poco como los duques: eligió un juego en el que se encontraba en posición ganadora. Se trataba de Jill Love, una experimentada figurante, especialista, como tanta gente hoy, en lucir su cuerpo siempre que la situación se presta. Pero nuestro pensador lleva razón: la escena muestra hasta qué punto la ideología del sujeto libre se convierte en la clave de la oposición al capitalismo; es decir, se lucha contra éste con las mismas armas ideológicas que promueve. Esa escena, de hecho, podía leerse de otro modo, siempre con las categorías de Juan Carlos Rodríguez: una movilización política se codifica, desde la ideología dominante, como una posibilidad para exhibir y valorizar los recursos corporales.

¿La ideología dominante? ¿Qué quiere decir eso? Vayamos con otro punto donde el pensamiento de Juan Carlos Rodríguez aporta increíblemente. Dominante, porque no solo galvaniza la mayoría de nuestra vida sino porque además gozó de tiempo para aposentarse y volverse rocosa. Tal ideología, que nuestro autor comenzó a desmenuzar en su magistral y casi juvenil Teoría e historia de la producción ideológica, comenzó a forjarse en la lucha contra el mundo feudal, allá por el siglo XVI. Desde Garcilaso a Jill Love el sujeto es un alma libre cuyos éxitos se leen en su cuerpo, convertido así en el valor más hermoso de la creación. Ni rastro sobre cuáles son las condiciones sociales de posibilidad de los éxitos en almas y cuerpos, sobre si esos éxitos suponen el fracaso o la sumisión de otros.

Así nació nuestra libertad. La hipótesis de Juan Carlos Rodríguez es intelectualmente fuerte y políticamente preñada de consecuencias. La ideología burguesa produjo una modalidad de la libertad, la de un individuo que se crea a sí mismo. Esa noción de libertad permite aspirar a vidas diferentes y nadie en su sano juicio, político y filosófico, la canjearía por el sometimiento a un amo o la pertenencia como siervo a un señor. Y una de las últimas transformaciones de tal ideología se encuentra en el neoliberalismo, palabra que, sobre todo, significa libertad para elegir dentro del marco que propone el capitalismo y hacerlo calibrando los riesgos. Un capitalismo que tiene una capacidad enorme de crear mercancías y de proponerlas como la condición para que la vida merezca vivirse. ¿Por qué es intelectualmente fuerte lo que dice Juan Carlos Rodríguez? Porque nos ayuda a historiar el avatar actual de la ideología dominante, mostrándonos que no nació ayer, que vivió su época heroica cantando los amores de Calixto y Melibea (y los de sus criados Parmenio y Sempronio), conoció enemigos terribles que querían volver atrás, a la ideología de la sangre y posteriormente se estremeció, pero salió airoso, del desafío marxista: conseguir una libertad con igualdad. Precisamente por esa historización, Juan Carlos Rodríguez ayuda a comprender cómo el neoliberalismo se legitima tan bien: conecta con una experiencia de la libertad que no procede de una conspiración de Reagan y Thatcher. Pocos teóricos del neoliberalismo tienen esto en cuenta. Nadando en ese estanque ideológico, los oponentes de lo establecido actualizan, sin percibirlo, demandas de libertad que el capitalismo puede incluir fácilmente en su repertorio. No se dan cuenta, usando un esquema caro al autor, de que cuando nos consideramos sujetos nos consideramos creadores de nuestras ideas y nuestros actos, cuando quizá somos efecto de creencias que no hemos elegido: la realización se encuentra en probar cuánto eres mejor que los demás. Además, imaginamos a todos los sujetos en simetría; en realidad algunos sujetos se escriben con S mayúscula y tienen poder para imponerse y otros con s minúscula y siempre le caerán mal dadas. Jill Love, por seguir con el ejemplo, había trabajado mucho para mostrarse ante las cámaras y en su hazaña personal hay una historia de violencia y desigualdades que su gesto desconoce.

Pero analista de la libertad nacida con la burguesía, Juan Carlos Rodríguez se cuida mucho de oponerle argumentos de sus enemigos reaccionarios, fundamentalmente la ideología feudal que tan viscosamente pervive en España. El odio al cuerpo, el desdén por la aventura personal, fue promovido por la visión barroca del mundo: lamentaba cuán poderoso caballero es don dinero, pero porque creía en la sangre, y en que había una jerarquía de los seres según estaban más o menos cercanos de Dios. Como buen marxista, Juan Carlos Rodríguez no se alinea con esas denuncias de la libertad burguesa ni con sus muchas veces inadvertidos parientes actuales.

Acabaré insistiendo en la densidad política de la perspectiva propuesta. Solo existe una salida ante esta coyuntura, luchar contra el neoliberalismo, pero no de cualquier modo. Hay que oponer a la libertad dominante otra libertad que sea más libertad, incluso en los parámetros de la actual. Engels, hablando de la democracia, decía: un régimen socialista será más democrático que Suiza. Evidentemente, la libertad y la igualdad tienen tensiones y siempre cabe preguntar con Vladimir Ilich, libertad, ¿para qué? Que lejos de significar que la libertad no vale nada (¿para qué? Sería sinónimo de ¿qué importa eso?), debe significar: libertad, pero ¿para hacer qué? Debe unirse marxismo con la libertad, no con cualquier libertad sino únicamente con aquella que no presuponga la explotación de otros: libertad para todo menos para explotar, repite una y otra vez Juan Carlos Rodríguez. Con ese lenguaje nuevo debe hablarse a las jóvenes generaciones, explica el autor, que no comprenden nada de política, pero que desean sobre todo ser felices. Ese deseo, el capitalismo no lo satisface, o lo hace de una manera que, cualquier sensibilidad moral mínima, juzga estomagante: sé feliz imponiéndote a otro o, si eres infeliz, porque otro se impone sobre ti, merecido lo tienes. Bien, pero se puede y se debe perseguir la felicidad, sin sojuzgar, sin explayarte tú disminuyendo al prójimo. Y eso no te hace menos feliz (no tienes menos felicidad de la que tendrías si aplastaras a otro) sino más feliz de una manera nueva, distinta, mucho más intensa. Tal es el programa de vida y de conocimiento que el catedrático de la Universidad de Granada nos propone para salir del tramposo castillo del capitalismo único.

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