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El trazo grueso de la realidad política, entre otras cosas, desactiva la reflexión sobre la senda que como sociedad queremos seguir, haciéndonos mirar al dedo y no a la luna. Esta tensión entre lo que es y lo que debería ser queda sepultada bajo la inmediatez, la polarización y la espectacularización del discurso público. Así, la posibilidad misma de imaginar un horizonte común se desvanece en medio del ruido.
Por suerte, todavía hay quienes siguen mirando la luna. Hace unas semanas, el Ministerio de Cultura presentó el Plan de Derechos Culturales, una reformulación de las políticas culturales desde el paradigma de los derechos, que por primera vez presta especial atención al equilibrio territorial y al reconocimiento de la ruralidad como una condición estructural. El plan incluye 146 medidas organizadas en torno a cinco ejes estratégicos fundamentales para el futuro de la cultura en estos “días inciertos en que vivir es un arte”: democracia cultural, retos contemporáneos, sostenibilidad profesional, consolidación de derechos y vertebración territorial.
Un plan en el que he tenido la suerte de participar como parte del panel de expertos en Educación, tratando de aportar una mirada desde lo rural. Un grupo de trabajo coordinado por Gemma Carbó e Irene Aláez, donde se cuidó especialmente la inclusión de una perspectiva territorial, como viene impulsando Benito Burgos Barrantes, subdirector general de Cooperación Cultural con las comunidades autónomas en el Ministerio de Cultura y alma mater del foro anual Cultura y Ruralidades.
Desde sus inicios, este plan defendió la Escuela Rural como núcleo cultural en las pequeñas poblaciones. Esa visión ha fructificado explícitamente en la medida 88 del plan, que propone: “Ampliar el acceso a las prácticas culturales en las escuelas rurales mediante la adaptación de los programas educativos culturales a la realidad territorial”, apostando no solo por el acceso, sino por el reconocimiento pleno de la especificidad de la escuela rural.
Una medida que no es un islote dentro del plan, sino parte de un pensamiento más amplio en el que la ruralidad ha sido reconocida como una condición estructural, no como un obstáculo. En este marco, la ruralidad se convierte en un punto de partida teórico desde el cual repensar las políticas culturales, lo que implica diseñar mecanismos de compensación adaptados a la baja densidad y la dispersión poblacional. Este enfoque fue asumido desde el inicio del proceso, al incluir explícitamente a agentes de territorios rurales en cada uno de los grupos de trabajo. Se ha partido de la comprensión de que el espacio no es un simple contenedor homogéneo, sino una construcción social compleja, una multiplicidad de identidades e interacciones. Desde esta perspectiva, la ruralidad no se ha tratado como una carencia, sino como un espacio vivo y dinámico, donde lo local interactúa con lo global sin perder su especificidad.
La ruralidad se convierte en un punto de partida teórico desde el cual repensar las políticas culturales, lo que implica diseñar mecanismos de compensación adaptados a la baja densidad y la dispersión poblacional
El plan partió de la base necesaria de que “la equidad territorial implica diseñar mecanismos de compensación cultural”, porque la brecha cultural no es coyuntural, sino histórica. Estas zonas relegadas del mapa cultural hacen patente una desigualdad territorial que se trata de reducir a partir de una cultura de proximidad, apostando por el respeto a la cultura tradicional, los valores, los ritmos y los modos propios de cada territorio.
Se propugnan modelos de microprogramaciones, circuitos itinerantes y formatos escalables que recorran el territorio adaptándose a cada medio rural, dialogando con él, respetando sus tiempos, fomentando la confianza y activando los saberes tradicionales. “La participación cultural en zonas rurales exige tiempo, confianza mutua y formatos no estándar”, cita expresamente el plan, en una referencia implícita al pensamiento de Paulo Freire, para quien todo proceso transformador debe partir del diálogo horizontal, el reconocimiento del otro y la construcción colectiva del conocimiento desde la experiencia concreta.
El plan también plantea la necesidad de establecer alianzas rurales e intermunicipales desde el principio de la cultura entendida como cooperación entre iguales, promoviendo la creación de consorcios, planes comarcales y redes colaborativas que eviten duplicidades y potencien sinergias, inspirándose en modelos de éxito desarrollados en Escocia o Francia.
Desde esta lógica, la cultura se proyecta como estrategia contra la despoblación, vinculando arraigo, memoria y economía local. Frente a la narrativa del abandono, se propone “quedarse porque algo florece”: una cultura que no solo fija población, sino que fortalece redes comunitarias y contribuye a generar nuevas economías de cercanía.
Afortunadamente, la cultura rural no es entendida como un repositorio pasivo de tradiciones, sino como una generadora activa de contenidos, capaz de reinterpretarse y dialogar con los desafíos contemporáneos. Se empieza a considerar los saberes del lugar no como vestigios del pasado, sino como recursos para el futuro, convirtiendo la práctica cultural en un proceso de mediación comunitaria, donde el conocimiento, la experiencia y el contexto local se sitúan en el centro del trabajo cultural.
Se empieza a considerar los saberes del lugar no como vestigios del pasado, sino como recursos para el futuro, convirtiendo la práctica cultural en un proceso de mediación comunitaria, donde el conocimiento, la experiencia y el contexto local se sitúan en el centro del trabajo cultural
Y un aspecto práctico para cerrar este análisis, pero vital para los agentes culturales del territorio: el Plan plantea la necesidad de implementar indicadores adaptados a municipios de menos de 1.000 habitantes, con un enfoque situado. Sin variables específicas que permitan analizar el impacto real en contextos rurales, y si se evalúa con la mirada de lo urbano, se volverá a pasar por alto lo que ocurre fuera de foco.
Este Plan, con sus desafíos pendientes por delante, representa una oportunidad para reabrir el horizonte de lo político en su sentido más profundo: como construcción colectiva de un futuro común. Frente al griterío que reduce, simplifica y silencia, aquí se dibuja una propuesta que reconoce la diversidad territorial, escucha lo rural y apuesta por una cultura que no uniforma, sino que cuida, conecta y transforma. Lo difícil será ahora mantener esta mirada en el tiempo, porque, como bien sabemos en los pueblos, lo que florece necesita raíz... y cuidados.
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